jueves, 30 de diciembre de 2010

El centralismo clientelista fracasó. Por Juan José Llach


Aumentan día tras día las evidencias del fracaso económico y social del centralismo clientelista montado a principios de siglo para repartir arbitrariamente a provincias, municipios y organizaciones sociales rentas extraídas del conjunto del país en magnitudes sin precedente. Las evidencias surgen desde ámbitos tan disímiles como las ocupaciones de tierras en la Capital y el Gran Buenos Aires, los malos resultados de los estudiantes argentinos en las evaluaciones educativas internacionales (PISA 2009) o la vuelta a la concentración de población en el GBA que surge del censo 2010.


No son pocos los que piensan que el sistema perdurará por la ficción que lo envuelve y protege. Aun en las provincias perjudicadas, son muchos los ciudadanos y dirigentes que creen, o quieren creer, que el reparto así montado es una concesión graciosa de la Nación. Que las "transferencias discrecionales" (no mandadas por ley) a provincias y municipios, que este año llegarán a cerca de 35.000 millones de pesos, son un obsequio bien habido y sin cargo.
La verdad es bien distinta, porque el sistema se basa en recursos extraídos a las provincias -a veces ilegal o ilegítimamente- con efectos muy negativos. Por un lado, la Nación se sigue apropiando de ingresos que debería estar coparticipando, como, por ejemplo, el impuesto a los créditos y débitos bancarios; o el 15% de la masa coparticipable que va a la Anses, pese a haber sido legislado en su momento como compensación por los ingresos que se aportaban a las AFJP, que ya no existen. La suma de estas apropiaciones indebidas es del mismo orden de magnitud del supuesto obsequio de las "transferencias discrecionales". Esto obedece, también, a que las retenciones a las exportaciones, que este año llegarán al récord de 50.000 millones de pesos, son recursos extraídos de las provincias, apenas atenuados por el premio consuelo de la devolución de un 30% de las retenciones sobre la soja, unos 5000 millones de pesos en 2010.
A la injusticia de estas apropiaciones indebidas de recursos por parte de la Nación, se agrega una larga lista de inequidades entre provincias y sectores sociales. Santa Cruz recibe transferencias para obra pública similares a las de la provincia de Buenos Aires y cincuenta veces mayores por habitante que las que recibe Córdoba. Una cifra cuidadosamente ocultada, cercana a los 25.000 millones de pesos tomados de las provincias, se distribuye entre sectores pudientes del Gran Buenos Aires para que puedan usar y malgastar la electricidad o el gas a una cuarta parte del precio que rige en países vecinos. En fin, las retenciones a las exportaciones castigan en mayor medida a las provincias del Norte, limitando el desarrollo de sus agroindustrias, de gran potencial, e impulsando emigraciones.
Un sistema de esta índole no es conducente a la convergencia económica y social de las provincias argentinas entre sí, por lo que seguirá motorizando emigraciones muchas veces empobrecedoras. Así se ha visto en los primeros resultados del censo 2010. Por primera vez desde 1980, los 24 partidos del Gran Buenos Aires han vuelto a ganar participación en la población total, del 24 al 24,7%. Si a ellos se agregan los nuevos del "cuarto cordón", el aumento es de 25,7 a 26,7%, porque ellos han crecido el doble que los tradicionales desde 2001. Es indudable que al menos parte de este cambio de tendencia se debe al empobrecimiento relativo de muchas provincias o distritos y a la baja calidad de sus servicios públicos de salud y educación, resultantes ambos de los límites que se imponen a su producción y de la exacción de recursos por parte de la Nación.
En lo que hace a los inmigrantes extranjeros, también influyen por cierto políticas socioeconómicas deficitarias, tanto en Bolivia como en Paraguay. Hace mucho tiempo que los estudiosos de las migraciones han mostrado el irresistible atractivo de las grandes ciudades, por su elevado ingreso medio por habitante y la mayor probabilidad de conseguir un empleo. Pero aquí la cuestión vira de tono, porque al disparatado sistema centralista se agrega el injusto tratamiento a la provincia de Buenos Aires en la coparticipación federal y, contra lo que se cree, también a los partidos del GBA, pese al fondo del conurbano. Según el Iaraf (Instituto Argentino de Análisis Fiscal), entre enero y noviembre de 2010 las provincias recibieron 2430 pesos por habitante en concepto de transferencias legales (no discrecionales), promedio que oculta abismales diferencias: desde los 9144 pesos recibidos por Tierra del Fuego hasta los mínimos de 1276 pesos de la provincia de Buenos Aires y los 634 recibidos por la ciudad de Buenos Aires. Quienes emigran hacia el Gran Buenos Aires no se equivocan, porque pese a todo es probable que sus oportunidades sean mayores allí. Pero la exacción a la que se somete también a esta región del país hace que muchas veces sus sueños se vean frustrados. El mismo sistema centralista y clientelista que los empuja a venir los maltrata a la llegada, como en una broma macabra.
Otra prueba clara y dolorosa del fracaso del centralismo vigente la dan los resultados de las evaluaciones internacionales PISA 2009 de aprendizajes de lengua, matemática y ciencia, tomadas a jóvenes de 15 años y recién publicadas. En línea con lo hallado por el estudio latinoamericano de educación primaria de la Unesco, se observa que los chicos argentinos aprenden cada vez menos en comparación con sus pares latinoamericanos. Según materias y niveles, la Argentina ha pasado del primero o segundo puesto en América latina a entre el sexto y el noveno en los últimos quince años.
Otro dato muy negativo de la prueba PISA es que de las 66 naciones o regiones participantes, la Argentina es el país en el cual los resultados de lectura dependen más de las diferencias entre escuelas: subsiste a pleno la vieja realidad de escuelas pobres para los pobres. Es evidente que no alcanzó con las leyes votadas en esta década (180 días, educación nacional, educación técnica y financiamiento), pese a haberse aumentado la inversión en educación, ciencia y tecnología del 4,2% del PBI en 2004 a 6% o más en 2010. Ninguna de las metas sustantivas de la ley de financiamiento se ha cumplido y, como se analizó en http://blogs.lanacion.com.ar/ciencia-maldita/, la idea de que el derrame de dinero todo lo arregla ha fracasado una vez más.
Es de todos modos penoso que ni el Gobierno ni la oposición hayan presentado proyectos de ley al Congreso para dar continuidad al financiamiento preferencial que la educación necesita y fijar nuevas metas a alcanzar e institutos que permitan lograrlo. Hay mayor consenso que en el pasado acerca de lo que hay que hacer para mejorar la Justicia y la calidad educativas. Sobresalen cinco puntos: universalizar el alcance de las políticas de desarrollo infantil y universalización del nivel inicial; doble jornada en primaria y media, empezando por las zonas más necesitadas, y con adquisición de competencias laborales a nivel medio; evaluación censal y no muestral de los aprendizajes al menos cada dos años, para que directivos, docentes, padres y alumnos sepan si su escuela está mejorando o no y para diseñar mejores políticas educativas, escuela por escuela, provincia por provincia; en fin, llegar a un nuevo contrato entre la sociedad y los maestros, que elimine flagrantes excesos y jerarquice definitivamente la profesión.
No son pocos los gobernadores que desearían hacer más de estas cosas, pero los recursos los limitan seriamente. Abundan también alternativas fiscales que permitirían mejorar este sistema, y el político que liderara este cambio sería a la larga un genuino triunfador. Mientras tanto, los príncipes de turno, no sólo los de hoy, se solazan en el centralismo clientelista creyendo que el fracaso económico y social no es tan importante, porque de todos modos se pueden seguir ganando elecciones con este sistema. Ya sería hora de que leyeran más certeramente una realidad que está empezando a cambiar y puede deparar sorpresas.
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martes, 28 de diciembre de 2010

Estamos bien pero vamos mal. Por Orlando J. Ferreres


Terminamos un año, una década, un siglo y doscientos años de vida. Según como lo miremos estamos bien, pero vamos mal.
Este año 2010 termina con un crecimiento de 7,8%, con un nivel de inversiones físicas bastante elevado, más del 21 % del PBI, con un fuerte dinamismo en el consumo, con precios de nuestras materias primas básicas en niveles muy altos (la soja está casi en los 500 u$s/ton), con entrada de capitales, especialmente después de que Brasil estableció un impuesto de 6% a la entrada capitales de menos de 1año.


Pero también terminamos con un enorme gasto público de 160 millones de dólares, que no es sostenible en el tiempo. Para ir alargando su financiamiento se recurrió al impuesto inflacionario, que debe ser cada vez más alto para sacarle poder de compra a las familias y empresas y pasarlo a manos del sector público. La alícuota o tasa del impuesto inflacionario, o más simplemente la inflación, esta en el 26% anual, pero es muy distinta para lo que compramos todos los días (alimentos, bebidas, limpieza) con 41% y sólo de 11% para los productos regulados (agua, luz, gas natural, tren, subte, entre otros).Estas distorsiones deben corregirse en 2011 o, al menos, indicarse de qué manera se las va a enfrentar para dar credibilidad a la gestión económica. Sin embargo, dado que éste es un año de elecciones, es muy difícil que se encare una solución de fondo para estos problemas que vienen postergándose desde el 2002, porque su solución es bastante impopular aunque sea necesaria.La década que va del 2000 al 2010, termina mejor que el momento en que arrancó, pero de entrada se verificó una gran recesión que equivalía a un 28%, es decir que se disponía de un incremento potencial del PBI de esa magnitud sin hacer ninguna inversión. Esto fue producto de insistir con la convertibilidad, pero con un enorme gasto público incompatible y con un financiamiento del déficit con endeudamiento externo, que también al gastarlo localmente se traducía en emisión, pero como los precios no podían aumentar provocaba una fuerte recesión.La pobreza llegó al 56% en 2002 y ahora bajó, contando el costo de vida real, hasta un 32%, pero sigue siendo muy alta tal como lo refleja la conflictividad social que vivimos. En 1983 estaba alrededor del 7%. Este es un punto que solo se arregla con crecimiento y el crecimiento se arregla con inversiones masivas y éstas ocurren si se genera confianza, que no hay. No se soluciona la pobreza con subsidios aunque vayan paliando sus efectos más negativos de esta manera. Hoy hay unos 6 millones de trabajadores en la informalidad, más que los que trabajan en el sector privado formal y ésta es una realidad que hay que cambiar sí o sí.El siglo nos da un triste balance, pues podríamos haber sido más previsores, más sensatos y no obrar con tanta desmesura. Golpes de estado en 1930, 1943, 1955, 1962, 1966 y 1976. Pero también en los gobiernos civiles hubo hiperinflación, expropiación del ahorro en plazos fijos, cajas de ahorro postal y demás formas de ahorro monetario. El plan Bonex transformó todo el dinero en los bancos en un bono del Estado a 10 años, cuenta de regulación monetaria que implicó grandes pérdidas para el BCRA, garantía de 100 % en los depósitos aun de entidades especuladoras que también fueron grandes perdidas para el Estado, pero que como siempre pagamos todos, grandes devaluaciones, Rodrigazos, pesificación diferencial, expropiación de los ahorros administrados por las AFJP, y muchas otras medidas desmesuradas como sacarle 13 ceros a nuestra moneda desde 1969 hasta 1991.
Todo esto generó grandes transferencias de ingresos y asustó al ahorro local o internacional que prefirió otros destinos más seguros frente a nuestras desmesuras, al incumplimiento de nuestros propios contratos. De invertir algo más de 40 % del PIB desde 1880 a 1914 fuimos progresivamente bajando la transformación de ahorro líquido en inversión fija hasta alrededor del 20 % solamente, con un crecimiento insuficiente, que por eso mismo no es inclusivo, no alcanza para ocupar a todos en forma estable.El menor crecimiento relativo ha sido algo difícil de explicar para los estudiosos del desarrollo. Podemos ver que en 1910 estábamos prácticamente muy cerca de los principales países en PBI per capita y la separación después de 100 años es aterradora en nuestra contra. En nuestro libro Dos siglos de Economía Argentina 1810-2010 de la editorial El Ateneo-Norte y Sur, se muestran con mas detalle las causas de estas diferencias. Aquí solo podemos hacer un balance numérico.En los doscientos años de vida de Argentina, estamos relativamente bien, ya que iniciamos nuestra nación con unos 1000 dólares de 1990 per capita y hoy estamos en los 10.000, hemos crecido 10 veces y esto es bueno. Claro que cuando nos comparamos con otros países productores de materias primas ya quedamos un poco tristes: EE.UU. creció 30 veces y Australia y Canadá 25 veces. Esto nos hace pensar que tenemos que redoblar el esfuerzo para recuperar el terreno perdido, que tenemos que reunirnos en lugar de dividirnos y que cada uno debe ser más humilde y más activo para salir adelante.El momento de pedirle, de reclamarle a la Argentina ya pasó y nos fue mal. Muchos abandonaron el país pues ya no la quieren, no ven proyecto en Argentina. Muchos se fueron a España, a Italia, a Estados Unidos y a otros países. Desde ahora la pregunta relevante de los que nos quedamos y queremos luchar por un futuro argentino es ¿Qué le vamos a ofrecer los argentinos a nuestro país en 2011?

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domingo, 26 de diciembre de 2010

Al populismo le llegó la hora de pagar. Por Enrique Szewach

Muchas veces las malas políticas son como las compras a crédito. Primero se disfruta de sus supuestas ventajas, mientras que los costos se pagan largo tiempo después. La historia mundial y la local está llena de ejemplos de este tipo de situaciones.
Muchos gobiernos “populares” son añorados y valorados por los beneficios de la “compra”, mientras son denostados y odiados aquellos que no tienen más remedio que hacerle pagar a la sociedad los costos de esas medidas instrumentadas muchos años antes. Pocas veces, por lo tanto, el mismo gobierno que “metió la pata” se ve forzado a sufrir directamente las consecuencias de sus errores.

Sin embargo, el año que termina ha presentado una excepción importante a la regla arriba comentada.
Por las razones ya discutidas muchas veces, desde principios de este siglo se observa un mundo muy favorable hacia los productores de commodities en general y hacia los productores de commodities agrícolas en particular. Ello implicó un cambio de precios relativos a favor de las materias primas energéticas, los minerales, los insumos industriales, los granos, la carne.
La mayoría de los países de la región se beneficiaron de este nuevo escenario. Esa mayor riqueza se tradujo en más demanda interna, crecimiento y progreso.
Y la mayoría de los gobiernos de la región permitieron que este proceso se diera plenamente, aplicando políticas tendientes a maximizar este panorama favorable, participando y redistribuyendo la bonanza a través de un sistema de impuestos “normal” y de un gasto público orientado a mejorar infraestructura y a ayudar a los sectores más vulnerables de la población a incorporarse a esta dinámica con mejoras en la educación y el gasto social. Cada país ha sido más o menos exitoso en esto último, pero todos han empezado a reducir paulatinamente las situaciones de extrema pobreza.
El Gobierno argentino, en cambio, decidió “intervenir” en este fenómeno. Tanto en el caso de la energía como en el de los alimentos, impidió que el cambio de precios relativos se diera plenamente a favor de los productores mediante diversos instrumentos: impuestos a la exportación, prohibiciones, restricciones cuantitativas, subsidios a los precios, etc.
El argumento central era que los argentinos que teníamos petróleo y gas, que teníamos trigo y que teníamos carne, no podíamos pagar los precios que se pagaban en el resto de la región, o en el resto del mundo. Había que proteger el bolsillo y la mesa de los argentinos.
El resultado de corto plazo fue maravilloso. Mientras los uruguayos, los chilenos, los brasileños, pagaban caro la energía y los alimentos, víctimas de gobiernos inhumanos y poco predispuestos a comprender a las necesidades del pueblo y preocupados solamente por favorecer a los productores, nosotros disfrutábamos de la protección de funcionarios sensibles que nos permitían consumir barato lo que los demás pagaban caro.
Pero, para desgracia del Gobierno y nuestro lamento, el largo plazo llegó antes de lo esperado y les está haciendo pagar los costos a los propios funcionarios que instrumentaron las medidas.
El resultado está ahora a la vista. En la energía se nota todavía parcialmente, porque se importa el faltante, los precios han estado subiendo lentamente y porque se mantiene una maraña de subsidios crecientes que han hecho expandir fuertemente el gasto público, financiado con emisión monetaria e inflación. Aunque si esto no se revierte, los costos empezarán a notarse cada día más.
Pero donde el fracaso del populismo se ha hecho más evidente es en el caso de la carne.
Después de años de “carne para todos”, los bajos precios y las restricciones para exportar terminaron destruyendo la oferta y expulsando productores hacia otras actividades más rentables. Este año el precio de la carne subió 100%, empujando a los sectores de más bajos recursos, intensivos en alimentos, a recortar el consumo y a una brutal caída del valor real de sus ingresos. En la mesa de muchos argentinos la carne ya no está, o está menos. El precio interno supera el internacional y llevará años recuperar un stock ganadero razonable.
Finalmente, un gobierno populista hereda sus propios errores. Para una Argentina adicta a las soluciones mágicas, es una lección que no debería olvidarse.
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Aún cuando el real se aprecia, la industria brasileña se fortalece. Por Jorge Castro

Esto saldra antes del leer mas
Las exportaciones brasileñas ascenderían en 2010 a U$S 199.000 millones, un crecimiento de 30,1% con respecto a 2009. En ellas, las ventas de materias primas han aumentado 50,5%.
Al mismo tiempo, las importaciones alcanzarían a U$S 183.000 millones, un auge de 43% con respecto al año pasado. Por eso, el superávit comercial es de U$S 16.000 millones, pero con un déficit de cuenta corriente de 2,47% del PBI.
Brasil entró en una etapa de déficit de cuenta corriente que puede durar varios años . En la primera mitad de 2010 fue el doble que en igual etapa del 2009. Al mismo tiempo, el real continúa apreciándose frente al dólar (U$S1 = R1,6), como resultado del gigantesco flujo de capitales que recibe Brasil: no menos de U$S 300.000 millones en 2010, incluyendo inversión extranjera (IED) por U$S 50.000 millones.

¿Qué sucede con la industria brasileña ante esta situación? La participación de la industria en el PBI alcanzó su pico histórico en 1986, cuando la política de sustitución de importaciones elevó la participación del sector a 37%. A su vez, el porcentaje de los productos manufacturados en el total de las exportaciones ha declinado sistemáticamente desde 2007, lo que coincide con el ciclo de apreciación del real. Al mismo tiempo, la industria brasileña experimenta niveles récord de expansión en el mercado doméstico , con tasas de crecimiento de 10% / 20% o más. En tanto, su productividad aumentó este año 4,7%, mientras los costos laborales crecieron sólo 1,9%.
El auge de la eficacia productiva de la industria manufacturera responde a una tendencia de largo plazo, iniciada en 1989 (apertura de la economía) y acelerada a partir de 1994 (Plan Real). La productividad industrial brasileña podría alcanzar a la de EE.UU. en 5 años.
Las exportaciones brasileñas se duplicaron en la última década, encabezadas por las materias primas (soja, mineral de hierro), que se triplicaron.
Lo mismo ocurrió con las exportaciones de América del Sur.
América del Sur exporta cada vez más materias primas a los países emergentes de Asia (China / India). La participación de EE.UU. como destino de las ventas regionales es cada vez menor (44% en 2009 vs. 37% en 2008). Las ventas a China crecieron 10 veces en la última década (pasaron de 0,8% a 10%); y en esta etapa, el crecimiento de América del Sur se aceleró. Fue 2,5% anual entre 1980 y 2000, y trepó a 5% por año entre 2003 y 2008.
Este año se expandiría 6,6%.
En síntesis, en Brasil -y por extensión en América del Sur- hay aumento de las exportaciones, auge del producto (7,5% / 8% en 2010) y expansión de la industria en el mercado doméstico.
No hay desindustrialización en Brasil, sino problemas de competitividad externa, vinculados a los todavía insuficientes niveles de productividad de su industria manufacturera.
Así, las perspectivas del mercado mundial constituyen el único tribunal para juzgar las estrategias de desarrollo del capitalismo en América del Sur.
Al unificarse el sistema mundial por la implosión de la Unión Soviética en 1991, se modificó la naturaleza de la acumulación capitalista y se tornó un fenómeno profundamente trasnacional.
No hay desde entonces desarrollo capitalista en ninguna parte del mundo, y menos en América del Sur, que no sea al mismo tiempo un proceso histórico intensamente internacionalizado.
Por eso, la inserción internacional de América del Sur en la segunda década del siglo XXI, sobre todo en Brasil y la Argentina, requiere una profunda reconversión de todas las actividades productivas, y en primer lugar de su industria , con el mismo criterio de capitalización, alta inversión y elevada productividad del sistema mundial.
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La inflación ya es una enfermedad crónica. Por Domingo F. Cavallo


Cuando en una economía que tiene estabilidad de precios, algún shock externo o alguna decisión de política económica interna provoca un aumento repentino de un conjunto de precios, ese episodio puede resultar una suerte de golpe inflacionario reversible o, mucho peor, puede constituirse en el inicio de un proceso inflacionario crónico. Lo que determina que sea una cosa o la otra es la política monetaria que sucede al aumento inicial de precios.


Si la política monetaria es restrictiva, de tal forma de retrotraer la economía al estado previo de estabilidad de precios, se puede evitar que la economía quede infectada de inflación crónica. Eso ocurrió en Brasil cuando después de cuatro años de estabilidad conquistada por el Plan Real, sobrevino un golpe inflacionario precipitado por una fuerte devaluación que alcanzó su pico a mediados de 2002, precisamente cuando los Brasileros estaban votando para elegir al Gobierno de Lula en reemplazo del Gobierno de Fernando Enrique Cardozo. El Presidente Lula, al brindarle respaldo a su Banco Central mientras éste aplicaba una política monetaria restrictiva que llevaría gradualmente a una fuerte apreciación del Real, logró que la economía de su país reconquistara la estabilidad de precios. Ello le permitió implementar una exitosa política social enderezada a disminuir sostenidamente los niveles de extrema pobreza.
En nuestro país, la historia resultó, lamentablemente, diferente. A lo largo de poco más de un año desde el último trimestre de 2002, el golpe inflacionario que sucedió al abandono de la convertibilidad, comenzó a revertirse gracias a una política monetaria restrictiva que, como en Brasil por la misma época, también condujo a una apreciación inicial del Peso. Pero la decisión adoptada por la administración del Presidente Kirchner de impedir que continuara la apreciación del Peso y comenzar a recaudar crecientes retenciones a las exportaciones para financiar, supuestamente, su política social, llevó a que la inflación, lejos de tender a desaparecer, se transformara en una enfermedad crónica de nuestra economía. Como no podía ser de otra forma, la aceleración inflacionaria lejos de contribuir a hacer efectiva la política redistributiva que pregonaba el Gobierno, pasó a constituirse en el principal mecanismo generador de pobreza e injusticia social.
Como siempre ocurre, al principio la aceleración inflacionaria pareció contribuir a la expansión de la demanda y a la reactivación de la economía. Los trabajadores y jubilados creyeron encontrar en los ajustes de salarios y jubilaciones nominales conseguidos por sus dirigentes sindicales o decididos por el Gobierno un paliativo efectivo al deterioro del poder adquisitivo de sus ingresos. Pero a poco de andar la inflación comenzó a poner en evidencia sus costos económicos y sociales.
Los aumentos de precios y de remuneraciones no fueron uniformes sino que reflejaron de manera cada vez más intensa la diferente capacidad negociadora de los sectores y su variado peso político. El Gobierno debió crear numerosos mecanismos de subsidios a las empresas prestadoras de servicios públicos o productoras de precios artificialmente controlados. Como siempre ocurre, a estos mecanismos de subsidios a empresas con fines de lucro se les sumó la corrupción de los intermediarios, con lo que se hicieron crecientemente onerosos e inefectivos. Tendió a desaparecer la inversión productiva de mediano y largo plazo y sólo se llevaron a cabo inversiones de rápida maduración o emprendimientos inmobiliarios destinados a proteger a los ahorristas de la desvalorización monetaria. Desaparecieron los créditos hipotecarios para vivienda al alcance del asalariado promedio y se alentó la compra a crédito subsidiado de electrodomésticos y automóviles, único mecanismo mínimamente protector del ahorro familiar del que pudieron disponer las familias.
A pesar de todas estas distorsiones económicas y los costos sociales asociados, hay todavía personas y dirigentes que no ven en la inflación el principal problema económico de nuestra realidad, porque creen que la política monetaria expansiva y el crédito subsidiado permiten conseguir altas tasas de crecimiento económico que, de otra manera, serían inalcanzables. Esta ilusión se desvanecerá tan pronto como la carrera de los precios alcance a eliminar totalmente el fuerte colchón cambiario que crearon la devaluación inicial del Peso y el debilitamiento del Dólar a escala mundial. Cuando la gente espere que el ritmo de devaluación del Peso ya no podrá ser muy diferente al ritmo de la inflación, las tasas de interés subirán a un nivel superior al de la inflación esperada y se comenzará a sufrir la carrera entre tasas de interés, devaluación monetaria y brecha cambiaria que caracterizó al largo período de estanflación que ya sufrimos entre 1975 y 1990.
Para ese entonces ya no van a quedar dudas de que la inflación es, junto a la inseguridad, la principal enfermedad que aqueja a nuestra sociedad. En ambos casos, inflación e inseguridad, existen promotores tan diabólicos como seductores. En el caso de la inflación el promotor es la emisión monetaria. En el caso de la inseguridad es la droga. La emisión monetaria y la droga, producen durante un cierto tiempo una sensación de bienestar individual, pero además de terminar destruyendo a quienes se tornan adictos, dejan terribles secuelas en el cuerpo social.
Está en la dirigencia política advertir estos peligros y ponerse al frente de la lucha contra estos males sociales. Ojalá el próximo período pre-electoral sirva para que dirigentes y ciudadanos tomen conciencia de estos peligros y resulte elegido el Gobierno mejor preparado para erradicar estas plagas.

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lunes, 20 de diciembre de 2010

Oportunidades perdidas. Por Orlando Ferreres


El precio de la soja se triplicó desde el 2002 y lo mismo ocurrió con otros productos de exportación de Argentina. No se registraba una evolución tan favorable desde el período 1880 - 1914, época en que nuestra economía dio el "gran salto hacia adelante" y fue "la luz de America latina sobre el Río de la Plata", con lo cual se quería decir que Argentina pasó a estar muy por encima de los países de la región y que su producto bruto total fue mayor incluso que el de Brasil. Nuestro país se destacó no sólo por su economía sino también por su educación, cultura, universidades y organización militar.


Volviendo al presente, hemos tenido desde el 2002 una gran suba de los precios de las materias primas, especialmente las que nosotros exportamos. La más conocida es la soja, cuyo precio en Chicago pasó de 160 u$s/ton en 2001 o los 480 u$s/ton en la actualidad, es decir, creció 3 veces en dólares. Esto provocó un gran incremento de las exportaciones y también fue acompañado por mayores exportaciones industriales, mineras y de servicios, como puede ser el turismo receptivo, lo que significó un gran superávit comercial del país.
El crecimiento del PIB en la etapa de Néstor Kirchner fue de 9 % anual y en el de Cristina, hasta ahora, es de 2,3 % anual, afectado por la crisis internacional de 2008 y por la falta de inversión en algunos sectores. La primera parte se basó en las exportaciones y en el consumo interno, este último favorecido por las bajas tasas de interés, por los derechos de exportación al agro para tener un menor costo de vida y al mismo tiempo recursos económicos para el Estado para poder subsidiar las bajas tarifas de servicios públicos y otros precios regulados o controlados, todo lo cual fomentó el consumo interno, aunque no hubo grandes incentivos para la inversión, que creció muy moderadamente. Se está observando ahora la aparición de cuellos de botella en algunos sectores por falta de oferta, es decir, el efecto de una insuficiente inversión en el pasado.
Para darnos una idea de lo que significó este viento de cola que se da cada 100 años, desde el inicio de la suba de precios internacionales de nuestros productos en 2002 hasta ahora 2010, el balance comercial del país arrojó un saldo positivo acumulado de u$s 122.000 millones, calculando que en el presente año tengamos un balance positivo de u$s 13.000 millones.
¿Estos u$s 122.000 millones como se usaron? En parte para pagarle por adelantado al FMI, también para cubrir el saldo negativo de los servicios reales y financieros. Un monto importante se perdió en la salida o fuga de capitales, unos u$s 12.000 millones por año, por falta de confianza en las instituciones. El resto lo compró con pesos el BCRA y fue a las reservas que pasaron de u$s 10.000 millones a los u$s 53.000 millones actuales.
Ahora bien, esta masa de recursos que brindaba la mayor demanda mundial de nuestro productos, en lugar de destinarla mayormente al consumo presente o a la formación de activos externos de nuestros residentes, la podríamos haber destinado a las inversiones locales, con lo cual nuestro crecimiento después de unos años de seguir ese progreso, hubiera sido sustentable y de esa manera podríamos haber eliminado la pobreza estructural y el desempleo. Estaríamos mucho mejor desde el punto de vista económico y desde el punto de vista social, pero no hemos podido darnos cuenta de lo que nos convenía.
Al no pagar precios lógicos a la producción energética local hemos tenido que pagar precios hasta 5 veces superiores para importar gas natural de Bolivia, gas oil desde Venezuela, y gas licuado para regasificar, en lugar de importar maquinarias y equipo para actualizar y aumentar nuestra industria y nuestra infraestructura. Hemos incrementado también el gasto público consolidado de u$s 28.000 millones en 2002 hasta los u$s 160.000 millones este año, de los cuales el 90 % fue gasto corriente que da buena imagen pero se consume en una sola vez, no es reproductivo.

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domingo, 19 de diciembre de 2010

América del Sur crece arrastrada por la demanda emergente. Por Jorge Castro


América latina crece este año 6%, con un aumento del ingreso por habitante de 4,8%, tras haber caído -1,9% en 2009.
La expansión de la región va más allá de todas las previsiones, sostiene la CEPAL , y las únicas excepciones a este crecimiento generalizado son Venezuela y Haití, que caen -1,6% y -7%, respectivamente.
Es un crecimiento heterogéneo. América del Sur crecerá 6,6%, en tanto México y Centroamérica lo harán 4,9%. La diferencia entre las dos dinámicas es que en América del Sur están los países exportadores de commodities (agrícolas, minerales, energéticos) , que han tenido una extraordinaria mejora en los términos de intercambio y un valor récord en sus exportaciones.


Los precios de los alimentos en el mercado mundial ya superaron los niveles récord de julio/agosto de 2008 , encabezados por una soja que vale U$S 460 la tonelada; el valor del cobre esta semana superó U$S 4,6 la libra, lo que implica alcanzar U$S 10.000 la tonelada, el máximo nivel de su historia.
Más de 70% del crecimiento de América del Sur se debe este año a la demanda del mundo emergente (China / India) . Esto significa que el PBI mundial asciende en 2010 a U$S 69,947 billones (en capacidad de compra doméstica /PPP), de los cuales los países avanzados tienen 49,3% y los emergentes, 50,7%. En este cuadro, China tiene ya -medido en PPP-, un porcentaje mayor que el de EE.UU. del producto mundial (U$S 15,203 billones / 21,7% vs. U$S 14,369 billones / 20,5%). Por eso, el crecimiento de China representa este año 59% del total mundial, mientras que el de EE.UU. equivale a 15%.
El dato central del auge del mundo emergente es que los tres principales (China / India / Brasil) lo hacen a través del consumo interno.
Hoy el consumo chino equivale a 5,8% del total mundial y en 2025 representará 28,8%, más que EE.UU.
Asia no japonesa implica hoy 13,2% del consumo mundial, y en 2025 trepará a 43,2%.
Los términos de intercambio de América del Sur son los mejores de su historia . Si se toma 1999 como base 100, alcanzaron a 154 en 2010. Lo que llama la atención del crecimiento de América del Sur en 2010, y de los 5 años anteriores a la crisis global (2003 /2008), es su contraste con la pobre performance de la región en los 30 años previos.
Desde 1960, la brecha en el ingreso per cápita de América del Sur y el mundo avanzado (EE.UU.) no ha cesado de ampliarse. Era entonces 28% del producto por habitante norteamericano y es ahora 18%. Es lo contrario de lo que ha ocurrido en el sudeste asiático. Entre 1975 y 1990, la productividad latinoamericana -aumento del ingreso per cápita- fue negativa respecto a la de EE.UU. en -1,6% anual, en tanto en el sudeste asiático fue + 1,5% superior.
La diferencia es que la causa principal del crecimiento asiático, sobre todo chino, no ha sido la acumulación de capital (más inversión, mayor fuerza de trabajo), sino el aumento de la productividad de la totalidad de los factores (PTF). El auge de la PTF superó en China más del 50% del total del crecimiento, mientras que la acumulación de capital cayó por debajo del 33%.
Por eso hubo convergencia en los últimos 10 años de China/Asia con los países avanzados, mientras no ocurrió lo mismo en América del Sur, donde hubo alto crecimiento, pero no aumento de la productividad superior a la de EE.UU. La diferencia entre América del Sur y China / Asia no es que la primera exporta materias primas y la otra productos industriales, sino las políticas internas de una y otra región.
En China/Asia, todo depende del incremento de la productividad; esto es, de las reformas pro-capitalistas y de la integración con el sistema globalizado. En América del Sur, las reformas todavía están pendientes.

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viernes, 17 de diciembre de 2010

La nueva economía. Por Aldo Ferrer


(Este pequeño ensayo fue publicado por Aldo Ferrer hacia marzo de este año 2010 bajo la forma de tres notas consecutivas en varios diarios del país)
Durante más de 70 años, desde 1930 hasta la debacle del 2001/02, la economía estuvo sometida a dos restricciones: la externa y la fiscal. Además, en la mayor parte del período (1930-83), la ausencia de reglas para transar los conflictos provocó un escenario de inestabilidad política que agravó los desequilibrios. En el transcurso del siglo pasado predominaron restricciones de carácter externo, fiscal e institucional, que determinaron los déficits en el balance de pagos internacionales y las finanzas públicas, la volatilidad de la actividad económica, la inflación y el lento crecimiento.

Los problemas se agravaron a mediados de los 70, cuando estalló la violencia y comenzó el aumento incesante de la deuda. En ese escenario, el país quedó subordinado a los criterios de los mercados y las condicionalidades del FMI y se redujo radicalmente la libertad de maniobra. Hoy, Argentina ha logrado remover las restricciones externa, fiscal e institucional. Esto configura una realidad económica muy distinta a la del pasado, es decir, una nueva economía argentina. Subsiste, sin embargo, una cuarta restricción, resultado de las tres primeras: la social, consistente en la extrema desigualdad en la distribución de la riqueza y de las oportunidades. LAS TRES RESTRICCIONES. Bajo el modelo de la economía primaria exportadora, inaugurado a mediados del siglo XIX y clausurado con la crisis mundial de los años 30, los pagos internacionales eran la correa de transmisión entre el ciclo económico mundial y la actividad económica interna. Como lo destacó Raúl Prebisch, el modelo era inestable e implicaba la distribución desigual de los frutos de progreso técnico entre el “centro” (los países industriales) y la periferia (economías proveedores de productos primarios). Sin embargo, no existía una insuficiencia crónica de divisas para sostener ese régimen de acumulación y crecimiento ni un déficit fiscal persistente. En el plano institucional, desde la presidencia de Mitre hasta el golpe de Estado de 1930, la política se desenvolvió en el marco de la Constitución, perfeccionada bajo la Ley Sáenz Peña, no existieron, pues, restricciones externa, fiscal e institucional al desarrollo de la economía primaria exportadora. El problema se instaló en 1930, con la crisis mundial, el agotamiento del modelo agroexportador y el golpe de Estado. Comienza entonces la Industrialización Sustitutiva de Importaciones (ISI), con dos rasgos principales: una elevada proporción de abastecimientos importados de insumos y equipos y una baja capacidad de exportaciones de bienes de origen industrial. Es decir, la ISI operaba con un déficit en su balance de pagos internacionales. En una primera fase, la producción industrial permitió ahorrar divisas disminuyendo el coeficiente importaciones/PBI de 25% en 1929 a 10% hacia 1950. Por múltiples razones, este último resultó un piso de largo plazo. En consecuencia, el crecimiento de la economía dependía de la capacidad de pagos externos. Era entonces preciso generar divisas a través de las exportaciones de manufacturas industriales o, como sucedió en los hechos, apelar a los excedentes generados por el sector agropecuario. Debido a la convergencia de factores internos y externos, las exportaciones agropecuarias entraron en un prolongado período de estancamiento. En consecuencia, las fases de expansión de la actividad industrial y, consecuentemente, de aumento de su déficit de divisas, tropezaban con un “cuello de botella” en el balance de pagos, es decir, la “restricción externa”. Una vez que se agotaban las posibilidades de endeudamiento, el epílogo era el ajuste para restablecer el equilibrio perdido. En semejante escenario, las finanzas públicas incurrieron repetidamente en déficit. La restricción institucional provocó políticas erráticas que agravaron las otras dos: la externa y la fiscal. La consecuencia más evidente de estos hechos fue el desorden monetario y la inflación crónica que se instaló a partir de 1945. Así funcionó la economía argentina entre la década de 1930 y mediados de la de 1970, bajo las restricciones externa, fiscal e institucional. Era el régimen llamado de stop go, de contención-arranque. El sistema tuvo un desarrollo mediocre, pero no despreciable, particularmente en su último tramo. Los censos industriales de 1964 y 1974 revelan una transformación notable de la industria con fuertes aumentos de la productividad, el empleo y capacidad competitiva. En 1976, en el marco de la globalización financiera internacional, el gobierno de facto interrumpió el crecimiento manufacturero e introdujo un cambio radical en la naturaleza de las restricciones externa y fiscal. La liberación de la tasa de interés y del movimiento internacional de capitales insertaron a la economía argentina en el orden monetario globalizado y, consecuentemente, en la especulación financiera internacional. Lo hizo, además, con un instrumento peculiar, la “tablita”. La programación del ajuste del tipo de cambio a una tasa muy inferior a la de la inflación provocó una extraordinaria apreciación del peso y, consecuentemente, el drástico deterioro de la competitividad, el aumento de las importaciones y la escalada de elevados déficits “gemelos”, en el balance de pagos y en las finanzas públicas. La “tablita” proporcionó a los especuladores un seguro de cambio gratis y multiplicó las rentas de la llamada “industria financiera”. Esta estrategia provocó el aumento incesante y acumulativo de la deuda externa. Hasta 1976, la deuda había sido una respuesta a las insuficiencias transitorias del balance de pagos y resultado de la característica estructural de la economía argentina, es decir, el déficit de divisas de la ISI. Pero la deuda nunca alcanzó dimensiones inmanejables. Por esa misma razón, los acuerdos con el FMI eran siempre de duración transitoria, hasta que se restablecía el equilibrio de los pagos externos e iniciaba una nueva fase de auge (stop go). A partir de 1976, la deuda externa fue el componente central de la economía. Toda la política económica quedó subordinada a su refinanciación. En tales condiciones, la restricción externa no surgía del comportamiento de la economía real, sino de la posibilidad de acceder o no al crédito internacional. La imposibilidad de generar niveles de superávits primarios suficientes para pagar la deuda agravó el financiamiento del déficit con emisión monetaria y el impuesto inflacionario. El stop go de la economía real bajo la ISI pasó a ser el de la especulación financiera. El FMI adquirió, entonces, nuevos roles: dejó de ser el vigilante esporádico de las cuentas argentinas para asumir el rol de monitor permanente, con el agregado de promover las “reformas estructurales” del Consenso de Washington. Al final, la macroeconomía estalla bajo el impacto de los crecientes e inmanejables déficits del balance de pagos y las finanzas públicas. En 1983 culminó la experiencia iniciada en 1976. Las restricciones fiscal y externa eran entonces insoportables, como volverían a serlo, más tarde, en el epílogo de la misma estrategia en la década de 1990. Alfonsín condujo al país a su reencuentro con la democracia pero no logró zafar de la deuda y las restricciones externa y fiscal. Menem culminó la transformación iniciada en 1976. Adhirió incondicionalmente al paradigma neoliberal. El régimen de convertibilidad era la dolarización del sistema monetario y la renuncia a tener una política económica. Definitivamente, la marcha de la economía quedaba subordinada al movimiento de capitales especulativos. Al mismo tiempo, se transfirieron a manos privadas los activos principales. Los ingresos por las privatizaciones, más el reinicio de la corriente de capitales especulativos una vez concluida la crisis de la deuda latinoamericana provocaron un auge inicial de la economía. En este escenario, el tipo de cambio fijo permitió estabilizar el nivel general de precios. Pero la restricción externa se multiplicaba con la apreciación del peso, la pérdida de competitividad de la producción nacional y el aumento de la deuda. El apoyo del FMI y los “canjes y megacanjes”, generaron rentas extraordinarias en los intermediarios. Como lo anticipó el Grupo Fénix de la Universidad de Buenos Aires en setiembre de 1991, el sistema se encaminaba inexorablemente al derrumbe de la seguridad jurídica, es decir, de los contratos entre residentes denominados en dólares y al default sobre la deuda externa. Las restricciones externa y fiscal bajo la ISI no impidieron un crecimiento considerable de la economía argentina y una mejora de las condiciones sociales. En cambio, bajo el paradigma neoliberal, el período 1976-2001/02, fue el peor de la historia económica argentina.


Las restricciones externa y fiscal que prevalecieron durante más de 70 años y analizamos en la nota anterior (publicada por El Sol el lunes 29 de marzo) influyeron en la formación de la opinión pública y las ideas económicas. Las aguas se dividieron en torno de la determinación de las causas y consecuencias de esos problemas. Para la visión nacional del desarrollo, era posible e imprescindible resolver la restricción externa, profundizando el desarrollo industrial y la capacidad exportadora de manufacturas y de productos primarios. En el enfoque del desarrollismo ortodoxo, cuyo mayor exponente fue Rogelio Frigerio, lo fundamental era integrar las cadenas de valor con el pleno desarrollo de las industrias de base (acero, aluminio y celulosa, entre otras) y el autoabastecimiento energético. El capital extranjero era un instrumento del necesario shock inversor y transformador de la estructura y la inserción internacional del país. Como recordé en mi nota en Buenos Aires Económico del 8 de mayo del 2008, en un diálogo que mantuvimos hace años, Frigerio escuchó la reiteración de mi argumento sobre la importancia relativa del ahorro interno y el capital extranjero. Su comentario fue que la cuestión no era cuán importante eran uno u otro, sino que, en las condiciones prevalecientes en el gobierno de Frondizi, no había posibilidad alguna de reorientar la inversión del ahorro interno hacia los objetivos estratégicos del desarrollo. Por lo tanto, el shock inversor había que producirlo con inversiones externas dirigidas a los objetivos buscados. El enfoque desarrollista aperturista y más apoyado en los recursos propios tomaba nota de los límites de la Industrialización Sustitutiva de Importaciones (ISI), aun con el pleno y necesario desarrollo de las industrias de base y el autoabastecimiento energético. Era entonces preciso, también, exportar manufacturas de creciente valor agregado, con la participación de las tecnologías de frontera, como la microelectrónica y la informática. Se trataba, entonces, de formar una “economía integrada y abierta”, con una amplia base de sustentación en los recursos naturales y la industria, con capacidad de gestionar el conocimiento en todo el arco de las tecnologías disponibles y la capacidad original de innovación. En este escenario del pensamiento del desarrollo nacional, se debatió la relación campo-industria dentro de una estructura desequilibrada, según la expresión de Marcelo Diamand, quien demandaba otorgar condiciones de competitividad a toda la producción de bienes sujetos a la competencia internacional, a través de tipos de cambio diferenciales y otros instrumentos de política económica. Dentro de estas perspectivas, la eliminación de la restricción externa permitía aumentar el ahorro interno, consolidar la solvencia fiscal y los equilibrios macroeconómicos y, por lo tanto, fundar, en los recursos propios, la fuente fundamental de la acumulación, fortaleciendo el protagonismo de las empresas argentinas. Pero las restricciones externa y fiscal promovieron otro tipo de respuesta, la de cuño liberal, la cual, con el agregado dominante de la dimensión financiera y su preferencia por las paridades sobrevaluadas, constituyó la versión neoliberal de la ortodoxia. Este enfoque tuvo éxito en generalizar el convencimiento de que el país no puede funcionar sin crédito externo y que el ahorro interno es insuficiente para sostener una tasa elevada de acumulación de capital. De ese modo, una preocupación dominante de la política económica fue atraer capital extranjero como inversiones privadas directas y créditos internacionales. El objetivo era, entonces, “transmitir señales amistosas a los mercados” para atraer capitales foráneos. En plena crisis del 2001/2002, este enfoque culminó con la propuesta de la banca offshore y la dolarización del sistema monetario. Es decir, el abandono definitivo de la conducción nacional de la política económica y la subordinación plena del país a los dictados del FMI y los mercados financieros. Sumergidos en el orden global, terminaríamos con la “restricción externa” porque el país pasaría a ser un apéndice del sistema mundial. De paso, acabaríamos con los disparates de los que piensan que el país puede crecer, sin restricción externa, descansando en sus propios recursos, que cada país tiene la globalización que se merece en virtud de la fortaleza de su densidad nacional y que Argentina puede estar plenamente integrada al mundo en el comando de su propio destino. LA RESOLUCIÓN DE LAS RESTRICCIONES EXTERNA, FISCAL E INSTITUCIONAL. En los últimos años se ha producido un cambio radical en el comportamiento de la economía. Desde la salida de la crisis del 2001/2002, los pagos internacionales vienen operando con un elevado superávit en el balance comercial y en la cuenta corriente del balance de pagos. Este último registra ocho años consecutivos positivos, hecho inédito en la historia económica del país. En el 2009 alcanzó 3% del PBI y cabe esperar un superávit semejante en el 2010. A su vez, la balanza comercial registra saldos positivos anuales superiores a los u$s15.000 millones. Estos hechos obedecen a causas múltiples. Una de ellas es el notable incremento del volumen de la producción rural, particularmente de cereales y oleaginosas, con el fuerte aumento de las exportaciones favorecido, al mismo tiempo, por las tendencias expansivas del mercado mundial de alimentos. Otra, el abandono de la convertibilidad y la apreciación del peso, que estimuló la producción de manufacturas de origen industrial, tanto para el mercado interno como el internacional. Como esta década el superávit externo se sostuvo a pesar de un crecimiento acumulado del PBI de más de 60% y un aumento comparable del producto manufacturero, cabe concluir que la restricción externa y el ciclo de stop and go de la ISI son problemas del pasado. Las tendencias actuales de la economía mundial y la dotación de recursos de nuestro país sugieren que perdurará el superávit en los pagos internacionales. Si en este contexto se mantiene un tipo de cambio de equilibrio desarrollista (TCED), cabe suponer que la economía nacional funciona ahora con un superávit externo estructural, de largo plazo. ¿Y qué sucede con la restricción externa y el ciclo derivado de la deuda externa? Entre el 2003 y la actualidad, la relación deuda externa pública y privada/ PBI bajó de 160 a 40 por ciento. Desde el momento en que se logró salir del default, con el exitoso canje de deuda del 2005, el pago al FMI y encuadrar los pagos dentro de límites manejables con recursos propios, también aquí se produjo un cambio radical. En el sector privado no financiero, el coeficiente de endeudamiento bajó 70% y la cartera irregular con los bancos locales de 22 a 7%; es decir, la restricción externa y el ciclo stop and go de la deuda serían, también, problemas del pasado. La solución de la restricción externa facilitó resolver la restricción fiscal derivada de los déficits crónicos de las finanzas públicas. La recaudación tributaria nacional aumentó en 10 puntos del PBI para ubicarse cerca de 30% del producto, proporción razonable en una economía del ingreso medio argentino. En esto influyeron el aumento de la actividad económica y la mejora en la gestión administrativa del sistema tributario. Del lado del gasto, la quita sobre la deuda resultante del canje contuvo los servicios en límites manejables para el presupuesto. En el mismo sentido operó la incorporación, en la esfera pública, de los recursos del sistema previsional, que constituyen parte principal del ahorro interno. El comportamiento de las finanzas públicas desde la salida de la crisis del 2001/2002 demuestra que la restricción fiscal puede ser, también, un problema superado. Estos cambios ocurren en un escenario político institucional también distinto. Desde el regreso definitivo a la democracia en 1983, Argentina se está acostumbrando a resolver sus problemas en el marco de la Constitución, con tensiones, pero en paz y sin violencia. El país tuvo en el pasado una “restricción institucional”, agregada a las externa y fiscal. Ahora, aquella puede ser también un problema del pasado. En la experiencia reciente, aun los temas más polémicos (por ejemplo, la resolución 125, las reformas de los regímenes previsional y de medios audiovisuales y el uso de las reservas del Banco Central), se procesan conforme las reglas constitucionales y la división de poderes propia de una sociedad democrática. En las últimas dos notas destaqué que los cambios producidos en el transcurso de esta primera década del siglo XXI han dado a luz una nueva economía argentina, liberada, simultáneamente, de las tres restricciones (externa, fiscal e institucional) que, en el pasado, malograron su desarrollo. Si la transformación no se frustra por la repetición de las decisiones del pasado, la nueva economía argentina permite recuperar la conducción soberana del proceso de desarrollo y la renovación profunda de las ideas económicas. Detengámonos, brevemente, en estas dos cuestiones. LIBERTAD DE MANIOBRA DE LA POLÍTICA ECONÓMICA. Es ahora posible sostener los equilibrios macroeconómicos, en los pagos internacionales, la moneda y las finanzas públicas, con recursos propios. Esto proporciona capacidad operatoria y autonomía a la política económica y permite la existencia de un Estado desarrollista. En tales condiciones, el objetivo deja de ser “transmitir señales amistosas a los mercados” y satisfacer las condicionalidades y “reformas estructurales” promovidas por el FMI. Al recuperar la conducción soberana de la economía nacional, el objetivo es sostener, simultáneamente, los equilibrios macro e impulsar el desarrollo económico y social. En la nueva realidad, la política económica tiene suficiente fortaleza para resistir tensiones como, por ejemplo, una crisis mundial de gran escala como la actual, sin que la economía nacional descarrile. LAS IDEAS ECONÓMICAS. Vimos cómo la interpretación de las restricciones externa y fiscal influyeron en las ideas económicas en nuestro país. El enfoque ortodoxo sustenta en tales restricciones la dependencia inevitable del país del financiamiento externo y, consecuentemente, del monitoreo de los mercados y el FMI. En consecuencia, serían imposibles, en Argentina, políticas nacionales de desarrollo, al estilo, por ejemplo, de la de los Tigres Asiáticos y China. En otros términos, nuestro país sería “estructuralmente” impotente para proponerse y ejecutar con éxito un proyecto nacional de desarrollo, abierto e integrado al mundo, en el ejercicio soberano de su política económica. La visión ortodoxa rechaza la posibilidad de un país parado en sus propios recursos, una política económica autónoma y, en definitiva, un Estado desarrollista. La realidad actual demuele los fundamentos del imaginario neoliberal de un sistema subordinado a restricciones supuestamente insalvables y, consecuentemente, al monitoreo externo. Hace ya muchos años que sostengo que los criterios del FMI y los mercados son instrumentos de las visiones e intereses locales asociados a la estructura productiva del país periférico y dependiente. La visión ortodoxa ha experimentado una suma de calamidades. En efecto, se han sumado, en su contra, hechos categóricos. A saber: la debacle producida por sus políticas que culminaron en el caos del 2001/02 y la recuperación posterior del país parado en sus propios recursos y políticas soberanas. A su vez, el descrédito del imaginario neoliberal en el orden global, por la monumental crisis desatada por las políticas de ese cuño, debilitaron el marco de referencia externo de la ortodoxia criolla. En esta materia, la situación actual es semejante a la de la década de 1930, cuando el derrumbe de la ortodoxia neoclásica dio lugar, en los países industriales, a la revolución teórica keynesiana y, poco después, en América latina, al pensamiento estructuralista y la propuesta desarrollista. La confrontación de ideas económicas y el actual debate sobre el curso de la política económica en Argentina forma parte de una polémica mucho más amplia a nivel global, y en América latina en particular. Como sucedió con Keynes en la caída de 1930, la visión ortodoxa está sujeta en la actualidad a la revisión crítica desde la academia de los países centrales a través, por ejemplo, de economistas como Stiglitz, Krugman y Rodrick e, incluso, de dirigentes conservadores, como el presidente Sarkozy. En América latina, y en particular en Brasil, tiene también lugar un áspero debate sobre estas cuestiones. En la visión de un economista brasileño, el ex ministro de Hacienda Luiz Carlos Bresser Pereira, es preciso un “nuevo desarrollismo” que rescate el pensamiento estructuralista latinoamericano, fundado, principalmente, en Raúl Prebisch y Celso Furtado. Según Bresser, ese nuevo desarrollismo se sustenta en tres ejes: tipo de cambio competitivo, solvencia fiscal y un Estado desarrollista, capaz de promover el desarrollo y el cambio social fundado, esencialmente, en la movilización del ahorro y recursos internos. Conviene ubicar el tratamiento de todos los problemas actuales en el escenario abierto por el surgimiento de una nueva economía argentina. Sin embargo, la discusión de cuestiones como el uso de las reservas del Banco Central, el canje de los holdout y la “vuelta a los mercados”, se realiza conforme a la experiencia del pasado, es decir, la vigencia de las restricciones externa y fiscal, actualmente inexistentes. De este modo, el financiamiento externo se coloca en el centro del escenario, a pesar de que el país cuenta con una tasa de ahorro interno del orden de 30% del PBI y un sustantivo superávit en sus pagos internacionales. En tales condiciones, el objetivo necesario y posible no es “volver a los mercados”, sino retener y reciclar los recursos propios en el proceso productivo. Es decir, afirmar el convencimiento de que el lugar más seguro y rentable para invertir el ahorro argentino es el propio país. Entonces, los mercados volverán solos sin ir a su encuentro con “señales amistosas” innecesarias. El debate actual sobre la situación y el rumbo de la economía argentina debe encuadrarse en la nueva realidad abierta por la resolución de las restricciones externa, fiscal e institucional. Es preciso tomar nota de las posibilidades que se abren, en el nuevo contexto, a un país con el potencial del nuestro. En el escenario mundial, son pocos los países que cuenten con la siguientes constelación de factores: un territorio de gran dimensión (el octavo más grande del mundo) ampliamente dotado de recursos naturales diversos; producción excedentaria en dos sectores esenciales: alimentos y energía y una población de respetable nivel cultural capaz de gestionar los conocimientos de frontera (recordemos al Invap y la revolución tecnológica en agricultura). Esto, en un contexto en el cual se han eliminado las restricciones externa, fiscal e institucional. Argentina está ahora en condiciones de enfrentar la eliminación de la restricción fundamental que aún subsiste: la desigualdad en las condiciones de vida de la población y en las oportunidades de despliegue de las capacidades individuales. Este es el desafío que enfrenta la República, en estos inicios del Tercer Centenario de la Revolución de Mayo.
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jueves, 16 de diciembre de 2010

La primarización. Por Daniel Muchnik

La familia Rocca, que es la titular del grupo siderúrgico multinacional Techint , siempre se ocupó de señalar, en público, los elementos que impiden un desarrollo industrial sólido y sostenido en el país. Lo hizo Agostino, el fundador de la dinastía, su hijo Roberto y ahora le toca el turno al nieto, a Paolo, cada uno de ellos en distintos momentos históricos de la Argentina y en todos marcaron las carencias del Estado o la inoperancia de los propios empresarios.

En la segunda jornada de la reciente Conferencia de la Unión Industrial, Paolo Rocca dijo que las recetas económicas de los primeros años de la salida de la crisis de 2001/2002 dejaron de ser adecuadas en esta nueva etapa y pidió previsibilidad en las acciones de los gobiernos, nacional y provinciales. Sin demasiadas vueltas Rocca se plantó frente a la audiencia y reclamó mayor industrialización porque “ la primarización de la economía ---sentenció textualmente ---puede ser un atractivo en el corto plazo, pero en el fondo es un acuerdo con el diablo”.
En esa dirección la posición de Rocca no se diferencia de la de aquellos economistas que juzgan que la matriz productiva local es la misma de las décadas pasadas y eso implica estancamiento, falta de renovación, ausencia de nuevas tecnologías , escasa utilización de la ciencia. Un país que no ha modificado la obtención de sus riquezas y por lo tanto utiliza menos mano de obra, menor creatividad industrial, menor abastecimiento para el mercado local y el comercio exterior. Con un bache tecnológico con el hemisferio norte que cada vez se ensancha más.
En definitiva hay que encontrar la justa medida en la actual pugna entre la soja y otras commodities y la producción de bienes elaborados, los que contienen valor agregado, con mano de obra local. Argentina ha crecido en los últimos años, pero con producción primaria, buenos precios internacionales y viento de cola que ha durado para alegría de algunos sectores.. Rocca contó que la participación de la industria en el Producto Bruto Interno del país es menor a la de los países del sudeste asiático, con tendencia decreciente. Mientras en el Asia trepó del 20 al 24 por ciento, en América Latina bajó del 18 al 15 por ciento.
Sin duda mantener el viejo esquema productivo es “tentador” para el Gobierno. Es que entre el 30 y el 40 por ciento de los gravámenes que ingresan al Estado provienen de Impuestos sobre el sector primario. De lo que no se dan cuenta la autoridades (o acaso miran para otro lado) es que esta presión concluye golpeando en un incremento de la inflación y en un deterioro competitivo del tipo de cambio, que daña las ventas externas.
Estas reflexiones no caen bien en la Casa Rosada. En la mencionada Conferencia de la UIA, la presidente Cristina Fernández subrayó que en los diez primeros meses de 2010 el superávit comercial externo fue de 11.426 millones de dólares y la manufactura industrial ocupó el 34 por ciento del total.
Es un dato relevante pero habría que desmenuzar los ítems de la exportación industrial porque fueron sólo los automotores colocados en Brasil, donde la demanda de esas unidades ha crecido con solidez, los que cubrieron la mayor parte de los envíos fronteras afuera. Y al mismo tiempo que se consolidan las exportaciones también aumentan las importaciones. Esto es por un viejo problema de arrastre del empresariado local : importa para achicar los costos, en especial de mano de obra. Rocca advirtió que desde 2002 , los salarios en dólares aumentaron un 22 por ciento, en tanto la productividad en la industria sólo rozó el 4 por ciento.
La primarización es dolorosa en el mediano y largo plazo. Se exporta con escaso valor agregado lo que no da lugar al ingreso de inversiones de alto nivel tecnológico. La generación de empleo es mínima y esto multiplica la exclusión social de los que habían sido preparados para tareas industriales . Esta realidad puede derivar en la llamada “enfermedad holandesa” : en la década del sesenta aumentaron considerablemente los ingresos de divisas y de inversiones extranjeras en los Países Bajos por el descubrimiento de importantes yacimientos de gas natural en el Mar del Norte. Pero la euforia dejó de serlo cuando nada de aquello fue una buena noticia : se socavaron las exportaciones tradicionales y se causó un daño irreparable a las manufacturas locales.
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domingo, 12 de diciembre de 2010

De Anchorena a Grobocopatel. Por Daniel V. González


En las últimas décadas, en forma silenciosa, se produjeron cambios decisivos en el agro argentino.

Tuvimos noticias de ellos recién cuando estalló, en marzo de 2008, la crisis entre el gobierno nacional de Cristina Kirchner y la Mesa de Enlace, que reúne a las entidades más representativas del campo (Sociedad Rural Argentina, Confederaciones Rurales Argentinas, Coninagro y Federación Agraria Argentina). Este trabajo intenta analizar ese fenómeno.


El día que todo empezó a cambiar

En marzo de 2008 algo hizo eclosión en la sociedad argentina.Miles de hombres y mujeres de todo el país convergieron hacia las rutas, las cortaron y manifestaron con dureza su disconformidad con la política económica del gobierno de Cristina Kirchner hacia el sector rural.Por su extensión, su impacto y sus consecuencias sobre la política argentina, la rebelión agraria puede compararse con el 17 de Octubre de 1945. Este parangón dista de ser exagerado: en aquella jornada histórica el país cambió de rumbo hacia un intento de industrialización fundado en una alianza social encabezada por el Ejército e integrada por la joven clase obrera urbana, una porción de los industriales locales volcados al mercado interno y vastos sectores sociales de la ciudad y la campaña, postergados durante décadas.Esta vez, claro está, los protagonistas fueron distintos. Se trataba de un vasto conglomerado agrario de pequeños, medianos y grandes propietarios y arrendatarios, al que se sumaron también los peones rurales, los trabajadores y empresarios de las múltiples industrias y comercios vinculados al sector agrario (fabricantes de maquinarias e implementos para el agro, comerciantes de semillas, fertilizantes, etcétera) y anchas franjas de los pobladores de las ciudades y pueblos del interior del país.En uno y otro caso, la Argentina toda tuvo noticias de la irrupción de una realidad económica y social ignorada, con aspiraciones a una reformulación de la distribución del poder político en el país. En uno y otro caso, la rebelión ha planteado y demandado la necesidad de un viraje político y económico en el rumbo nacional.Podrá decirse que esta rebelión, en tanto tiene nuevos protagonistas, carece de la dimensión épica de aquellas jornadas de 1945, que el pobrerío que apoyaba la política industrializadora de Perón está muy lejos e incluso es antagónico de los chacareros que concurrían a los cortes de ruta en sus modernos vehículos de doble tracción, muchos de ellos propietarios de apreciables y valiosas tierras, pero ello no invalida en lo más mínimo el impacto político y económico de la revuelta rural, ni su legitimidad.A partir de ahí, sin lugar a dudas, comenzó el ocaso del gobierno encabezado por el matrimonio Kirchner, iniciado cinco años antes y ratificado con la elección de Cristina Kirchner en octubre de 2007. La relación de fuerzas en la sociedad argentina ha cambiado y se ha abierto un nuevo camino que todavía carece de definiciones precisas. Pero el rechazo al anterior estado de cosas, ya es una definición contundente.Los resultados de la rebelión agraria pudieron verse con claridad en las elecciones del 28 de junio de 2009, en la que el oficialismo fue duramente derrotado en las urnas en las principales ciudades argentinas y en la Capital Federal. Miles y miles de votantes que seis meses atrás habían dado su apoyo electoral a Cristina Kirchner, mudaron su voto hacia las opciones opositoras. Y la razón determinante de este cambio fue el conflicto con el campo o, mejor dicho, el modo, los tonos y humores con los que el gobierno nacional enfrentó la crisis por las retenciones móviles.La visión del nacionalismo de la posguerraEn el último cuarto del siglo XIX, Argentina se había insertado definitivamente en el mercado mundial como proveedora de alimentos y materias primas para la Europa desarrollada, especialmente Gran Bretaña, el “taller del mundo”. Si la federalización de Buenos Aires en 1880 marca el final de nuestras luchas civiles con el triunfo del Interior sobre la Capital, también señala el inicio de una prosperidad económica que parecía no tener límites. Hacia el Centenario, Buenos Aires –el núcleo esencial del país agrario y ubérrimo- era una ciudad comparable a las principales capitales de la Europa civilizada e industrial.La discusión sobre el rumbo del país en los años previos, tras la caída de Rosas, se había manifestado en dos bandos ideológicos irreconciliables, con ideas y propuestas bien nítidas respecto de qué debía hacerse con la política económica nacional. El debate entre liberales y nacionalistas no era una simple confrontación de ideas abstractas sino un episodio en el que se expresaban dos conceptos, dos posibilidades, dos alternativas para el país en los años que vendrían.Quienes vislumbraban en la posibilidad de un país industrial, abogaban por el proteccionismo aduanero, llave maestra para que la industria local, preservada de la competencia con los artículos producidos por el maduro capitalismo europeo, intentara alcanzar también su propio camino de crecimiento y consolidación manufacturera.El liberalismo, al contrario, con su propuesta de libertad comercial sin límites, prácticamente condenaba todo atisbo industrialista y favorecía la consolidación de nuestro destino pastoril. Nuestro rumbo agrario estaba fuertemente favorecido por nuestras ventajas comparativas naturales. Si se pretendía la industrialización, ésta sólo podía venir de mano de la intervención estatal, el proteccionismo y la transferencia de una porción de la renta agraria hacia la industria naciente.En varios momentos de su historia, Argentina debatió acerca de la industrialización. Primero, prácticamente desde la Revolución de Mayo, fueron las provincias interiores (y en parte el litoral) contra el gobierno de Buenos Aires que, en propiedad de la aduana, determinaba la política comercial para todo el territorio. Luego, hacia 1870, hubo un fuerte debate en la Cámara de Diputados de la Nación que tuvo como protagonistas a Carlos Pellegrini, Miguel Cané, Lucio Vicente López y otros. Allí también se debatió qué política convenía al país en ese momento. Si un fuerte proteccionismo que favoreciera a la débil industria local o el librecambio que favorecía el camino hacia el desarrollo agrario y, muy probablemente, puramente agrario.Hacia 1880 esa discusión concluye: las condiciones del mercado mundial y la debilidad de las fuerzas sociales que pudieran sostener con éxito una política de industrialización firme y coherente, sellaron el rumbo de la economía nacional por medio siglo, hasta la crisis de 1930.Toda la economía nacional, durante esos cincuenta años, se ordenó en función del irresistible impulso del mercado mundial, que nos ofrecía la prosperidad al alcance de la mano, con sólo producir alimentos para el mundo industrializado. Pero este camino indujo el sacrificio de nuestra propia industrialización. Otros países, sin embargo, que para la misma época, estuvieron en situación similar a la nuestra (Canadá, Australia, Nueva Zelanda) luego lograron industrializarse sin sacrificar su producción agraria.Las voces que habían clamado por la protección industrialista, se llamaron a silencio ante la evidencia abrumadora de una prosperidad que venía de la mano de la producción agropecuaria. Recién hacia los años veinte aparece la voz solitaria de Alejandro Bunge que, en su libro Una nueva argentina, comienza a plantear, incluso con timidez, la necesidad de dar un giro en la economía.La industrialización argentina comenzó de un modo tortuoso, no al abrigo de un planificado impulso estatal sino como consecuencia de nuestra desconexión obligada del mercado mundial, en razón de la caída del comercio mundial y la falta de divisas para importar. Esto ocurrió en 1930, con la crisis, debido a que el Reino Unido decidió priorizar a otras naciones –las integrantes del Commonwealth- en el intercambio comercial de alimentos.La crisis significó para todos los países del mundo y también para el nuestro, importantes restricciones en la balanza comercial debido a la estrepitosa merma del comercio mundial. Con el descenso de nuestras exportaciones, el gobierno debió restringir las compras al exterior y muchos productos extranjeros fueron reemplazados por producción nacional. Cuando la crisis mundial comenzaba a ceder y el flujo comercial empezaba a restablecerse, sobrevino la guerra, que robusteció nuestro aislamiento y redobló el impulso a la industria naciente.Esa industria incipiente se sumó a la ya existente y a los servicios que durante décadas había generado nuestra estructura agraria-exportadora (frigoríficos, ferrocarriles, sistema bancario y financiero, etc.) y fue el germen, junto con un Ejército con una fuerte vocación industrialista, del surgimiento del peronismo tras la revolución de 1943.El peronismo nace, así, enfrentado con la estructura agraria que reinaba en la posguerra. Su discurso tiene, desde el comienzo, un fuerte tono contra los grandes propietarios terratenientes, núcleo esencial del poder y de la producción en los años previos.El país agrario aseguraba la prosperidad al territorio y la población de los alrededores del puerto, en un semicírculo que abarcaba el centro y sur de Santa Fé, el este y sur de Córdoba, el norte de La Pampa y toda la provincia de Buenos Aires. Fuera de esa zona, salvo algunos bolsones en los que las producciones regionales habían generado la posibilidad de micro climas económicos autosustentables, el resto del país –especialmente el noroeste- dependía crecientemente del empleo público y de las transferencias del estado nacional.El enfrentamiento de Perón, en los inicios de su movimiento, con los productores agrarios de aquella época, tenía raíces políticas, económicas e ideológicas.Tras el derrocamiento de Yrigoyen, el antiguo núcleo de poder que sostenía la estructura económica Argentina, había recuperado el gobierno y lo había consolidado luego de las elecciones fraudulentas posteriores. Pero la crisis del país agrario ya era irreversible. Perón aparecía como el emergente de un nuevo proyecto enfrentado al antiguo y enderezado hacia la modernización productiva con eje en la industrialización.Y este proyecto, cuya edad de oro transcurre en el lustro que se inicia con la finalización de la guerra mundial, sólo podía sostenerse con la apropiación de una parte de la renta agropecuaria para financiar a la industria naciente. Esta política fue instrumentada a través del IAPI (Instituto Argentino para la Promoción del Intercambio) mediante la existencia de tipos de cambio diferenciales que restaban ingresos al sector agropecuario y los trasladaban a la industria bajo la forma de insumos y maquinarias importadas a menor precio, créditos baratos, fortalecimiento del mercado interno, etcétera.Nacionalismo y liberalismo En lo ideológico, la distancia entre los dos proyectos era también importante. El librecomercio había sido la filosofía reinante durante los 50 años de prosperidad agraria. En el transcurso de esos años, Argentina vivió despreocupada de cualquier intento de industrialización y las ideas económicas que emanaba Gran Bretaña, fundada en sus propias necesidades de penetración en los mercados mundiales y que habían sido sistematizadas por Adam Smith en La Riqueza de las Naciones, venían como anillo al dedo al agro argentino, depositario de nuestra “ventaja comparativa”. Esta teoría daba sustento ideológico a lo que ya era una irresistible realidad material: la complementación entre la granja argentina y el taller británico.La “división internacional del trabajo” era la racionalización de nuestro rol en ese mundo que tenía a Gran Bretaña como su foco industrial. Proveerla de alimentos y materias primas baratos era algo para lo cual teníamos ventajas concedidas por la Naturaleza a nuestras pampas que, sin mayores cuidados ni atenciones, producía carnes y cereales para alimentar al mundo industrial.Es en esta época que nacen los postulados básicos del nacionalismo económico, dictados por las condiciones y demandas de la época. Y eran aproximadamente éstos:El estado debía encarar aquellos proyectos de largo alcance, imprescindibles para el país y que los empresarios nacionales no estaban en condiciones de impulsar, dada su debilidad económica: acero, petróleo, fabricación de aviones, ferrocarriles, marina mercante.La modernización de la economía era sinónimo de industrialización. El país debía producir por sus propios medios todos los bienes de consumo que fuera posible y que antes importaba. Los industriales recibían todo el apoyo del estado mediante protección arancelaria, tipos de cambio diferenciales, créditos baratos, fortalecimiento del mercado interno.El Estado, imbuido del pensamiento militar, planificaría la economía para el mediano y largo plazo. Los planes quinquenales eran la expresión de esa voluntad.La inversión extranjera jugaba un papel secundario y marginal dentro del este esquema. La “independencia económica” y la filosofía de “combatir al capital” abonaban el camino hacia un rechazo de las inversiones de capital extranjero. El imperialismo inglés (y luego el norteamericano) norteamericano era visualizado como uno de los elementos más importantes que sofocaban el ímpetu de crecimiento argentino.Conforme a estos puntos de vista de los primeros años del peronismo, la Argentina era un país que mantenía su condición colonial o semicolonial por su dependencia, primero de Gran Bretaña (que la había condenado a su condición meramente agraria, en beneficio de su industrialización) y ahora, por el poderoso capitalismo norteamericano, cuyas inversiones se destinaban a rubros, cuya producción en modo alguno hacía que el país se pudiera encaminar hacia su independencia económica.La particular configuración de las sociedades atrasadas generaba en el país dos bloques de intereses económicos antagónicos. Uno, vinculado a la estructura económica agraria, complementaria de la industria británica, integrado por las clases sociales ligadas a la inserción argentina en el mercado mundial como proveedora de alimentos: los productores agrarios, los empresarios vinculados a este sistema, las clases medias urbanas influenciadas por los valores dominantes, todo el sistema de intereses ligado a los servicios del país agrario (bancos, seguros, burocracia pública y privada, transporte, etc.).Del otro lado, acaudillado por el Ejército de formación nacionalista, el nuevo país en cierne: la débil burguesía nacional, los obreros de las industrias agroalimentarias y de servicios vinculadas al país agrario y los nuevos trabajadores de las industrias livianas promovidas por la crisis del 30 y la guerra mundial. También los peones rurales, el pobrerío del interior postergado, las franjas más pobres de la clase media urbana. Dos bloques de intereses que significaban dos proyectos: el país agrario, atrasado, oligárquico y excluyente y el nuevo país industrial, moderno, capitalista, urbano, que significaba la creciente incorporación de amplias franjas de postergados, que carecían de futuro en la estructura productiva que sucumbió en 1930.El camino marcado por el golpe de estado de 1943 y ratificado por el 17 de octubre de 1945 tenía como objetivo la industrialización y para ello, Argentina necesitaba el financiamiento de la renta agraria.En otras palabras: conforme al pensamiento nacionalista de la época, el gran capital imperial en alianza con los poderosos beneficiarios de la estructura agraria local, eran los causantes del atraso nacional pues propiciaban un modelo económico que excluía a la industria y condenaba al país al atraso agrario y pastoril.La lucha por el crecimiento económico no era otra cosa que un tránsito del país agrario hacia la industrialización. Un nuevo país llegaba de la mano de las fábricas y los trabajadores y sepultarían al viejo orden de ganaderos rentistas, que con su improductividad arriesgaban el proyecto industrializador del país. Tal la visión de los primeros años del peronismo.Cabe preguntarse si casi setenta años después, este paradigma ideológico conserva aún una lozanía que le conceda validez para interpretar la realidad política argentina actual, completamente distinta a la de aquellos años de posguerra. Si todo este tiempo transcurrido no ha cambiado la realidad política, social y económica existente hacia mediados del siglo XX, haciendo que la estructura del pensamiento nacionalista de aquellos años, carezca ya de eficacia para interpretar la realidad actual y que, en consecuencia, se haya transformado en una cáscara vacía de contenido, en un prejuicio que entorpece todo intento de comprensión de la realidad actual, con el pretexto de sostener las “viejas banderas de la revolución”.El ganadero latifundistaEl ganadero latifundista, que subexplotaba su extenso campo era, para aquel primer peronismo, una doble maldición: privaba al mercado local de alimentos abundantes y además despilfarraba alegremente las posibilidades de acumulación nacional en tanto la reproducción de su ciclo productivo no demandaba inversiones.Jorge Abelardo Ramos expresó con claridad (en 1968) este punto de vista:“Si la base de la política de Perón consistía en industrializar por medio de las divisas obtenidas de las exportaciones, la tendencia desfavorable entre los precios de las materias primas argentinas y los precios de los bienes de capital importados revelaron que esa vía era demasiado estrecha y vulnerable. Pues el aumento de la población y el nuevo nivel de vida demostraron que los argentinos tienden a consumir en su totalidad los alimentos que fueron tradicionalmente la fuente exterior de las divisas.Lo que ha ocurrido es muy sencillo. Mientras que la población se ha triplicado desde 1910, la producción agrícola-ganadera ha permanecido estacionaria”.Y agrega:“El auge de la ganadería extensiva concluyó con la explotación rutinaria de la zona pampeana, la más fértil y rica; la ganadería extra pampeana debió resignarse a producir carne para el mercado interno.La oligarquía ganadera se constituyó como una clase rentística y no productiva, educada durante generaciones en la idea de que la Naturaleza y no el trabajo humano invertido en la explotación de la estancia proveía su fortuna”.Y planteaba una disyuntiva de hierro:“O el pueblo argentino suprime el consumo de su alimento básico tradicional, o la economía argentina se paralizará por ausencia de saldos exportables. Desde cualquiera de los dos puntos de vista la crisis está planteada” (Historia de la Nación Latinoamericana).El eje de la condena al agro estaba centrado en la ominosa y patriarcal figura del ganadero latifundista. El personaje paradigmático de un agro que tras la crisis del 30, no había encontrado un nuevo rumbo y que, además, representaba a un país que ya carecía de una perspectiva ante los cambios ocurridos en el mundo tras la Segunda Guerra.El ganadero era la viva imagen del latifundista que pasaba la mitad del año en Europa, donde despilfarraba en gustos excéntricos las posibilidades de acumulación industrial. Un rentista ajeno a la dinámica de acumulación que exigía la nueva sociedad industrial.Esta visión maltusiana y en cierto modo estática, provenía del comportamiento cuasi rentístico de los grandes productores agrarios, especialmente pecuarios. El estancamiento de la producción estaba en el centro de los reproches que se hacían al campo. Se decía que los grandes latifundistas no respondían a los estímulos capitalistas (sistema de precios) y que la oferta agropecuaria tenía un grado de rigidez que la transformaba, incluso, en uno de los pilares estructurales de la inflación.El economista Aldo Ferrer, por ejemplo, escribió (en 1968) que “en cuanto a los grandes propietarios territoriales, su comportamiento parece no estar regulado por las normas habituales de conducta del empresario en el sistema capitalista”. Ferrer llegaba a la conclusión que este comportamiento justificaba un cambio en el régimen de tenencia de la tierra y propiciaba una “reforma agraria”.Según los enfoques de la época, la conducta de los grandes terratenientes condenaba al agro argentino a bajos niveles de producción y productividad:“Un campo puede estar insuficientemente trabajado pese a lo cual puede proporcionar un monto suficiente de ingresos al propietario como para permitirle un alto nivel de consumo. El logro de un rendimiento suficiente como para mantener estos niveles de consumo (antes que la obtención de los máximos beneficios posibles de la explotación rural) parece ser, en efecto, la norma del comportamiento de numerosos grandes propietarios territoriales”, decía Ferrer en las primeras ediciones de La Economía Argentina.También Guillermo Flichman en su libro La renta del suelo y el desarrollo agrario argentino se ocupa del estancamiento agropecuario durante los 35 años posteriores a 1937. Allí cita un interesante y poco difundido texto de Horacio Giberti, quien fuera uno de los principales expositores del la posición del peronismo cuarentista respecto del agro:“…las causas de la tendencia de las grandes explotaciones hacia un bajo grado de intensidad son bastante uniformes para América Latina y quizá no se diferencien mucho del resto del mundo. En primer término, la gran explotación produce un ingreso total bastante considerable aunque no se la trabaje muy intensamente, de modo que el empresario se halla libre del apremio que amenaza a los medianos o pequeños cuando bajan la intensidad de uso de la tierra. Como frecuentemente los predios se reciben por herencia, no por compra, falta también el sentido empresario de pretender que el capital reditúe un interés acorde con la inversión. Además, razones de prestigio social y de salvaguarda de excedentes de capital inducen en no pocas ocasiones a invertir en tierras a personas que por esa misma circunstancia no atienden tanto a la rentabilidad del capital sino a la sencillez de la administración de la empresa. Es común, por otra parte, que las familias terratenientes orienten a sus hijos hacia actividades profesionales o como dirigentes de grades empresas financieras, comerciales o industriales, lo cual los desvincula más todavía de la rentabilidad máxima de las empresas agrarias”. (Horacio Giberti. “Uso racional de los factores directos de la producción agraria”. Revista Desarrollo Económico. Abril/junio 1966).Sin embargo Flichman adhiere a otra explicación acerca del estancamiento productivo del sector agrario pampeano. Cita un estudio empírico según el cual una explotación intensiva de las tierras pampeanas no incrementaba sustancialmente la ganancia final de un emprendimiento, lo que terminaba desalentando la inversión. En otras palabras: la mayor rentabilidad, en ese tiempo, coincidía con la subexplotación y la baja inversión.El ganadero latifundista era señalado como el paradigma del campo argentino. La feracidad de la Pampa Húmeda, generaba una superganancia (renta diferencial) que, sumada a la extensión de las estancias, hacía indiferente al aumento de la productividad por hectárea. La ganadería extensiva y la bendición de humus le permitían el acceso a elevados niveles de ingreso por fuera de la lógica capitalista de inversión, acumulación y aumento de la producción ( Nota 1).Por eso se decía, por ejemplo, que los grandes ganaderos eran “una clase capitalista pero no burguesa”. Se señalaba de este modo su comportamiento rentístico. Y ellos eran, además, los que dominaban la escena del campo argentino y del sistema económico en su conjunto. Ellos estaban en la cúspide de una construcción económica que se completaba con una Europa industrial a la que le proveía materia prima y alimentos.Entre los años 1937 y 1960 la producción agropecuaria de la región pampeana creció apenas un 10%. Entre 1937 y 1972, el porcentaje se estira a un modesto 20%. Es este largo período de estancamiento productivo agropecuario, con su secuelas limitativas para la generación de las divisas necesarias para impulsar a la industria, la que fortalece y otorga consistencia al pensamiento clásico del nacionalismo acerca del campo, la oligarquía vacuna, el latifundio y, en definitiva, el despilfarro de la oportunidad argentina para acumular el capital que nos transformara en un poderoso país industrial.Desde que fue pensada y desarrollada esta interpretación acerca de la estructura, función, potencialidad y aporte del sector agrario argentino a la economía nacional, han pasado casi 70 años. Cabe preguntarse qué cosas han cambiado desde entonces y si esos cambios no ameritan una revisión completa de aquellos puntos de vista, consignas y esquemas de pensamientos que sirvieron para interpretar un momento de la historia y la economía nacionales pero que, pasados tantos años y ocurridos tantos cambios, muy probablemente ya no sirvan para interpretar la realidad actual, protagonistas y dinámica del sector rural argentino.Hay autores importantes, como Osvaldo Barsky, que en su Historia del agro argentino (escrito en colaboración con Jorge Gelman, relativiza este concepto de “estancamiento” del agro argentino.Dicen los autores:“Desde hace varias décadas, toda referencia a la situación del agro argentino entre 1930 y 1960 aparece asociada con la palabra “estancamiento”. De hecho, en la literatura académica, en los informes oficiales y en la opinión pública, esta imagen fue prevaleciente hasta avanzada la década de 1970. (…) Es frecuente encontrar la referencia a él tomando como indicador la evolución del producto bruto agropecuario nacional en el período marcado, que creció a tasas menores al aumento demográfico. O bien en la caída, en este período, de las exportaciones agropecuarias. O también aspectos comparativos internacionales: notables diferencias en la evolución de la producción y del peso relativo en los mercados mundiales en relación con países de exportaciones similares a las argentinas”.Pero más adelante aclaran que este fenómeno es definido con mayor precisión en lo ocurrido en la región pampeana y, más específicamente, en el sector granífero, compensada insuficientemente con un crecimiento de lo ganadero.Es este relativo estancamiento del agro pampeano, que comienza a revertirse a mediados de los cincuenta y con mucha más fuerza en la década siguiente, el marco referencial del que surgió el esquema nacionalista clásico que nos habla de una oligarquía dominante que marcaba el tono de todo el sector agrario. Y la improductividad de estos grandes terratenientes condenaba a la Argentina al estancamiento e impedía su desarrollo industrial.El conflicto entre el gobierno y el campo, iniciado en marzo de 2008 y prolongado hasta hoy, puso en evidencia la persistencia de un nacionalismo de carácter residual, que se limita a repetir aquella visión casi centenaria, que en su momento resultó útil y valedera para interpretar la realidad pero que hoy, tantos años después, carece de argumentos de peso para explicar los nuevos fenómenos económicos y sociales ocurridos en las última décadas y que han modificado la realidad que existía a mediado de los años cuarenta, cuando esos conceptos fueron sistematizados.El deterioro de los términos del intercambioDurante los años sesenta y setenta, desde la CEPAL (Comisión Económica para América Latina, de la UNCTAD), se popularizó un enfoque acerca del rol del sector agropecuario y su relación con la industria. Para corregir el retraso económico de América Latina, ésta debía abandonar su estructura productiva predominantemente rural y volcarse decididamente a la industrialización.El economista Raúl Prebisch, que había formado parte del directorio del Banco Central a mediado de los años treinta y que luego había elaborado un famoso informe sobre la economía argentina tras el derrocamiento de Perón en 1955, había popularizado la teoría del “deterioro de los términos del intercambio”, desde la titularidad de la CEPAL.La distancia entre los “centros” y la “periferia”, según este enfoque, crecía día a día en razón del “deterioro de los términos del intercambio”: el precio de los productos del agro aumentaban más lentamente que el de las manufacturas. El intercambio entre productos primarios contra industriales, sellaba el destino de los países atrasados y los condenaba para siempre a la producción primaria, aumentando la brecha entre países desarrollados y subdesarrollados, según la clasificación cepalina.Este fenómeno se debía a que, a medida que aumentaba el ingreso de la población mundial, esos incrementos se destinaban crecientemente a bienes industriales en razón de la baja elasticidad ingreso de los productos alimenticios.Aldo Ferrer lo explicaba en estos términos:“En el caso de los alimentos, la demanda de la población tiende a crecer a un ritmo menor que el de sus ingresos. En otros términos, a medida que aumentaban los niveles de vida el consumo de alimentos va disminuyendo en relación al consumo total. La población dedica una mayor proporción de sus ingresos al consumo de productos industriales y servicios y a acrecentar sus ahorros. Además, a medida que aumentan los niveles de vida se produce una modificación en la composición del consumo de alimentos aumentando la participación relativa de algunos como la carne, la fruta, el azúcar, las bebidas y los productos de granja, en perjuicio de la participación de otros, tales como los cereales”.Además, Raúl Prebisch, en su último libro, sostenía:“La elasticidad ingreso relativamente baja de los productos primarios en general, comparada con la de los bienes industriales en continua diversificación, constituye uno de los elementos de la debilidad congénita de la periferia”. (Capitalismo Periférico, 1981)).Si nos detenemos tanto en estos puntos de vista se debe a que si bien continúa siendo válido el concepto teórico que lo sostiene (esto es, la conveniencia de exportar productos con mayor valor agregado), los cambios en la demanda mundial de alimentos y el aumento de los precios internacionales de los commodities agrarios, impactan decisivamente en las conclusiones de lo que era, hasta hace algunas décadas, una verdad indiscutida acerca del rol, función y posibilidades del sector agropecuario.El paradigma ideológico de la posguerra no carecía de poder de seducción. Describía dos bloques de intereses nítidamente antagónicos. De un lado, el viejo país agrario, homogeneizado por la oligarquía vacuna, que era apenas un apéndice de la Europa industrial liderada por Gran Bretaña. Del otro lado, la emergencia de una nueva nación, moderna, que pugnaba por la industrialización. Este “bloque nacional” estaba conducido por el Ejército e incluía a las clases sociales modernas, que miraban hacia el futuro. El pueblo de un lado, la oligarquía del otro. El esquema no podía ser más atractivo.Ventajas comparativas estáticas y dinámicas.También forma parte del pensamiento cepaliano la distinción entre ventajas comparativas “estáticas” y “dinámicas”. Como se sabe, ha sido Adam Smith quien primero desarrolló el concepto de que cada país debía desarrollar aquellos atributos con los que la naturaleza los había beneficiado. Plantea que, al obedecer el mandato natural, cada país lograría altos niveles de eficiencia y rentabilidad.Este razonamiento es el que preside lo que se llamó la “división internacional del trabajo” según la cual algunos países estaban destinados a producir para siempre materias primas y otros habían sido bendecidos con un rol industrial.Argentina se rebeló contra su destino pastoril e intentó, a partir de 1930 pero más enfáticamente desde 1943, transformarse en un país industrial. El argumento teórico de nuestro proteccionismo industrial fue la distinción entre ventajas comparativas “estáticas” y “dinámicas”. Las primeras aludían meramente a la dotación de recursos naturales (en nuestro caso, la fertilidad natural de las pampas y su cercanía al puerto). Las “dinámicas”, en cambio, son el producto de una construcción social. Inglaterra, por ejemplo, sentó su base industrial mediante doscientos años de feroz proteccionismo y luego, cuando ya no tenía rival alguno, predicó el librecambio.Ahora bien, en cierto modo esta distinción ha perdido vigencia y debe ser reformulada. Si bien es cierto que Argentina aún conserva una ventaja natural debido a la calidad de sus tierras, el aumento de su productividad agraria actualmente no deriva tanto de su condición ubérrima sino de la incorporación de valor agregado: tecnología, maquinaria, siembra directa, investigación, gerenciamiento, fertilizantes, etc. De modo tal que actualmente nuestra ventaja comparativa para la producción agraria, difícilmente pueda ser calificada como “estática”.Qué pasó con la oligarquíaYa en tiempos de la década peronista que culmina en 1955 las cosas habían comenzado a modificarse. El congelamiento de los arrendamientos rurales resuelto por el gobierno de Perón operó en los hechos como una reforma agraria: creó una clase de pequeños y medianos propietarios rurales.En el breve lapso que transcurrió entre su regreso al país en 1972 y su muerte a mediados de 1974, Perón se refirió varias veces al agro, a los productores y los cambios habidos en el sector.En un discurso, poco después de asumir su tercera presidencia, Perón decía a los productores agropecuarios:“Solamente las grandes zonas de reserva del mundo tienen todavía en sus manos las posibilidades de sacarle a la tierra la alimentación necesaria para este mundo superpoblado y la materia prima para este mundo superindustrializado.Nosotros constituimos una de esas grandes reservas; ellos son los ricos del pasado. Si sabemos proceder, seremos nosotros los ricos del futuro, porque tenemos lo esencial en nuestras reservas, mientras que ellos han consumido las suyas hasta agotarlas totalmente.Frente a este cuadro, y desarrollados en lo necesario tecnológicamente, debemos dedicarnos a la gran producción de granos y de proteínas, que es de lo que más está hambriento el mundo actual”.Y les proponía impulsar, con el apoyo del gobierno, la producción agropecuaria:“El agro argentino está explotado en un bajo porcentaje; esos índices pueden aumentar setenta veces. Pongámonos en la empresa de realizarlo. Para eso necesitamos que se cumplan dos circunstancias. Primera, desarrollar una tecnología suficiente para sacarle a la tierra todo el producto que ella pueda dar, sin tener tierras desocupadas o cotos de caza, como todavía existen en la República Argentina. Ese es un lujo que no puede darse ya ningún país en el mundo. Segunda, utilicemos esa tierra para la producción ganadera. La República Argentina tiene 58 ó 60 millones de vacas, cuando podría tener doscientos millones; y ovejas, en la misma proporción. Pongámonos a cumplir esos programas.”En un reportaje filmado, poco antes de eso, Perón afirmaba:“Yo he sido, en este país, industrialista. Fui el que puse en marcha la industrialización, con la industria liviana, mediana y la tentativa de una industria pesada. Puse en marcha eso, para eso sofrené un poco la agricultura y la ganadería. Pero era un mundo distinto al que ahora tengo. Ahora tenemos que producir 200 millones de toneladas de trigo en el año. Y tenemos posibilidades. Tenemos que llegar a planteles de 150 millones de vacas y tenemos terreno para hacerlo”.En ese momento, el periodista que lo reporteaba le dijo:-- Usted corre el peligro de que coloquen su busto en la Sociedad Rural, General…Y Perón le responde:-- Es que eso no será negocio para la Sociedad Rural. Será negocio para la República Argentina.También el político e historiador Jorge Abelardo Ramos, a comienzos de 1994, había tomado nota de los cambios ocurridos en el agro argentino. En un folleto publicado ese año, que reproducía una conferencia dictada por Ramos en Buenos Aires, el fundador de la izquierda nacional sostenía:“Quería hacer una observación sobre la Sociedad Rural Argentina, bastión de la contrarrevolución, que está en una actitud relativamente favorable a Menem. ¿Qué ha ocurrido? Se está produciendo, desde hace años en la provincia de Buenos Aires, un fenómeno determinado por la legislación sucesoria. No hay nadie en la provincia bonaerense que tenga las características de las familias Unzué, Alzaga, Anchorena, etc. de otras épocas, terratenientes de 200.000 hectáreas o más, en las mejores tierras del mundo. Eso ya no existe. Los numerosos hijos de las familias oligárquicas, cuando el padre muere, cada hijo quiere tener su pedazo. En una época eran 40.000 hectáreas, ahora son 554. La renta agraria, que permitía tirar manteca al techo en París, desapareció. Sólo aparece la trampita de falsas mensuras para evadir impuestos. Como la ganadería extensiva está concluida, no tienen más remedio que trabajar. Desde 1880 hasta hoy, esa conjunción de climas, régimen de lluvias, composición del suelo, ese paraíso terrenal de la pampa húmeda para sus propietarios, había logrado el milagro de enriquecerlos sin trabajo ni capital. Ahora tienen que invertir energía, capital, esfuerzo, hacer agricultura, siembra directa, hasta horticultura de alta calidad, producir y fraccionar ciertos tipos de carne, hacer ‘feet lots’ y montar laboratorios. Se desarrolla plenamente el capitalismo en el campo argentino.Más adelante, Ramos agrega:“El mundo nuevo de los hijos y nietos de la oligarquía que se quedaron en el campo y no se fueron al área financiera de la época de Martínez de Hoz, ven la perspectiva del Mercosur como el destino de ellos. Toda la pampa húmeda, todo el mundo vitivinícola de Cuyo, salvo algunas provincias del norte como Salta, Jujuy y Tucumán, que aún tienen recelos, todo el resto de la Argentina va a entrar al MERCOSUR.Todo esto indica que se está modificando estructuralmente el sistema de dominación de clases y Menem es el heredero de la crisis. Responde a ellas con respuestas capitalistas, en una sociedad agro-comercial-exportadora de antiguo petrificado y cuyo vientre parasitario era la ciudad de Buenos Aires.Menem y Cavallo constituyen una tentativa de reiniciar el proceso de avance capitalista pero sin los recursos que a Perón le entregó la segunda posguerra, cuando la Argentina era acreedora de Inglaterra”.(Jorge Abelardo Ramos. Conferencia dictada en Buenos Aires a comienzos de 1994, editada como folleto bajo el título “La crisis del capitalismo, el colapso soviético y un camino propio para América Latina”).Propietarios y arrendatarios: los cambios ocurridosAl congelar durante varios años los arrendamientos rurales, Perón estimuló la venda de tierras por parte de los grandes propietarios hacia sus arrendatarios. Así se configuró, al cabo de décadas, una clase media rural de pequeños y medianos propietarios.Dice un estudioso del tema agrario argentino:“Debido a la congelación de los cánones de arrendamiento, muchos agricultores arrendatarios se capitalizaron suficientemente como para poder convertirse en propietarios mediante la adquisición de la parcela de tierra alquilada. Este tipo de transacción se veía facilitado por el deseo de vender de muchos terratenientes que ofrecían facilidades, fundamentalmente en términos de plazos de pago. Tal voluntad se originaba en la pérdida de la libre disponibilidad de su propiedad ocasionada por la legislación sobre arrendamiento” (Guillermo Flichman. Notas sobre el desarrollo agropecuario en la región pampeana argentina o por qué Pergamino no es Iowa).En el mismo trabajo, Flichman agrega:“Fue la política agropecuaria peronista la que, aparentemente sin proponérselo, creó una clase de ‘farmers’ en la pampa húmeda. Pero éste fue un proceso largo y costoso. No fue un resultado planeado. En consecuencia, se hizo necesario un largo ‘período de ajuste’ para que se pudiera reencauzar la actividad agropecuaria en la nueva situación”.En otra de sus obras (La renta del suelo y el desarrollo agrario argentino, 1977) Flichman refuerza la descripción de este fenómeno de distribución de la tierra durante los gobiernos de Perón:“Después de muchos años de arrendamientos congelados, cuando el gobierno militar que derrocó al peronismo ‘devuelve la normalidad al campo’, ya nada podía volver a ser exactamente igual que antes. Había una fuerte porción de chacareros ricos, que de arrendatarios se convirtieron en nuevos propietarios aprovechando las facilidades que para comprar campos les dieron nuevas disposiciones legales”.Existe un trabajo más reciente en el cual Osvaldo Barsky y Alfredo Pucciarelli señalan algunos aspectos interesantes de la evolución de las explotaciones de la Pampa Húmeda argentina. Allí los autores toman distancia de lo que denominan “la visión tradicional de la estructura social agraria de la región pampeana”.Dicen de este enfoque:“Aunque muchos de sus juicios carecen de una adecuada fundamentación empírica, esta imagen, fuertemente impresionista, ubicada más lejos de la verdad que de la verosimilitud, ha ejercido una gran influencia en la definición de los términos del debate académico, de la confrontación ideológico-política, y aún de la formación del sentido común de las décadas posteriores y, en algunos aspectos, de la actualidad” (Cambios en el tamaño y el régimen de tenencia de las explotaciones agropecuarias pampeanas, 1991, en El desarrollo agropecuario pampeano. Editado por el INTA).Entre las principales conclusiones de los autores, se cuentan las siguientes:a) “En relación a la problemática de la subdivisión de las grandes unidades territoriales, los datos disponibles muestran entre 1914 y 1969 un intenso proceso de subdivisión de las unidades territoriales, creciendo mucho el número de unidades y poco la superficie ocupada. Las unidades de más de 5.000 has. Perdieron en este período el 35% de su superficie, pasando de representar el 34% de la superficie total a ser ahora el 19%”.b) “En cuanto al proceso de desconcentración de la propiedad territorial, los datos catastrales de la Provincia de Buenos Aires permiten apreciar que entre 1923 y 1980 las unidades de más de 2.500 has. perdieron el 67% de la superficie, dato rotundo sobre lo importante que ha sido la alteración de la propiedad de la tierra”.Respecto del sistema de grandes propietarios, los autores señalan:“…la importante fuente de poder económico y social de la cúspide agraria pampeana originada en un gran control territorial ha sido irreversiblemente afectada por un decisivo proceso de desconcentración, que ha generado una estructura agraria compleja y diversificada…”Si consideramos las provincias pampeanas (Buenos Aires, Córdoba, Santa Fe, Entre Ríos y La Pampa), los censos agropecuarios más recientes revelan una concentración en la explotación rural. En la comparación entre 2002 y 1988, surge que las explotaciones de más de 1.000 Ha. aumentaron su superficie en 3,7 millones de ha. entre un relevamiento y otro. Esa superficie, obviamente, ha sido cedida por las explotaciones menores a 1.000 has., lo cual significa un cambio en el 5,4% del total de tierras explotadas en esas provincias. Esta concentración en la superficie de las unidades productivas, sin embargo, va a tono con la dinámica de los cambios introducidos en la modalidad de explotación: revelan la búsqueda de economías de escala y también la existencia de los “pools de siembra”.La característica de los relevamientos censales, no permiten sacar ninguna conclusión acerca de la propiedad de la tierra y sus modificaciones entre un censo y otro, pues sólo registran la superficie y cantidad de las explotaciones, sin aclarar la pertenencia de ellas.Los cambios tecnológicosPero si la existencia de un sistema predominante de latifundistas ha sucumbido con el paso del tiempo debido a la aptitud reproductiva de los grandes propietarios y a las normas establecidas en el Código Civil respecto de la herencia, el impacto y la extensión de la incorporación de tecnología en las explotaciones agrarias, ha sido quizá el elemento transformador por excelencia.La explotación ganadera extensiva era el modo predominante de producción agropecuaria hacia mediados de los años cuarenta del siglo pasado. La agricultura se concentraba en la zona pampeana, en trigo, maíz y lino, con bajos niveles de tractorización, baja difusión de agroquímicos y con cosechas realizadas con gran inclusión de mano de obra golondrina, peones que iban de campo en campo, en los meses de trilla.De ese mundo agrario, ya no queda casi nada. Hoy el arado (primero de rejas, luego de disco) ha sido reemplazado por la maquinaria que realiza la siembra directa. Este sistema, de reciente difusión, permite el aprovechamiento de los rastrojos, de su humedad, y una mejor preservación del suelo. Argentina ha contribuido a su desarrollo y se encuentra el la cúspide mundial de su investigación e implementación.En la década de los setenta, la incorporación de las semillas híbridas, permitió un importante aumento el los rendimientos por hectáreas de cereales y oleaginosas. Luego, ya en los años noventa, la difusión de los agroquímicos, facilitó el control de plagas, de malezas y el cuidado de los suelos a través del restablecimiento de los minerales extraídos a éstos mediante su explotación intensiva.Las cosechadoras, por su parte, permiten realizar en pocas horas la labor que décadas atrás suponían semanas de trabajo para decenas de peones. La manipulación genética ha obtenido semillas adaptables a distintos tipos de suelos en los que antes era imposible sembrar.Todos estos cambios tecnológicos que han sido incorporados por los productores agrarios argentinos, han logrado que las cosechas treparan de 35 a 96 millones de toneladas entre 1980 y 2008. Asimismo, los rendimientos por hectárea, para el mismo período, treparon en promedio de 3.800 kgs. por hectárea a 7.600 para el caso del maíz, de 2.000 a 3.000 para la soja, de 1.000 a 1.500 para el girasol, de 1.500 a 2.600 para el trigo y de 3.500 a 4.700 para el sorgo.Los productores agropecuarios, lejos de aquella imagen despreocupada e indolente del latifundista insensible al nivel de precios de sus productos y mezquino al momento de invertir, han desarrollado e implementado cambios decisivos en la producción agraria nacional, posicionándose entre los más eficientes del mundo en la materia. Han hecho aquello que se espera de un empresario capitalista: arriesgar capital, invertir, tornar eficiente su producción, producir cada vez más para ganar cada vez más.La tecnología ha cambiado el modo de producir en el agro. El arrendatario tradicional de los años cuarenta, beneficiado por las leyes de arrendamiento del peronismo, ya casi no existe. En ese tiempo, el propietario del campo arrendado era un latifundista y el arrendatario, usualmente un campesino sin tierra cuya única chance de laboreo consistía en tomar en arriendo una porción de campo ajeno.Ahora todo eso ha cambiado. El dueño del campo arrendado es, cada vez más frecuentemente, un pequeño propietario (100, 200, 300 hectáreas pampeanas). A este propietario, por problemas de escala de producción, le resulta más conveniente arrendar su campo que explotarlo por sus propios medios. El arrendatario, ya no es un pobre campesino sin tierras sino un moderno empresario, o grupo de empresarios agrarios, propietarios o no, con alta calificación técnica (ingenieros agrónomos, especialistas, etc.) que conocen a fondo el “know how” de la producción, principalmente de soja, conocen al dedillo el paquete tecnológico que esa producción supone, y tienen el circuito productivo (siembra, fertilizantes, controles, combate de plagas, compra de agroquímicos, cosecha, comercialización) muy aceitado, con ahorros en cada etapa, lo que le permite producir con gran eficiencia técnica y aprovechar mucho mejor los campos arrendados.El clásico arrendatario, socio de la Federación Agraria, que durante años ha luchado por lograr una Ley de Arrendamientos que lo defendiera frente a la voracidad del propietario, ya no es la figura más representativa de la situación de los arrendamientos rurales en la Argentina. La relación entre propietarios y arrendatarios ha cambiado en forma sustancial. Crecientemente son los pequeños propietarios los que arriendan en beneficio de arrendatarios que, a la vez, suelen ser también propietarios pero que, en conjunto, gestionan superficies muy superiores a las que poseen. Más aún: estos modernos empresarios rurales se muestran remisos a adquirir tierras pues consideran que esa inmovilización de capital afecta negativamente el nivel de sus negocios.Claro que el paso de una etapa a la otra no se da sin conflictos. No todos los arrendatarios han logrado adaptarse a las nuevas circunstancias y muchos de ellos son desplazados por los nuevos arrendatarios que producen con métodos más modernos y mayor eficiencia. Esta circunstancia les permite ofrecer un mayor precio por el arrendamiento, con lo cual el antiguo arrendatario, que no pudo o no supo adaptarse a las nuevas circunstancias, se ve obligado a pagar un precio mayor por el arriendo y, en consecuencia, a obtener una utilidad menor o bien a quedar fuera del mercado. A esta situación apuntan las críticas que señalan a los nuevos productores como “simples hombres de negocio” y a los antiguos como “auténticos chacareros que aman la tierra”.En la cúspide de este nuevo sistema productivo se encuentra la figura paradigmática de la familia Grobocopatel, empresa familiar que posee hectáreas pero que produce, en lo fundamental, en cientos de miles de tierras arrendadas a terceros, diversificando el riesgo y multiplicando sus ganancias. Estos empresarios, altamente calificados en lo técnico, han reemplazado al símbolo de la etapa anterior, los Anchorena, que junto con otras familias patricias identificaban al terrateniente ganadero, despilfarrador e improductivo de los años cuarenta.Hoy el campo argentino es una máquina de producir con altos niveles de eficiencia logrados a lo largo de las últimas décadas. Esta es una realidad económica que ha comenzado a ser visualizada y a tener expresión política a partir del paro y las luchas de marzo de 2008.Del chacarero tradicional a los nuevos productoresA lo largo de las últimas tres o cuatro décadas, se han producido en el sector agrario argentino una gran cantidad de cambios que han dado un nuevo perfil a la organización de la producción agraria en la Argentina.La incorporación de tecnología no ha sido un proceso automático ni instantáneo, sino el producto de largos años de adaptación a las nuevas condiciones productivas. Este proceso ha significado la readaptación de la inmensa mayoría de productores agrarios, la reorientación de la actividad de otros y, como ocurre en todo proceso de cambio, la expulsión de aquellos que no lograron adecuarse a las nuevas circunstancias que demandaba la producción.Los “noventa” han sido señalados como la década fatídica en la que se produjeron estos cambios traumáticos. Pero eso es sólo parte de la verdad: como han señalado diversos autores, el proceso ha durado varias décadas y se inicia hacia los años sesenta y setenta. Un análisis ideologizado de los cambios en el agro, lindante con el prejuicio, asocia los avances de la libertad de mercados de esos años con el desplazamiento del chacarero tradicional, al que se idealiza, y su reemplazo por los nuevos empresarios agrarios, presuntamente carentes de “sentimiento” hacia la tierra, mero producto circunstancial del neoliberalismo.La incorporación de nueva tecnología en el agro ha sido producto del esfuerzo prolongado de una nueva generación de productores, que tomaron distancia de los métodos rústicos y recelosos del progreso técnico con el que sus antepasados encaraban la actividad. La nueva tecnología en semillas (híbridas hacia los setenta), la incorporación del cultivo de soja, las nuevas maquinarias agrícolas, fueron seguidas de cerca por puñados de productores innovadores en todo el país a través de los grupos CREA y también el INTA. La novedad de la siembra directa no contó, al principio, con el respaldo técnico formal, sin embargo se abrió paso entre los productores a fuerza de resultados. Los grupos AAPRESID fueron pioneros en este sistema que terminó imponiéndose masivamente, con una revolución impresionante en los rendimientos. En el mismo sentido debe computarse la variedad transgénica de semillas.La incorporación de todos estos aportes tecnológicos y técnicos supuso un replanteo de la actividad agropecuaria en su conjunto. El conocimiento técnico pasó a ser un factor productivo de singular importancia. Y, en un medio conservador como es el campo, no todos lograron adaptarse a los nuevos desafíos.El viejo chacarero que vivía en el campo con su familia y que había aprendido el oficio por la transmisión del conocimiento de sus padres y abuelos, ahora se veía desbordado por las el cúmulo de novedades que aportaban los conocimientos. Hacia mediados del siglo pasado, con la sola excepción de los veterinarios, los profesionales estaban al margen de la producción agropecuaria. Ahora, el sector comenzó a demandar ingenieros agrónomos, químicos y expertos en negocios. El sulky fue reemplazado por la camioneta 4x4 y los nuevos productores se manejaban con celulares, Internet, correos electrónicos y GPS. Hacía falta una nueva generación de productores, con una nueva mentalidad empresaria.Un productor agrario que vivió estos cambios, describía así la situación:“Creo que la diferencia estaba en que antes se vivía en el campo y vos, a lo mejor, te quedabas sin plata, y hoy aún viviendo en el campo te pasaría exactamente lo mismo pero hoy tenés una demanda de lo que es la tecnología, que se te produjo un costo fijo. Te hablo del año 30, como puede ser mi papá, no necesitaban plata ellos, agarraban un pollo, lo comían, agarraban el sulky, no necesitaban un litro de combustible, era todo. Pero hoy si no tenés teléfono no marchás, si no tenés una camioneta no podés estar a la altura de… si no tenés un tractor, eh… (…). Se quedaban sin plata, bueno, tenían su pollo o su huertita y se daban vuelta. En cambio hoy hay un montón de costos fijos y tecnologías que si uno no las tiene se queda afuera”. (En La Argentina rural. De la agricultura familiar a los agronegocios. Carla Gras y Valeria Hernández, coordinadoras).Además, los nuevos paquetes tecnológicos replanteaban el negocio agrario en su conjunto. Los pequeños propietarios debían reordenar su actividad o bien corrían el riesgo de ser expulsados del nuevo negocio agrario. Hacía falta más capital para producir pero, sobre todo, hacía falta una nueva mentalidad.Muchos de los pequeños productores se adaptaron a las nuevas circunstancias. Otros, cambiaron de actividad. Entre otros factores, la nueva escala productiva requerida, llegó a ser decisiva para reorganizar la actividad. Los pequeños propietarios que comprendieron la situación, ensancharon su actividad y complementaron su pequeño predio productivo con el arrendamiento de una cantidad mayor de hectáreas, que diera racionalidad a la actividad que desarrollaban.Los cambios, dieron un nuevo sentido al arrendamiento rural. Tradicionalmente, el propietario era un fuerte terrateniente y el arrendatario, el desposeído del sistema, alguien que no había logrado la adquisición de un campo que le permitiera participar del negocio con mejores perspectivas. Los nuevos modos productivos hicieron que una parte de los pequeños propietarios pasaran a arrendar sus campos a los nuevos empresarios agrarios, cuya figura paradigmática es la empresa Los Grobo, propiedad de la familia Grococopatel.Con los “pool de siembra” ha cambiado la tradicional relación entre propietarios y arrendatarios. Las históricas reivindicaciones de la Federación Agraria respecto de la protección de quienes trabajaban tierras ajenas, demanda una urgente revisión ya que no reflejan la nueva realidad del campo.Los Grobo producen, sobre todo, en tierras ajenas aunque poseen campos propios que también explotan pero estos últimos no llegan al diez por ciento de los que arriendan en diversos lugares del país y del exterior. Se adjudica a ellos la explotación de unas 150.000 / 200.000 hectáreas en total, de las cuales serían propietarios apenas del 10%. Este nueva visión del negocio y la explotación agropecuaria, se reproduce a escala menor a lo ancho del país. Se trata de los cuestionados “pools de siembra”, que consisten en asociaciones de hecho entre productores a la que se asocian también prestadores del servicio de siembra y cosecha, vendedores de semillas, comerciantes de la maquinaria agrícola y simples inversores que ponen sus ahorros y participan del negocio agrario.La nueva tecnología pero también los cambios en la demanda mundial de alimentos, que llevaron los precios a las nubes, permitieron que numerosos propietarios de pequeños campos, que en muchos casos no estaban en condiciones de continuar con la actividad agraria por sus propios medios, por razones de escala, pudieran conservar sus tierras y extraer de ellas una importante renta. La nueva dimensión del negocio agrario, a la vez que les impuso nuevas condiciones para producir, los benefició con la valorización de la tierra y de la producción, permitiéndoles mantener su condición de propietarios y vivir del arrendamiento.Una nueva posibilidad para las provincias Las provincias del norte argentino viven en una crisis permanente prácticamente desde la fundación misma de la Nación. Nunca se sobrepusieron a la acentuada orientación de la actividad económica hacia el puerto de Buenos Aires.Históricamente, especialmente Santiago del Estero, Catamarca, La Rioja, Formosa, Chaco, Jujuy y otras, en menor medida, han tenido un bajo nivel de actividad económica, carencia de ofertas de empleo y graves problemas fiscales ocasionados por el un estado que incorpora por miles al empleo público a sus habitantes.Durante los años en que prevaleció el proyecto de país puramente agrario, el territorio interior, al carecer de productos exportables, se resignó a un secundario e incluso mendicante respecto del poder central.Algunas de estas provincias (principalmente San Luis, San Juan y La Rioja) lograron un mayor nivel de actividad económica gracias a las leyes de promoción industrial que les permitía afincar fábricas en condiciones sumamente ventajosas que luego se desvirtuaron y contribuyeron a que esos privilegios fueran parcialmente anulados.Pero las nuevas condiciones del comercio internacional están cambiando esta situación: las nuevas tecnologías han permitido la incorporación a la producción de cereales y oleaginosas, tierras que anteriormente eran consideradas ineptas para ese tipo de producción por razones climáticas o de constitución del suelo.Las provincias del interior cuentan ahora con una nueva posibilidad para recobrar niveles de actividad de los que carecen desde hace décadas.La crisis de la Resolución 125Todo iba bien para el gobierno de los Kirchner hacia marzo de 2008. Néstor Kirchner había terminado su período con encuestas que revelaban un alto grado de opiniones favorables a su gobierno. Se había permitido, incluso, designar a su esposa como sucesora, con la secreta ambición de un retorno posterior que, como iban las cosas en el país, estaba dentro de las posibilidades. Cristina Kirchner había sido elegida en la primera vuelta electoral con el 46% de los votos. Todo iba sobre rieles cuando, en marzo de 2008, tres meses después de asumir el nuevo gobierno, estalló el conflicto con el campo. ¿Qué había sucedido?Hacia marzo de 2008 el precio de la soja en el mercado internacional iba en aumento. Cotizaba a 600 dólares pero algunos expertos anunciaban que llegaría a los 1.000 dólares por tonelada. Cada vez que su cotización aumentaba, el gobierno elevaba las retenciones (impuesto a las exportaciones) sobre el producto. Y cada vez que lo hacía, el campo protestaba. Por eso, a pedido del gobierno, el joven ministro de economía Martín Lousteau decidió impulsar un nuevo sistema: una tabla de retenciones móviles que en forma automática estableciera el nivel del tributo según fuera el precio internacional de la oleaginosa. La escala era creciente, de tal modo que, ante la expectativa de una suba del producto, el beneficio de la suba iba a las arcas fiscales en porcentajes cada vez más altos.Y el conflicto estalló.Se sucedieron paros, movilizaciones, asambleas y cortes de rutas en casi medio millar de lugares distintos en todo el país. Chacareros chicos, medianos y grandes se rebelaron ante la medida y enfrentaron al gobierno.Los productores eran conscientes de que la devaluación de 2002 más el aumento de los precios internacionales de los cereales y oleaginosas le estaban reportando crecientes beneficios, por eso no se oponían sino tibiamente a las elevadas retenciones que ya padecían. Cristina Kirchner había obtenido amplia mayoría de votos en los pueblos rurales, apenas seis meses atrás. Pero ahora todos se rebelaban contra su gobierno, tres meses después de su asunción.El gobierno, estaba lejos de entender el significado y la potencia de la protesta. Y muchos argentinos, también. La fuerza de la rebelión agraria fue una sorpresa para la inmensa mayoría de los argentinos que, a partir de ahí, tomaron conciencia de que en el campo argentino, tras décadas de crecimiento silencioso, había una nueva realidad que ahora se hacía evidente.El gobierno, que había sido paciente con los manifestantes de las llamadas organizaciones sociales y de izquierda, que había absorbido el impacto de la movilización que encabezara Blumberg un par de años atrás, creyó ver una brillante oportunidad para afianzar su autoridad en el marco de un reforzamiento de sus rasgos de peronismo “clásico”. Hasta ahora, la estrategia de identificar un enemigo para luego pulverizarlo y capitalizar el resultado del combate, le había dado resultado. Así había hecho con la Corte Suprema de Justicia, que había rearmado a su gusto y paladar; luego con los derechos humanos (había logrado anular las leyes de obediencia debida y punto final, dictadas durante el gobierno de Alfonsín).Pese a haber apoyado con inocultable fervor el gobierno de Carlos Menem, una vez en el poder los Kirchner habían creído conveniente demonizar la década de los noventa, como responsable de los males económicos del país y, al renegociar la deuda pública, pretendió que enfrentaba a los grandes poderes mundiales. La cancelación anticipada de la deuda con el Fondo Monetario Internacional había sido vivida como una especie de apoteosis liberadora.Y en todas esas batallas el gobierno había salido victorioso y fortalecido. La que ahora se presentaba, no podía venirle mejor. Esta vez enfrentaría nada menos que a la oligarquía, el antiguo poder desplazado por Perón y cuya sola mención concitaba el rechazo popular desde los inicios mismos del peronismo.El temperamento kirchnerista no es, tampoco, un rasgo que pudiera facilitar negociación alguna. Nada había para discutir. “Los quiero de rodillas”, llegó a decir Néstor Kirchner, en ejercicio del poder verdadero.Pero las cosas salieron mal. Algo falló en el cálculo previo. ¿Qué fue lo que pasó?Como hemos intentado explicar más arriba, el agro de 2008 distaba mucho del que recibió a Perón en 1946. Se trata del sector más eficiente de toda la economía nacional y, en su rubro, uno de los más productivos del mundo. El agro argentino está en la cúspide de la tecnología y productividad mundiales.Dos tercios de las exportaciones argentinas corresponden a productos primarios y manufacturas de origen agropecuario. Según expertos en el sector, si bien la producción agropecuaria representa el 8% del Producto Bruto Interno, el conjunto de la producción vinculada al agro (fábrica de maquinarias agrícolas, fábricas de alimentos, producción de agroquímicos, comercios, etc), llegan al 30% del PBI. La vieja oligarquía que producía a niveles muy por debajo de los potenciales, había sido reemplazada, en los últimos sesenta años, por un entramado social complejo y diversificado, que incluía peones rurales, pequeños propietarios, arrendatarios, ingenieros agrónomos, locadores de maquinaria agrícola, pooles de siembra y una extensa gama de actividades que daba vida a los pueblos y pequeñas ciudades de todo el país.El enfrentamiento con “el campo” significó un claro error de evaluación y desconocimiento de una realidad social y económica que, hasta ese momento, no había tenido una expresión política manifiesta (Nota 2). “El campo”, que desde cinco años atrás vivía una época de prosperidad debido a la devaluación y a los elevados precios del mercado mundial, pedía tener una silla en la mesa donde se toman las decisiones importantes del país. Pedía tener una representación política acorde con su importancia económica.No hubiera sido muy difícil negociar con el sector, establecer criterios más moderados de tributación. Pero el gobierno, conforme a su estilo y víctima de una ideologización del conflicto que lo alejó de la realidad, eligió el camino de la confrontación. Y le fue mal: allí comenzó el deterioro político que luego se reflejó en las elecciones del 28 de junio de 2009, en la pérdida de las mayorías parlamentarias y en la clausura del proyecto kirchnerista de permanencia en el poder por cuatro o cinco períodos.La reacción del peronismo cuarentistaDesde el punto de vista ideológico, la respuesta que el gobierno dio a la rebelión de los productores agropecuarios abrevó en los postulados del peronismo clásico. El gobierno creyó ver la oportunidad de poner blanco sobre negro (2) y, de ese modo, reeditar el enfrentamiento del ’45 entre el pueblo y la oligarquía. No tuvo en cuenta que la estructura productiva y social de 2008 ya no era la de sesenta años antes.Hicieron fila para apoyar al gobierno contra los grandes terratenientes personajes como Antonio Cafiero, Pino Solanas y el grupo de economistas cepalinos nucleados en el Plan Fénix y acaudillados ideológicamente por Aldo Ferrer.Cafiero salió rápidamente al cruce del “antiperonismo irredento”… “que evoca un pasado gorila que creíamos definitivamente superado”. Para el ex dirigente peronista, el movimiento agrario era la expresión de “muchos propietarios latifundistas” y comparaba la situación con la existente pocos días antes del golpe cívico-militar de 1976 contra el gobierno de Isabel Perón: “Hoy han vuelto a la carga. Cegados por la buena prensa de ciertos argumentos absurdos, algunos sectores de la sociedad razonan como si el dinero público asignado a las políticas sociales sólo fuera un despilfarro demagógico de los gobernantes de turno”.Preocupado por la expansión de la producción sojera a expensas del bosque nativo, Pino Solanas encuentra problemático el hecho de que “nos estamos transformando de productores de alimentos en proveedores de forrajes para el mercado mundial”. Entre tanto discurso nacionalista, Solanas no deja de apoyar al gobierno contra el campo, respecto del tema que se discute en ese momento preciso: “La política de retenciones es justa y la han utilizado todas las naciones para desarrollarse”, dice. Y utiliza uno de los argumentos centrales del gobierno: “Pero debe distinguirse a los pequeños e indefensos productores, de los grandes y la Sociedad Rural. No se puede meter a todos en la misma bolsa ni ocuparse sólo de las explotaciones de la Pampa Húmeda, mientras se abandona al conjunto de los demás cultivos agrícolas y frutícolas del país”, afirma. Tanto fervor en la defensa del “pequeño productor” denota una incomprensión de la naturaleza del conflicto y un desprecio sobre los chacareros que producen el grueso de las exportaciones argentinas. Por otra parte, la extensión de los cortes de ruta a lo largo y ancho del país demostró que los idealizados pequeños productores eran los que más padecían las políticas del gobierno y los más enérgicos e intransigentes a la hora de resistirlas.Por su parte, el grupo de economistas agrupados en el Plan Fénix, también hizo oír su voz en medio del conflicto. Sus opiniones no podían ser más previsibles: se alineó con el gobierno nacional, contra los productores agropecuarios. Acepta que “el modelo de país a construir… debe combinar, necesariamente las ventajas comparativas del agro con una creciente capacidad industrial. El país deberá crecer, en cantidad y diversidad, sobre la base de una producción tanto agropecuaria como industrial, así como de los servicios…”.Luego, como es habitual en este grupo de economistas, se recuestan cómodamente en la enunciación de generalidades, evitando el análisis concreto de los hechos (y, por lo tanto, político) de la cuestión planteada. Esta preferencia por el pronunciamiento ideológico es, probablemente, lo que ha mantenido lejos del poder a este grupo de economistas. ¿Cuál era la cuestión que desató el conflicto? ¿Las retenciones al agro? No: el problema que se discutía, al menos desde el agro era el quantum de las retenciones, su nivel, que los productores consideraban excesivo. Ninguna de las entidades agropecuarias planteaba la eliminación de las retenciones sino que cuestionaban su elevado nivel y, particularmente, su tendencia a aumentar luego de la Resolución 125 que apropiaba para el gobierno los aumentos futuros en el precio de la soja.En tal contexto, los economistas del Plan Fénix aportan una obviedad: “la indudable pertinencia de la apropiación social de una porción de la renta originada en las exportaciones primarias”. Y esto es algo que no está en discusión. Lo que se discute es el nivel de ese tributo y, concretamente, el porcentaje a partir del cual esa carga impositiva se torna insoportable para el sector. Pero los economistas del Plan Fénix insisten: “La apropiación social de la renta proveniente de los recursos naturales (como la pampa húmeda o los yacimientos mineros) constituye una práctica universalmente aceptada” y luego explica al modo del maestro de Siruela lo importante que son las retenciones, concepto general sobre el que puede haber general consenso. Pero para dar fuerza a este argumento genérico y puramente ideologista, se ven obligados a deformar y caricaturizar la reivindicación del agro adjudicándole la pretensión de la eliminación total de las retenciones, hecho completamente falso.Los argumentos de unos y otrosSi bien la relación entre el gobierno de los Kirchner y el campo nunca transcurrió por momentos de paz y concordia e incluso aún permanecen importantes rispideces y desacuerdos, el tramo más crítico del enfrentamiento transcurrió entre el dictado de la Resolución 125, que establecía el sistema de retenciones móviles, y la madrugada del 17 de julio, fecha en que el Senado rechazó el intento oficial de una aprobación parlamentaria de esa medida.El envío al Congreso de un proyecto de Ley que refrendara el decreto presidencial con el sistema de retenciones móviles había sido considerado por el oficialismo como un mero trámite ratificatorio pues, hasta ese momento, el gobierno nacional contaba con mayoría absoluta en ambas cámaras legislativas. De este modo, se pensaba, con el respaldo parlamentario, el sector agrario quedaría aislado y todas sus manifestaciones y reclamos podrían fácilmente ser catalogados como anti democráticos pues los poderes del estado quedaban dueños absolutos de la legalidad y, enfrente, los productores agrarios, enfrentados a las instituciones de la nación, quedaban como ambiciosos y egoístas que privaban a los más pobres de su alimento y se negaban a compartir sus ingresos con el resto de la sociedad. Pero algo falló en el cálculo oficial.Desde el comienzo mismo del conflicto, el gobierno intentó poner al sector rural en el lugar de los enemigos de la patria y del pueblo, cuya representación exclusiva asumía la presidenta que, como ella se encargaba de recordarlo en cada discurso, había obtenido el 46% de los votos hacía apenas 6 meses. De este modo, los productores rurales se estaban rebelando contra la autoridad legítimamente constituida y lo hacían porque no querían compartir con el resto de los argentinos su buen pasar económico. El oficialismo, ayudado por la prensa oficialista (Página 12, Infobae, Canal 9, Radio 10, Canal 7, Telefé, Revista Veintitrés, Revista Debates y muchos más) y por los intelectuales de Carta Abierta, más los movimientos sociales alimentados por el erario público, intentó reeditar la dicotomía de los cuarenta: de un lado el pueblo empobrecido, del otro la oligarquía ávida de consumos suntuarios y acumulación voraz de riqueza.Pero a medida que pasaban los días, el conflicto se profundizaba y los productores rurales rebelados contra el gobierno encontraban más y más apoyo en las grandes ciudades, además de los pueblos del interior, cuyas actividades giraban en torno a la producción agropecuaria. El gobierno probó todo, sin éxito.En un primer momento intentó argumentar a favor de la racionalidad económica que supone desalentar la producción de soja, en beneficio de otros productos agrarios. Hacia fines de marzo, en un acto en Parque Norte, Néstor Kirchner –que no tenía ningún cargo institucional pero que en los hechos era quien gobernaba- afirmó: “Necesitamos que no se sojice todo nuestro campo, necesitamos más productores de trigo, de maíz, de leche, de carne”. Los argumentos eran pobres y oportunistas. El trigo no compite con la soja, el maíz sí. Pero ambos abastecen con creces el consumo local. En el caso de la leche y la carne, fueron las políticas oficiales las que, a lo largo de varios años, fueron desalentando estas producciones en beneficio del cultivo de soja. El cierre de tambos y la creciente liquidación de vientres eran una muestra de la baja rentabilidad de ambas actividades. Reestablecerlas puede llevar varios lustros. El aumento del precio de la carne hacia comienzos de 2010 es una consecuencia directa de la baja producción y del desaliento que cunde en el sector pecuario.Otra estrategia que intentó el gobierno fue la de intentar separar a los pequeños productores de los más grandes. Unos, son los esforzados productores rurales que trabajan la tierra de sol a sol; los otros, son la oligarquía, los grandes terratenientes, los latifundistas que se creen dueños del país. Si el gobierno pensaba que esto era cierto, es que había descuidado el estudio y conocimiento del agro argentino durante las últimas décadas que, como ya dijimos, había cambiado su estructura tradicional y se había transformado en un sector dinámico, productivo, promotor y protagonista del cambio tecnológico y con una eficiencia que lo colocaba en la cúspide mundial de la eficiencia productiva.Y, justamente, los más pequeños productores, los propietarios de tierras marginales y de menores rindes, eran los que más padecían las medidas del gobierno, que recortaban –a través de las retenciones- el precio total de los productos, con lo cual perjudicaban en mayor medida a los productores más débiles. El gobierno intentó quebrar el frente agrario ofreciendo condiciones beneficiosas a los productores más pequeños (fletes baratos, retenciones más bajas, etc.), algo que también se solicitaba desde la Mesa de Enlace pero estas soluciones no sólo eran confusas y de difícil aplicación práctica sino que, además, los pequeños productores sabían, por experiencia, que estos reintegros y beneficios nunca se concretaban y terminaban durmiendo en los de la indolencia burocrática en la Capital Federal.El ministro Martín Lousteau, que había ideado el mecanismo de retenciones móviles y que terminó renunciando en medio del conflicto, peleado con el gobierno, esgrimía un argumento revelador: “la soja desplaza y encarece otras actividades”, lo cual es muy cierto pues encarece el precio de la tierra y tienta a los propietarios con el abandono de otras actividades menos rentables para volcarse a la siembra de soja, de mayor rentabilidad. Lousteau daba como ejemplo que 100 hectáreas destinadas a la producción de soja sólo agregaba un puesto de trabajo contra quince que podría generar esa misma superficie si se destinara al cultivo de algodón.Es curioso oír a un ministro de economía pedir que los productores se vuelquen hacia actividades de menor rentabilidad, con el argumento de que ellas absorben más puestos de trabajo. Sería como aconsejar a un industrial que no incorpore tecnología, con el mismo argumento. El titular de la Sociedad Rural Argentina Luciano Miguens le contestaba que “el empleo que genera la soja no son sólo los dos hombres que están en el campo, también está el trabajo generado por la investigación en la semilla, la maquinaria agrícola de altísima precisión, los servicios, el transporte e incluso la industria, porque la soja se transforma en aceite y biodiésel”.Los días pasaban y el conflicto continuaba sin resolverse. Quienes elaboraban encuestas daban cuenta de una caída en la imagen del matrimonio presidencial. Muchos de quienes habían votado al oficialismo en octubre de 2007 ahora se mostraban desilusionados por la incapacidad del gobierno para destrabar un conflicto que se extendía ya durante meses. Adjudicaban al gobierno extrema intransigencia en las negociaciones. En la prensa se había filtrado una presunta frase de Néstor Kirchner, verdadero presidente tras el trono, quien habría afirmado que quería ver de rodillas a los dirigentes agrarios.Casi dos meses después de iniciado el conflicto y con las negociaciones empantanadas por la dureza oficial, la presidenta lanzó un plan social con el dinero de las retenciones. Los montos que se discutían serían destinados a la construcción de escuelas, hospitales, caminos rurales y viviendas. De este modo, si los productores seguían reclamando, entonces quedaría sumamente claro que se negaban a que los pueblos del interior del país cubrieran sus necesidades y perdieran las obras que el gobierno acababa de prometer.Pocos días después, el vicepresidente Julio Cobos hizo un llamado para que el conflicto se solucionara en el Congreso. Al día siguiente hubo manifestaciones en varias ciudades del país. Fue en ese momento que el matrimonio presidencial decidió jugar su carta más decisiva: mandar al parlamento un proyecto de ley para que las retenciones tengan status legal. “La democracia se defiende con más democracia y las instituciones se defienden con más instituciones”, dijo. Y agregó: “Esta medida de las retenciones móviles que tanto revuelo ha causado a un sector que hace 90 días corta rutas, voy a enviarla al parlamento como proyecto de ley por si no les basta con esta presidenta, que hace seis meses obtuvo el 46% de los votos”. Segura de una aprobación rutinaria, Cristina Kirchner enfatizó: “Son los representantes del pueblo, elegidos en elecciones libres, democráticas y sin proscripciones, los que deciden, deliberan y ejecutan”.Con el envío de un proyecto de ley al Parlamento, el gobierno nacional pensaba doblegar al campo con el peso de institucional de ambas cámaras legislativas, que se sumaban a la voluntad del Poder Ejecutivo en una misma dirección. Con una ley de por medio, la situación de las entidades agropecuarias, pensaba el ejecutivo, se tornaría sumamente débil pues su rebelión podía ser catalogada, como ya lo estaban haciendo los intelectuales de Carta Abierta, como un intento sedicioso, una tentativa de derrocar al gobierno que había sido elegido pocos meses atrás.En la Cámara de Diputados, el oficialismo obtuvo una victoria relativamente cómoda: 129 votos a 122. Se sumaron al proyecto oficial algunos aliados del progresismo independiente como la aliada de Luis Juez, Cecilia Merchán, el diputado elegido por el PRO pero rápidamente pasado al bando oficialista, Eduardo Borocotó y el militante izquierdista Miguel Bonasso. Pero el gobierno perdió a varios votantes habituales de sus proyectos: Graciela Camaño, Felipe Solá y otros diputados relevantes que hasta ese momento habían acompañado al kirchnerismo sin objetar ningún aspecto de su política.Tras la aprobación en Diputados, el proyecto pasó al Senado de la Nación donde las fuerzas eran más parejas pero, se pensaba, de todos modos el oficialismo no tendría mayores problemas para su transformación en ley. Pero algo salió mal. En una maratónica sesión que duró hasta las 5 de la madrugada del 17 de julio, con la presencia de la totalidad de los representantes de los 24 distritos, oficialismo y oposición empataron y fue el vicepresidente Julio Cobos quien decidió el rechazo de la iniciativa oficial con su voto “no positivo”.La inesperada derrota parlamentaria en modo alguno abrió una mejor perspectiva de negociación entre el gobierno y el sector rural. Más bien al contrario: el concepto político que sobrevuela la Casa Rosada, excluye la negociación, la conciliación de intereses contrapuestos o cualquier forma de acercamiento entre los sectores económicos y políticos que integran la vasta gama de intereses y que son comunes en toda sociedad. Tras la derrota, el gobierno se cerró aún más en sus posiciones e hizo todo lo posible para evitar toda negociación.Pero algo se había quebrado durante la crisis del campo. El kirchnerismo había logrado un porcentaje importante en las elecciones presidenciales de octubre de 2007 pero pocos meses después muchos de sus votantes ya los habían abandonado. La crisis del campo puso en relieve, por partedel gobierno, una baja capacidad de negociación y de resolución de conflictos que son habituales. La migración de votantes pudo verse claramente en los meses siguientes. El gobierno, acosado también por la crisis mundial, y consciente del progresivo deterioro de su imagen, decidió adelantar las elecciones legislativas, originariamente previstas para octubre de 2009. Realizadas el 28 de junio, revelaron una caída estrepitosa de los votos oficialistas. Del 46% obtenido en 2007, el kirchnerismo arañó el 30% en todo el país. La movilización del campo cambió la relación de fuerzas en la política argentina y sentó las bases para un nuevo alineamiento político y económico en el país. (Nota 3).Hacia un nuevo escenario productivoLa rebelión del campo contra el gobierno de los Kirchner plantea un nuevo escenario productivo y político para la Argentina que viene.Tras la crisis del 30 y el gobierno del peronismo (1946-1955), los productores agropecuarios perdieron una cuota de poder que nunca recuperaron. La mengua de ese poder se correspondió con la pérdida de importancia económica del sector rural en el conjunto de la economía nacional.Durante largos años, a partir de los sesenta, el sector ha trabajado silenciosamente y se ha reposicionado a fuerza de investigación, inversión y eficiencia. La coyuntura mundial existente a partir de comienzos de siglo, producto de la reformulación de las economías de China e India, ha favorecido su solidez productiva y su capitalización.En esa circunstancia es que el campo se siente con fuerza como para replantear, al conjunto de la sociedad argentina, su lugar en la economía y la política nacionales. Ese y no otro es el significado último de la rebelión de los productores.En el nuevo escenario mundial, ya no puede hablarse del agro como “la primera ola”, el símbolo de una economía primitiva y desaconsejada por los economistas por su poco aporte de valor agregado y sus métodos productivos arcaicos.La relación entre el agro y la industria merece ser replanteada a la luz de las nuevas realidades económicas mundiales. Dos tercios de nuestras exportaciones son materias primas o bien manufacturas de origen agropecuario. La mejora de los precios internacionales y la capacidad de respuestas del agro argentino han permitido al país crecer a tasas gigantescas desde 2002 y también han posibilitado superar la crónica falta de divisas que en reiteradas ocasiones frenó el crecimiento de otros sectores económicos.Asimismo, durante todos estos años, el aporte del sector agrario al presupuesto nacional ha posibilitado la eliminación del déficit, también crónico, del presupuesto nacional. En tal circunstancia, agredir al agro, horadar su capacidad productiva, transformarlo en enemigo del interés nacional, sólo puede traer consecuencias perniciosas para el conjunto de la economía nacional, además de agrietar la relación entre los argentinos.La producción agropecuaria constituye uno de los aportes más importante con que cuenta la Argentina para transformar su economía y multiplicar su producción en todos los órdenes. Muchas veces el tipo de cambio y los precios internacionales han permitido que contribuya cuantiosamente al sostenimiento de la estructura del estado. Su rol en el logro de los equilibrios macroeconómicos sustanciales, es innegable. Considerar al sector como enemigo de la patria no ayuda a la construcción de una nación más sólida y desarrollada.Nota 1Jorge Abelardo Ramos y Jorge Enea Spilimbergo, que lideraban el Partido Socialista de la Izquierda Nacional, fueron quienes utilizaron la categoría “renta diferencial” para explicar la ganancia extraordinaria de los productores de la pampa húmeda argentina debido a la fertilidad natural del suelo.Ambos atribuían esta categoría a Carlos Marx. Sin embargo, pertenece a la economía clásica. En efecto, en su obra principal Adam Smith dice:“La renta (de la tierra) sube o baja en proporción a la bondad del pasto. En el caso de que sean buenos, no sólo la misma extensión de terreno mantiene un mayor número de cabezas, sino que, necesitando menos espacio, disminuye el trabajo necesario para apacentarlas y obtener el producto. El propietario gana de dos maneras: por el aumento del producto y por la disminución del trabajo que se uede sostener con aquél” (Investigación sobre la Naturaleza y Causas de la Riqueza de las Naciones. Capítulo XI. Parte I. FCE 1979. Página 142/143).Flichman, en cambio, adjudica la introducción del concepto de “renta diferencial” para el análisis de la fisiología del campo argentino, al politólogo Ernesto Laclau, por un escrito suyo de 1969. Hay que recordar que Ernesto Laclau militó junto a Ramos y Spilimbergo entre 1962 y 1968, momento en que decidió radicarse en Inglaterra. En su paso por el PSIN, es probable que Laclau haya leído el texto “Clase Obrera y Poder” (1962), redactado por Spilimbergo donde ya se habla de la “renta diferencial” para explicar las super ganancias del campo argentino.Nota 2Ernesto Laclau y su esposa Chantal Mouffe, politólogos de renombre internacional, aparecen como los mentores o ideólogos del kirchnerismo.Con medio siglo de mora, una franja de los sociólogos europeos parecen haber descubierto que, después de todo, el “populismo” no es tan malo y que se trata de una construcción política que han encontrado los países subdesarrollados para enfrentar los desafíos que le plantea el escenario mundial.Claro que la denominación de “populismo” es abarcativa y difusa. Comprende movimientos de distinta naturaleza y sirve para calificar tanto a los encabezados por George W. Bush como al venezolano Hugo Chávez y Néstor Kirchner.El nivel de abstracción de los razonamientos de ambos puede atisbarse, desafiando el tedio, en La razón populista o bien en El populismo como espejo de la democracia.Uno de los capítulos más importantes de esta visión europea consiste en identificar la política con el antagonismo, con el enfrentamiento, con el conflicto. Considera que es central “la construcción del enemigo”. Sin duda, Néstor Kirchner, hombre de temperamento atrabiliario, ha de sentirse muy cómodo en las aguas de esta visión.Alejado del país hacia fines de los sesenta y probablemente muy absorbido por sus estudios sobre “significantes tendencialmente vacíos” y otros conceptos igual de profundos, probablemente Laclau haya descuidado actualizar su percepción de la realidad argentina. En el conflicto entre el gobierno y el campo, eso ha sido muy claro.Nota 3En medio del conflicto entre el gobierno y el campo, salió a luz un escándalo de corrupción que pese a ser denunciado por varios diputados, senadores y también por la prensa, con el paso de los meses, pasó al olvido.Se trata de una maniobra de las empresas exportadoras de granos que, al percibir o contar con información precisa acerca de un aumento en la alícuota de las retenciones, registraban exportaciones en forma “preventiva” (con los viejos porcentajes de retenciones), beneficiándose con la diferencia entre las antiguas retenciones, más bajas, y las nuevas retenciones.Esta maniobra fue puesta en evidencia por el diputado nacional Rafael Martínez Raymonda, que presentó un proyecto de ley para corregir esta situación y que fue aprobado por unanimidad en la Cámara de Diputados de la Nación.Sin embargo, al pasar al Senado, el senador por Córdoba Roberto Urquía, propuso una “modificación formal” a un párrafo, con la cual anulaba parcialmente el efecto del proyecto que ya venía sancionado de la Cámara de Diputados. Increíblemente, la modificación propuesta por Urquía fue aprobada en Senadores y luego también en Diputados, lo cual nos hace pensar seriamente en la falta de información y la liviandad de nuestros legisladores nacionales, incapaces de defender los ingresos del estado nacional ante una maniobra como ésta, que beneficia a los exportadores en perjuicio de los productores y el fisco nacional. Esta maniobra permitió embolsar a los exportadores, indebidamente, una cifra que se estima en 1.700 millones de dólares.La misma observación fue realizada por un grupo de diputados afines algobierno nacional: Claudio Lozano, Eduardo Macaluse, Verónica Benas, Martínez Garbino y Lisandro Viale, en un escrito presentado en los días previos al debate de las retenciones móviles en la Cámara de Diputados.En ese trabajo, titulado Definiciones previas para el debate parlamentario sobre las retenciones móviles, los autores sostienen: “Previo al aumento decretado el 10 de noviembre (de 2007), es decir cuando la retención sobre la soja estaba en el 27.5%, el total exportado fue de US$ 11.608,3 millones, y el total de lo recaudado por retención fue de US$ 2.623,2 millones. Es decir que se recaudó apenas el 22,6% del volumen exportato. Sin embargo, la recaudación fiscal tendría que haber sido de US$ 2.902,4 millones. La diferencia de US$ 279,1 millones es la pérdida de recaudación por parte del Estado, que pagada por los productores es apropiado por los exportadores”.A conclusiones similares llegan Mario Cafiero y Javier LLorens en su trabajo “La falacia de las retenciones móviles”. Allí sostienen los autores: “Las retenciones móviles habrían sido dictadas en directo beneficio de los exportadores de granos. Esta afirmación aunque parezca temeraria, tiene su fundamento en el hecho que hacia fines del año pasado, al compás de que la soja llegaba a su máximo nivel de precios históricos, los exportadores presentaron declaraciones juradas de venta al exterior por volúmenes desproporcionados con el objeto de congelar las retenciones a pagar, cuya suba se concretó inmediatamente después con la resolución 369.Pero seguidamente, en forma inesperada, por la irrupción de la especulación financiera internacional, la soja siguió subiendo ininterrumpidamente, hasta llegar en marzo de 2008 al doble del valor que tenía en el 2007. Esto le jugó en contra a los exportadores de granos. No podían efectivizar las masivas ventas anticipadas, comprando en el mercado interno a precios muy superiores a los precios de exportación ya fijados.Necesitaban imperiosamente que los precios se retrotrajeran a noviembre del año anterior. Y el gobierno cómplice de la maniobra les dio la mano salvadora, dictando la medida de las retenciones móviles”.Más adelante los autores se preguntan “¿Cuánto hubiera recaudado el fisco si a los permisos de embarque se les aplicara la alícuota de exportación vigente en cada momento y no las congeladas mediante las Declaraciones Juradas de Ventas al Exterior (DJVE)?

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