Al presentar el proyecto de presupuesto para 2010, el ministro de Economía aludió a la cuestión cambiaria. Señaló al respecto valores referenciales: un dólar de $ 3,95 para 2010 y otro de $ 4,15 para 2011. No es del todo clara la significación que poseen las remisiones numéricas del presupuesto a diversas variables de orden macroeconómico como, por ejemplo, la de inflación, la cambiaria y la del propio PBI. ¿Son estimaciones, compromisos, orientaciones de política o guías para los operadores?
El estatus luce más evidente respecto de los gastos presupuestados: serían autorizaciones a gastar que –se presume– serán ejercidas por el Estado (por supuesto, también hay un cálculo de recursos). Asumiendo las referencias cambiarias, se advierte que con relación al valor actual del dólar, de algo más de $ 3,80, tendríamos –claro que se habla de promedios– una actualización del 2% de cara a 2010, más una proporción algo mayor para 2011 (sobre el nivel anterior). Traducción: atisba con el dólar un régimen cambiario reptante, inherente a un cuasi peg –o sea, un cambio casi fijo–, que recuerda al aplicado por Redrado tiempo atrás, por un lapso extendido. El tema lanza severas implicancias en diversos frentes, comenzando por la perspectiva competitiva. Esto repercute en materia de actividad, de empleo y de desempeño fiscal. Si atendemos a la serie del llamado tipo de cambio real multilateral –TCRM–, que cultiva el Banco Central, y partiéramos de fines de 2001 hasta hoy, estaríamos en el pico de competitividad. Una plétora competitiva. Por nuestro lado, consideramos poco representativo al TCRM. Bajo la excusa que refleja una canasta de monedas, pese a la gran densidad contractual en dólares de nuestro comercio exterior, el dólar sólo detenta una escuálida ponderación en esa canasta del 12%. El real brasileño, a su vez, la triplica, aun cuando con Brasil existen vinculaciones que acotan la gravitación del tipo de cambio. Asimismo, como señala Frenkel, la medición del Banco Central emplea como deflactor interno el índice de precios minoristas del INDEC. Algo poco recomendable, dado el déficit de credibilidad de ese índice. Sería preferible, por ejemplo, el uso de los salarios, que traducen mejor la inflación efectiva. Por ende, nos parece que esa plétora competitiva es, en gran parte, un espejismo. Con el ajuste del dólar que terminó imponiéndose a finales de 2008 y a inicios de este año, la pérdida de paridad competitiva respecto del nivel propicio al crecimiento sustentable se redujo del 40% –mediados de 2008– al 25%. Por todo esto, en el tema cambiario, la señal presupuestaria luce controversial y dará que hablar. Máxime, cuando el notable éxito de la estrategia de 2003-2007 tuvo como eje el cambio competitivo. Desde ya, también pesará en el asunto el registro –efectivo y creíble– de la inflación de 2010. Supongamos que se cumple sin suspicacias la referencia del 6/8 por ciento. Como la alusión a los $ 3,95 por dólar es un promedio, esto podría suponer un valor tal de la divisa a fines de 2010 que implicara, para ese momento, un ajuste “punta a punta” de alrededor del 7%. ¡Sería como un crawl cambiario! Y no se perdería más competitividad (habría que ver qué pasa con los salarios). Con una inflación concreta superior, se acentuaría el retraso cambiario. No se nos escapa que enfrentamos un sinfín de divagues. Este artículo no es ajeno a ello. Ocurre que con relación a los guarismos de variables claves como el tipo de cambio y la inflación, no sabemos bien si se trata de estimaciones, hipótesis u objetivos de política. Y si es esto último, cómo se los consigue en realidad. Pero sí cabe afirmar que cuanto más se apoye el núcleo estratégico en la opción del apalancamiento financiero externo, tanto mayor será en lo inmediato –por lógica– la tentación de contar con un dólar fijo o algo similar. Lo que daría respuesta en algunos frentes, pero dejaría serios cabos sueltos en otros. Por todo lo que implica, esta disyuntiva promete ser el “tema de los temas”.
*Economista.
Reactivación de demanda versus desinflación
Hace 1 mes
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