martes, 15 de febrero de 2011

Eficiencia, la llave de la economía. Por Juan Alemann

Si hubiera que resumir toda la ciencia económica en una sola palabra, esa sería "eficiencia". Así como en medicina sería "salud", en derecho, "justicia", y en filosofía, "sabiduría". Sin embargo, llama la atención que muchos economistas se refieren poco a este término, y muchos hasta lo ignoran totalmente en sus análisis. En la política, la eficiencia suele considerarse algo negativo, como si se tratara de un concepto que expresa la explotación extrema del trabajador. Sin embargo, la historia nos ofrece una curiosa excepción: Lenin decía a sus seguidores que la eficiencia no era un concepto aplicable sólo al capitalismo, sino que también valía para el comunismo. Pero no fue comprendido. Claro que habría que preguntarse si un sistema comunista puede ser eficiente, ya que ello contradice su esencia.

La eficiencia mide la relación entre los medios empleados para alcanzar un objetivo y el valor de éste en términos económicos. La eficacia, en cambio, sólo se refiere a la efectividad para lograr un objetivo, sin medir los costos. Se puede ser eficaz, pero no eficiente, y se puede ser menos eficaz, pero eficiente. Tampoco es lo mismo eficiencia que productividad. Este último concepto expresa la relación de las horas de trabajo empleadas para producir determinado bien. Eventualmente se puede aplicar también a una máquina. Una empresa puede lograr una alta productividad del trabajo que utiliza, pero no ser eficiente. Porque la eficiencia de una empresa, si bien incluye el rendimiento del trabajo, se refiere a más cuestiones: la selección del personal y su capacitación, la programación de la producción, la incorporación de tecnología, la compra de insumos, la política de ventas, la financiación y las inversiones, así como la selección, planificación y ejecución de éstas.
La eficiencia incluye también la adaptación a situaciones cambiantes, así como un buen sistema de previsión de los futuros posibles y probables. Se relaciona también con la creatividad, el buen funcionamiento de los mercados y, en última instancia, con la libertad económica.
Por mucho tiempo, la ciencia económica no consideró la relación entre eficiencia y crecimiento. Se suponía que éste dependía casi exclusivamente del monto de las inversiones en relación con el producto bruto interno. En nuestro país se suele señalar que la tasa de inversión debe aumentar del nivel actual (de 2010) en torno del 21% (según Orlando Ferreres) al 30% o más para poder tener un crecimiento sustentable de por lo menos un 5% anual. Es un error: nuestra tasa de inversión histórica se ubica en torno del 20%, nivel que en la comparación internacional no es bajo, y que debería ser suficiente para que el PBI aumente por lo menos al 5% anual por mucho tiempo, con alta inversión social, a condición de que haya menos dilapidación y más eficiencia en la inversión misma, y luego en el funcionamiento de la economía.
Hemos sido históricamente muy ineficientes en la inversión estatal, que antes de las privatizaciones era de cerca de la mitad de la inversión total, con una inmensa dilapidación de fondos. Tasas de inversión superiores a la actual impondrían a la sociedad una contención en su consumo que no estaría dispuesta a aceptar. En China se llega a una tasa del orden del 40% porque hay un sistema político que lo puede imponer. Gracias a ello, ese país crece a tasas sostenidas del 8% al 10% (y más) por año, a pesar de muchas ineficiencias. Pero nuestro caso es totalmente diferente.
En 1961, el economista John Kendrick publicó un enjundioso estudio sobre las causas del crecimiento de la economía de los EE.UU. desde principios de siglo. Llegó a la conclusión de que era, por mitades, por factores materiales e inmateriales. O sea, por un lado, mayores recursos naturales, más trabajo humano e inversiones en capital, y, por el otro, los avances en tecnología y eficiencia, subsumiendo en este último concepto la capacitación, los cambios estructurales y toda suerte de iniciativas empresariales. Posteriormente, otros economistas, como el premio Nobel Robert Solow, avanzaron en esa dirección y hoy el tema sólo de discute en cuanto a su cuantificación.
Dada la revolución tecnológica, la mayor de toda la historia de la humanidad, que tuvo su momento culminante en la década del 90 (centrada en telefonía, informática y biotecnología), seguramente la incidencia de los factores inmateriales sea mayor ahora que en el período analizado por Kendrick. Sobre todo, el desarrollo de las PC, el amplio software e Internet han inducido a un salto de eficiencia y han tenido un impacto fenomenal en la economía. Es importante destacar que la Argentina dispone de una población inteligente que absorbe esa nueva tecnología con asombrosa rapidez, lo cual nos permite utilizar plenamente este factor de crecimiento. No es así en otros países emergentes.
Pero también la biotecnología ha sido fundamental para nosotros. En 15 años cuadruplicamos la producción de soja. Ello sólo fue en mínima parte por inversiones (en tractores y otros implementos). En lo esencial fue por el empleo de semillas genéticamente modificadas, por la aparición del glifosato y otros herbicidas e insecticidas, por la siembra directa (una tecnología en la que la Argentina es líder mundial), por el estudio de suelos y por una fertilización amplia y bien calibrada. También fue por el incentivo que significó el fuerte aumento de precios en el mercado mundial. Finalmente, influyeron también las notorias mejoras de eficiencia en el transporte y en los puertos. Todo esto llevó también a la ampliación de la superficie cultivada, incluso a zonas marginales que antes se consideraban no aptas para la soja.
En la década del 90, la Argentina pegó un salto en su nivel global de eficiencia por las privatizaciones. El Estado es intrínsecamente ineficiente en todo lo que hace, pero lo es más en el manejo de empresas, que exigen una dinámica incompatible con la parsimonia burocrática de la administración pública. Una empresa privada tiene incentivos naturales para ser eficiente, a saber: la responsabilidad patrimonial (el peligro de perder el capital), el afán de lucro y la competencia con otras empresas. En el Estado, esto se reemplaza por reglamentaciones que llevan inevitablemente a comportamientos rígidos y muy ineficientes.
Además, todo se politiza; no se designa la conducción por criterios de capacidad e idoneidad, sino por razones políticas. El caso más patético en este sentido es actualmente el de Aerolíneas Argentinas. La misma mecánica de la política lleva luego a emplear mucho más personal del necesario. En YPF se había llegado en la década del 80 a 54.000 personas; luego, José Estenssoro redujo la dotación a 6000 personas y aumentó al mismo tiempo la producción. Con la expansión de YPF, la dotación aumentó luego a algo más de 10.000. En las demás empresas estatales la situación era parecida, por lo cual las privatizaciones llevaron a la pérdida de más de 200.000 empleos, con un notable mejoramiento y una expansión en los servicios públicos prestados por esas empresas y un cambio total en otras empresas privatizadas. El caso más llamativo fue el de la telefonía, donde de 2,7 millones de líneas en 1990 pasamos a más 8 millones de líneas fijas y más de 50 millones de celulares.
En la década del 90 se privatizaron unas 30 empresas estatales y otros sectores estatales, que no eran considerados empresas, como rutas, puertos y aeropuertos. De allí surgieron unas 60 empresas privadas. El cambio en cuanto a manejo e introducción de tecnología (que estaba disponible, pero no se utilizaba) que se produjo en las empresas fue revolucionario y tuvo un formidable efecto sobre toda la economía, de crucial importancia en el caso de la telefonía, de la electricidad y de los puertos.
Las privatizaciones indujeron altas inversiones, muchas en sectores críticos, que actuaron como locomotora de la economía. El Tesoro nacional pasó de tener que subsidiar a las empresas (para cubrir inversiones y pérdidas operativas) a obtener ingresos tributarios. Sin duda, en lugar de reestatizar empresas y poner trabas a las que siguen operando, habría que pensar qué más se puede privatizar.
Es fundamental que los funcionarios que deciden en materia de inversión pública piensen en términos de eficiencia, lo cual se refiere a tres aspectos: selección de las inversiones conforme a su prioridad; estudio de proyectos; financiación asegurada, y ejecución en plazo breve, conforme a un programa de camino crítico. Y que, además, piensen qué inversiones se pueden trasladar total o parcialmente al sector privado y cómo. Esto implica que no se emprendan más proyectos simultáneamente que los que se puedan financiar. De hecho, se hace lo contrario.
Es habitual que el costo de las inversiones públicas duplique en exceso el que debería ser o el que sería para una empresa privada. Yacyretá debió haber costado no más de 5000 millones de dólares y terminará costando más de 12.000 millones. El mayor costo sólo es en mínima medida por corrupción; la mayor parte es por intereses intercalares (por la demora en la ejecución), por costos improductivos y mala planificación. O sea, por ineficiencia.
Pero, aparte de eso, a nivel macroeconómico es importante seleccionar los proyectos por su eficiencia, dando prioridad a los que más promueven el crecimiento o dan mejor solución a problemas sociales. Las usinas de Barrancosa y Cóndor Cliff, previstas en el río Santa Cruz, son, de lejos, las peores en cuanto a costo de electricidad de una lista de una veintena que fue relevada por la propia Secretaría de Energía. El tren bala no se compara ni remotamente en cuanto a efecto económico con la renovación general de vías o el proyecto de trincheras para los ferrocarriles suburbanos. Y suma y sigue.
El tema da para mucho más. Parafraseando aquel famoso eslogan de la campaña electoral norteamericana de 1992, diríamos: "¡Es la eficiencia, estúpido!".
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jueves, 10 de febrero de 2011

Cuando la palta no vale un peso. Por Martín Lousteau


Excepto por la década del 70, la segunda mitad del siglo XX estuvo caracterizada por alimentos baratos. Esta etapa parece haber finalizado en los últimos años. Después del pico de 2008 y del descenso asociado a la crisis financiera internacional, los precios de los commodities agrícolas han retomado su senda de crecimiento: desde mediados del año pasado, el valor de la soja ha subido casi 50%. La variación positiva para el maíz y el trigo es de alrededor del 90%.

Esta suba generalizada de las materias primas alimenticias es consecuencia de elementos diversos. La depreciación del dólar a nivel global es una. Los factores climáticos también inciden. Y la suba del precio del petróleo y sus derivados genera dos efectos adicionales. Por un lado, eleva los costos de la producción agrícola y de su transporte debido al impacto en el precio de los fertilizantes y el combustible. Por el otro, vuelve a incentivar la utilización de ciertos biocombustibles en cuya producción participan cultivos que, de otra manera, serían destinados a la alimentación.
Pero el motor más importante del alza está relacionado, sin dudas, con el incremento de la demanda global. El crecimiento económico de países densamente poblados como China e India ha modificado su estructura productiva y social: las migraciones hacia las ciudades, el aumento del ingreso y la reducción de la indigencia han enriquecido la dieta de cientos de millones de personas.
Claramente, la suba de los precios internacionales de los alimentos representa una oportunidad para los países exportadores de dichos productos. Pero para muchas otras naciones y para el mundo en general constituye también un serio riesgo en materia de seguridad alimentaria (con impactos potenciales como mayor desnutrición o hambrunas) y de reversión del terreno ganado frente a la pobreza.
Para entender la profundidad del problema y por qué es tan grave para los países menos desarrollados es útil incorporar dos consideraciones: contrariamente a lo que parece creer el ministro Amado Boudou, los más pobres destinan una proporción mayor de sus ingresos a la compra de alimentos. Pero, además, el impacto del alza de las materias primas es mucho mayor y más directo para los sectores más vulnerables y de dietas más primitivas y menos elaboradas. La lógica es sencilla: cuanto más procesados son los alimentos que se consumen, menor es la relevancia del insumo original en el costo total. Para quien come un choclo el aumento del maíz es evidente. Pero la hamburguesa de una cadena de comidas rápidas posee otros ingredientes en su producción más allá de la carne surgida de feedlots (en los cuales se utiliza maíz): también existen los empleados, el gasto en publicidad, el empaque, el alquiler, el gas y la electricidad, por mencionar algunos.
El efecto que pueden tener todos estos factores queda claro al mirar lo que ocurre en la Argentina. En el primer semestre de 2010, los precios internacionales de las materias primas agrícolas aún seguían padeciendo inestabilidad y cayeron casi 10%. Sin embargo, la variación de precios experimentada en los alimentos en nuestra economía fue de 31%, diez veces más que promedio de América latina (excluyendo Venezuela).
Independientemente de los problemas locales con la inflación, lo cierto es que el incremento del precio de los commodities agrícolas posee consecuencias muy amplias. Más allá de la falta de apertura y participación política, de la ausencia de derechos ciudadanos extendidos, de la corrupción de sus gobernantes y de su ineficacia en brindar mejoras sostenidas en la calidad de vida de sus ciudadanos, los episodios que se están viviendo en Egipto, Túnez y otras partes del mundo árabe también guardan relación con el alza del precio de la comida.
Así como los países centrales no prestan la debida atención al empeoramiento de ciertos procesos políticos y sociales en vastas regiones del planeta hasta que es muy tarde, también pareciera haber cierta distracción general con la dinámica de la producción de alimentos. Por ejemplo, los últimos datos disponibles del Banco Mundial muestran que la participación de los proyectos destinados a la agricultura y el desarrollo rural en el total de préstamos de la entidad es la mitad que hace treinta años.
La suba del precio de los alimentos va a poner al mundo frente a desafíos mayúsculos en un futuro no muy lejano. Ya no se trata sólo de cómo producir más sino también de cómo cubrir a las poblaciones más vulnerables, cómo distribuir las rentas extraordinarias que surgirán y, finalmente, cómo administrar correctamente recursos naturales limitados como la tierra fértil y el agua que, junto con la energía, constituyen la fuente de todo lo demás.

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martes, 8 de febrero de 2011

La gran aventura brasileña. Por Raúl Ferro


Brasil ha entrado por fin en las grandes ligas mundiales. Como parte del exclusivo club de los BRIC (Brasil, Rusia, India y China), el gigante sudamericano ha aumentado notablemente su peso específico en la economía global. No se trata solamente de tamaño. Hoy, Brasil no sólo es el segundo productor mundial de soja o el mayor exportador de mineral de hierro del mundo. Cuenta con un puñado de empresas que son jugadores globales de verdad, actores de primer nivel en sus industrias, como Embraer en el campo aeroespacial, Sadia en el agroalimentario o Vale en el minero. De ser un gigante que se miraba el ombligo hace apenas 15 años, Brasil ya se graduó como país que importa al mundo y al que el mundo le importa.


Todo esto gracias a las reformas que se iniciaron a mediados de los años noventa. Lo sucedido en estos últimos quince años ha sido mucho más trascendente que las décadas de industrialización que resultaron de las políticas centralistas de las dictaduras militares de los sesenta y de los setenta. Uno podría decir que ese proceso fue imprescindible para sentar las bases del salto que hemos visto dar a Brasil en la última década y media, pero hay algunas evidencias empíricas que señalan que esto no es así. La industria automotriz brasileña, que creció bajo un mercado cerrado a la competencia externa, seguía a principios de los noventa fabricando vehículos con tecnología de la década de los setenta (sólo hay que mirar un Ford Del Rey o un Chevette de esa época). Cuando el mercado se abrió y Brasil se convirtió en una de las plataformas de la industria automotriz global, las cosas cambiaron radicalmente. Otro caso de estudio que arroja resultados similares es el de Vale, empresa estatal enfocada en recursos naturales que estaba razonablemente administrada hasta su privatización a fines de los noventa. A partir de allí, la empresa inició un plan de reorientación estratégica que la ha llevado a ser una de las cinco mayores empresas mineras del mundo por capitalización bursátil. O Petrobras, que, pese a continuar bajo control estatal, ha seguido una estrategia de gestión que la ha llevado a convertirse no sólo en un gigante de su industria, sino también en un líder global en las operaciones de aguas profundas. La ampliación de capital de Petrobras en septiembre pasado -US$ 67.000 millones de capital recaudado, la mayor de la historia bursátil del mundo- llevó a la Bolsa de San Pablo, Bovespa, a convertirse en la segunda mayor bolsa del mundo por valor de mercado. La primera es Hong Kong, todo un símbolo de los tiempos que corren.
Pero todos estos éxitos tienen su contrapartida. Brasil ha ido bastante más allá que México, por ejemplo, en su proceso de apertura, pero aún tiene grandes temas pendientes. Una institucionalidad política débil, en la que el peso de los caudillos regionales sigue siendo determinante en los equilibrios del poder legislativo, altos niveles de corrupción, un sistema tributario inconcebible, un sistema judicial que necesita modernizarse y unas tasas de criminalidad aterradoras en algunas zonas del país son el lado B de un país que ya se insinúa como una de las potencias del futuro, que es uno de los destinos preferidos de los inversionistas y que cuenta con el tan preciado grado de inversión de las calificadoras de riesgo.
En ese sentido, Brasil tiene mucho por hacer. Fernando Henrique Cardoso hizo un buen trabajo durante sus dos gobiernos. Lo mismo puede decirse de los dos mandatos de Lula. Ahora le tocará a Dilma Rousseff seguir con la misión. Probablemente le toque un trabajo más difícil que a sus antecesores. Las reformas iniciales, aunque más visibles y grandilocuentes, suelen ser relativamente más sencillas de implementar. La segunda generación de reformas es mucho más compleja. El problema es que si Brasil quiere consolidarse como un líder de clase mundial -que combina un Estado democrático con una economía competitiva abierta al mundo- necesita acometer urgentemente la tarea de profundizar las reformas. No es fácil, pero es imprescindible. El país necesita avanzar en transparencia, profundizar la apertura de su mercado y, especialmente, reducir su excesiva burocracia y su defectuosa institucionalidad política.
La consolidación de Brasil como líder integral es importante para la región. Este país se ha convertido en referente para la opinión pública de muchos países latinoamericanos. Dentro del Mercosur, Brasil se erige, más que la vecina Argentina, como el ejemplo a seguir para los socios pequeños de la anquilosada unión aduanera -Uruguay y, en menor medida, Paraguay- . Y para la izquierda argentina, lo que han hecho los líderes de la izquierda brasileña -como los de la izquierda chilena o la uruguaya- debería servir de guía.

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lunes, 7 de febrero de 2011

La soja ayuda, pero no puede hacer milagros. Por Enrique Szewach

La visita de mi amiga Dilma a la Argentina reavivó el debate respecto del desbalance comercial que tiene nuestro país con Brasil.
En los últimos años la relación entre el real y el peso pasó de prácticamente 1 a 1 a casi 2,50 a uno a favor nuestro, y considerando, además, que nuestro gobierno prohibió ventas al vecino país, el déficit con Brasil es más un problema argentino.

De todas maneras, considerar el balance comercial en forma parcial, con cada país, carece de sentido. Es como en su caso. Usted, si trabaja, seguramente, tiene un “superávit comercial” con la empresa que lo tiene empleado y “déficit comercial” con el autoservicio chino de la esquina. Imagínese que usted se presenta ante el vecino chino y le dice que quiere “reducir su déficit comercial”, pidiéndole que contrate sus servicios. Obviamente, esto sería absurdo.
Por eso, corresponde mirar el balance comercial de manera integral y no con cada país. Más allá que haya que trabajar para levantar arbitrarias barreras comerciales o contrarrestar incentivos que generan ventajas artificiales a favor de algún país en perjuicio de otros.
Dicho esto, puede pasar al tema de fondo: nuestro balance comercial total. El balance comercial refleja la diferencia entre lo que el país produce internamente y lo que consume e invierte. Si el país tiene superávit comercial, ello significa que produce más de lo que consume o invierte, de manera que le vende al resto del mundo la diferencia. Inversamente, un país con déficit comercial consume e invierte más de lo que produce, de manera que tiene que importar la diferencia. Esa diferencia se “financia” con ahorro del resto del mundo, que puede tomar la forma de un préstamo o de inversión extranjera, entre otras.
La Argentina ha sido, estructuralmente, un país con déficit comercial, derivado de que el populismo predominante siempre ha incentivado más el crecimiento del consumo que el de la producción. Como consumíamos más de lo que producíamos, ese “desbalance” de importaciones debía ser financiado o bien con endeudamiento, o bien con ingreso de capitales propios o de inversores extranjeros. Cuando ese financiamiento se agotaba, no había posibilidad de hacer crecer más el consumo por el lado de las cantidades y toda la expansión populista se traducía en explosión inflacionaria y crisis externa que llevaba a una megadevaluación para bajar el salario real y reducir el consumo interno, generar superávit comercial por caída de importaciones, pagar el endeudamiento previo (o defaultear) y volver a empezar. A esto se lo llamó nuestras “crisis recurrentes de sector externo”.
Pero un día se produjo una “revolución productiva” y apareció el yuyito, la soja, cuyo boom de cantidades y precios es el nuevo “mecanismo de financiamiento” de las importaciones.
Permítanme ilustrar con algunos números. En el clímax de la década del 90 (97/98), la Argentina tuvo un déficit comercial de unos US$ 5 mil millones. Pero descontando las exportaciones de productos primarios y manufacturas de ese origen, el déficit se hubiera elevado a ¡US$ 20 mil millones! En 2010, el país tuvo un superávit de US$ 12 mil millones, pero descontando las exportaciones ya mencionadas, el déficit hubiera sido de ¡US$ 26 mil millones!
Entre 1998 y 2010 las exportaciones agrícolas y sus manufacturas pasaron de US$ 15 mil millones a US$ 40 mil millones.
Es decir: no es sólo la mejora de los precios; es, sobre todo, el violento cambio en las cantidades. La soja ha permitido “levantar” la restricción externa. O mejor dicho, alejar el momento de la crisis. Dado que el populismo exacerbado está haciendo crecer las importaciones más rápido que la producción y los precios agrícolas, obligando a un incipiente regreso al endeudamiento externo y con presiones inflacionarias crecientes.
La soja ayuda a extender el ciclo positivo, pero no puede hacer milagros si el populismo sigue descontrolado expandiendo el consumo y desincentivando la producción.
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