Rara vez se hicieron tantos esfuerzos por "marcar la cancha" como en los días previos al encuentro de jefes de Estado del G20 en Toronto, el pasado fin de semana. Se evidenció el choque entre dos culturas económicas. La norteamericana, que privilegia el combate a la recesión por la memoria de la Gran Depresión, y la europea, que teme más a la inflación por el recuerdo de las hiperinflaciones de posguerra. El presidente Obama escribió a sus pares del G20 que era necesario volver a coordinar políticas globales y mantener los estímulos para reforzar la recuperación, dejando para el mediano plazo la reducción de los déficits fiscales. Economistas como Krugman también advirtieron el riesgo de una trampa deflacionaria si se quitan los estímulos. La canciller Merkel respondió defendiendo los ajustes presupuestarios europeos como el mejor camino para generar confianza e inducir más gasto, y también el modelo exportador alemán, desechando así un mayor impulso a la demanda interna.
Sobrevuelan los pájaros agoreros de los EEUU en 1937 y de Japón en los noventa, cuando se recayó en la recesión al cesar los estímulos fiscales. El FMI se pronunció algo más a favor de los EEUU, y estimó junto al Banco Mundial que con coordinación más reformas el PIB global aumentaría 8% más, se crearían 52 millones de empleos y casi 100 millones de personas saldrían de la pobreza. China hizo su parte, y anunció al fin formalmente la flotación administrada del yuan, sin que deba esperarse una rápida apreciación de su moneda. Pero huelgas inéditas mediante, lanzó también una campaña incitando al pueblo a consumir, claro indicio del mayor papel que se dará en Asia al mercado interno de aquí en más, gran noticia para toda Sudamérica.
Por cuerda separada, en la crucial cuestión de una nueva regulación financiera globalmente coordinada, EEUU llegó a Toronto con un acuerdo que se aprobará en el Congreso sobre una reforma que moderará excesos en la toma de riesgos, limitará las compensaciones a los ejecutivos bancarios, brindará mayor protección a los consumidores, dará más transparencia a los mercados de derivados, buscará alternativas para el problema de "demasiado grande para quebrar" y asegurará que al menos parte de los costos de las bancarrotas no sean pagados por los contribuyentes. Mucho más limitadamente, Europa anunció que publicará los resultados de las pruebas de fortaleza de sus bancos, las que deberán incluir la evaluación de los riesgos soberanos, pero no hizo aun concesiones sobre capitales mínimos, paraísos fiscales, fondos de cobertura y calificadoras de riesgo. Hay una sorda pero clara guerra por el negocio bancario entre Europa y los EEUU.
En un contexto como el descrito el comunicado final no podía ser sino diplomático. Su síntesis es "consolidación fiscal -nuevo nombre del ajuste- afín al crecimiento". EEUU y los keynesianos encontrarán aquí y allá párrafos a su gusto sobre la necesidad de continuar con los programas de estímulo, crear condiciones para una robusta demanda interna y reducir la dependencia de la demanda externa en los países superavitarios, claro mensaje a Alemania y China. Los ortodoxos y los europeos -sobre todo los alemanes- subrayarán los párrafos que exhortan a programas fiscales a medida para cada país y llaman a reducir a la mitad los déficits fiscales para el 2013 y a estabilizar o disminuir la relación deuda/PIB para 2016. En la cuestión financiera se reconoció que falta mucho por hacer, algo obvio, reiterando la larga lista de deberes antes mencionada al respecto de la fase preparatoria. Fue más relevante el compromiso de no imponer nuevas barreras al comercio -advertencia clara para la Argentina y otros países- ni medidas de promoción de exportaciones incompatibles con la OMC hasta 2013, llamándose en cambio más vagamente a finalizar la fonda Doha "tan pronto como sea posible". Por último, se decidió aumentar en 350 mil millones de dólares el capital de los bancos de desarrollo, lo que en el caso del BID permitirá llevar la cartera de préstamos anuales desde 6.700 a 12.000 millones de dólares, una buena noticia.
Un grande y peligroso experimento global se ha puesto así en marcha, el de seguir apostando por la globalización económica y aun financiera sin suficientes regulaciones mundiales comunes ni menos aun con una autoridad capaz de hacer cumplir las obligaciones. No es el mejor escenario, y debe recordarse que la salida de la peor crisis global desde 1929 se inició en abril de 2009, después de la reunión del G20 en Londres, cuando se dieron claras señales de coordinación de las políticas fiscales y monetarias más el mensaje de que se haría todo lo necesario para evitar los defaults soberanos y las quiebras de bancos, hasta nuevo aviso. Nada semejante ocurrió ahora. Claramente no era fácil, porque las urgencias no son las mismas de entonces y aprietan de modo diferente a unos y otros. Las garantías siguen de algún modo en pie, pero más discrecionales, como se mostró en las vacilaciones sobre Grecia y otros países. La mayor laxitud de los EEUU es posible porque, como se vio claramente a lo largo de esta crisis, su moneda sigue siendo, y por lejos, la de mayor demanda global. Esto les permite conservar el recurso de una emisión no inflacionaria de dinero si las cosas se agravaran. Europa está en situación distinta, ya que la demanda de euros ha caído claramente y, como se vio con la crisis griega, aun los bonos de países europeos importantes pueden sufrir el castigo de los mercados. Pero también es cierto que moderadas señales del Banco Europeo de mayor distensión monetaria podrían dar lugar a un poco más de inflación allí, para hacer más llevadera la reducción de los déficit, y también para afianzar la competitividad buscada en la reciente visión Europa 2020, documento que marca una fuerte apuesta al acceso a la sociedad del conocimiento, apuntando a invertir al 3% el PIB en ciencia y tecnología.
Como contracara de tantos desatinos al fin se ha "oficializado" el nuevo y decisivo rol de los países emergentes. Trichet les reconoce haber sido la fuente de fortaleza de la economía global y Ben Bernanke dice que ella dependerá cada vez más de los emergentes para mantener un crecimiento fuerte y lograr estabilidad económica y financiera. Aunque ellos no son inmunes a tantos desacuerdos empieza a perfilarse un nuevo escenario en el que Europa crezca poco pero el restante 80% de la economía global pueda compensarlo, cumpliéndose así los pronósticos coincidentes del FMI y la OECD de un crecimiento mundial mayor al 4% en 2010 y 2011. Ayudará a la continuidad de la recuperación el hecho de que los desequilibrios de balances de pagos se estén reduciendo, dado que ellos fueron los generadores de la excesiva liquidez que dio lugar a los excesos financieros depredadores, sobre todo por el exceso de gasto de los EEUU y el exceso de ahorros de los petroleros y los asiáticos, con China a la cabeza. Pero esta mejora se ha producido hasta ahora más bien por la vía negativa de una reducción del comercio, por lo que los desequilibrios pueden volver a aumentar si se afianza la recuperación. El camino no estará exento pues de turbulencias, aun fuertes, porque con bajo crecimiento aumentan los riesgos de contagios fiscales y financieros en Europa y de allí al mundo. Alienta que el propio Nouriel Roubini haya cambiado de opinión, dejando de lado el pronóstico de una recaída de la economía global y previendo en cambio una desaceleración en el segundo semestre, lo que sería lógico porque el mundo ha estado creciendo al 5%, una tasa probablemente insostenible sin riesgos de burbujas. Puede mantenerse así un moderado optimismo sobre la economía global, y claramente mayor para los países emergentes, los socios estratégicos de la Argentina. Pero cuanto mejor estaríamos hoy de haberse mostrado mayores y más acertados consensos en la cumbre que acaba de finalizar.
RARA vez se hicieron tantos esfuerzos por "marcar la cancha" como en los días previos al encuentro de jefes de Estado del G-20 en Toronto, el pasado fin de semana. Se evidenció el choque entre dos culturas económicas. La norteamericana, que privilegia el combate a la recesión por la memoria de la Gran Depresión, y la europea, que teme más a la inflación, por el recuerdo de las hiperinflaciones de posguerra. El presidente Obama escribió a sus pares del G-20 que era necesario volver a coordinar políticas globales y mantener los estímulos para reforzar la recuperación, dejando para el mediano plazo la reducción de los déficits fiscales. Economistas como Paul Krugman también advirtieron sobre el riesgo de una trampa deflacionaria si se quitan los estímulos. La canciller Merkel respondió defendiendo los ajustes presupuestarios europeos como el mejor camino para generar confianza e inducir más gasto, y también el modelo exportador alemán, desechando así un mayor impulso a la demanda interna. Sobrevuelan los pájaros agoreros de los EE.UU. en 1937 y de Japón en los noventa, cuando se recayó en la recesión al cesar los estímulos fiscales. El FMI se pronunció algo más a favor de los EE.UU., y estimó, con el Banco Mundial, que con coordinación más reformas el PBI global aumentaría 8% más, se crearían 52 millones de empleos y casi 100 millones de personas saldrían de la pobreza. China hizo su parte y anunció al fin formalmente la flotación administrada del yuan, sin que deba esperarse una rápida apreciación de su moneda. Pero, huelgas inéditas mediante, lanzó también una campaña incitando al pueblo a consumir, claro indicio del mayor papel que se dará en Asia al mercado interno de aquí en más. Gran noticia para América del Sur.
Por cuerda separada, en la crucial cuestión de una nueva regulación financiera globalmente coordinada, Estados Unidos llegó a Toronto con un acuerdo, que se aprobará en el Congreso, sobre una reforma que moderará excesos en la toma de riesgos, limitará las compensaciones a los ejecutivos bancarios, brindará mayor protección a los consumidores, dará más transparencia a los mercados de derivados, buscará alternativas para el problema de "demasiado grande para quebrar" y asegurará que al menos parte de los costos de las bancarrotas no sean pagados por los contribuyentes.
Mucho más limitadamente, Europa anunció que publicará los resultados de las pruebas de fortaleza de sus bancos, que deberán incluir la evaluación de los riesgos soberanos, pero no hizo aún concesiones sobre capitales mínimos, paraísos fiscales, fondos de cobertura y calificadoras de riesgo. Hay una sorda pero clara guerra por el negocio bancario entre Europa y los Estados Unidos.
En un contexto como el descripto, el comunicado final no podía haber sido sino diplomático. Su síntesis es "consolidación fiscal -nuevo nombre del ajuste- afín con el crecimiento". EE.UU. y los keynesianos encontrarán aquí y allá párrafos a su gusto sobre la necesidad de continuar con los programas de estímulo, crear condiciones para una robusta demanda interna y reducir la dependencia de la demanda externa en los países superavitarios, claro mensaje a Alemania y China.
Los ortodoxos y los europeos -sobre todo, los alemanes- subrayarán los párrafos que exhortan a adoptar programas fiscales a medida para cada país y llaman a reducir a la mitad los déficits fiscales para 2013 y a estabilizar o disminuir la relación deuda-PBI para 2016. En la cuestión financiera se reconoció que falta mucho por hacer -algo obvio-, reiterando la larga lista de deberes antes mencionada al respecto de la fase preparatoria.
Fue más relevante el compromiso de no imponer nuevas barreras al comercio -advertencia clara para la Argentina y otros países- ni medidas de promoción de exportaciones incompatibles con la OMC hasta 2013. En cambio, se llamó más vagamente a finalizar la Ronda de Doha "tan pronto como sea posible". Por último, se decidió aumentar en 350.000 millones de dólares el capital de los bancos de desarrollo, lo que en el caso del BID permitirá llevar la cartera de préstamos anuales de 6700 a 12.000 millones de dólares, una buena noticia.
Un grande y peligroso experimento global se ha puesto, así, en marcha: el de seguir apostando por la globalización económica y aun financiera sin suficientes regulaciones mundiales comunes y, menos aún, con una autoridad capaz de hacer cumplir las obligaciones. No es el mejor escenario, y debe recordarse que la salida de la peor crisis global desde 1929 se inició en abril de 2009, después de la reunión del G-20 en Londres, cuando se dieron claras señales de coordinación de las políticas fiscales y monetarias, además del mensaje de que se haría todo lo necesario para evitar los defaults soberanos y las quiebras de bancos hasta nuevo aviso. Nada semejante ocurrió ahora. Claramente no era fácil, porque las urgencias no son las mismas de entonces y aprietan de modo diferente a unos y otros. Las garantías siguen, de algún modo, en pie, pero son más discrecionales, como se mostró en las vacilaciones sobre Grecia y otros países. La mayor laxitud de los EE.UU. es posible porque, como se vio claramente a lo largo de esta crisis, su moneda sigue siendo, y por lejos, la de mayor demanda global. Esto les permite conservar el recurso de una emisión no inflacionaria de dinero si las cosas se agravan. Europa está en situación distinta, ya que la demanda de euros ha caído claramente y, como se vio con la crisis griega, aun los bonos de países europeos importantes pueden sufrir el castigo de los mercados. Pero también es cierto que moderadas señales del Banco Europeo de mayor distensión monetaria podrían dar lugar a un poco más de inflación allí, para hacer más llevadera la reducción del déficit y también para afianzar la competitividad buscada en la reciente visión de Europa 2020, documento que marca una fuerte apuesta al acceso a la sociedad del conocimiento, apuntando a invertir el 3% del PBI en ciencia y tecnología.
Como contracara de tantos desatinos, al fin se ha "oficializado" el nuevo y decisivo papel de los países emergentes. Trichet, el presidente del Banco Central Europeo, les reconoce haber sido la fuente de fortaleza de la economía global, y Ben Bernanke dice que ella dependerá cada vez más de los emergentes para mantener un crecimiento fuerte y lograr estabilidad. Aunque ellos no son inmunes a tantos desacuerdos, empieza a perfilarse un nuevo escenario en el que Europa crezca poco, pero el restante 80% de la economía global pueda compensarla. Así se cumplirían los pronósticos coincidentes del FMI y la OCDE de un crecimiento mundial superior al 4% en 2010 y 2011. Ayudará a la continuidad de la recuperación el hecho de que los desequilibrios de balances de pagos se estén reduciendo, dado que ellos fueron los generadores de la excesiva liquidez que dio lugar a los excesos financieros depredadores, sobre todo por el desmedido gasto de los EE.UU. y los ahorros de los países petroleros y los asiáticos, con China a la cabeza. Pero esta mejora se ha producido hasta ahora más bien por la vía negativa de una reducción del comercio, por lo que los desequilibrios pueden volver a aumentar si se afianza la recuperación. El camino no estará exento, pues, de turbulencias, aún fuertes, porque con bajo crecimiento aumentan los riesgos de contagios fiscales y financieros en Europa, y de allí al mundo. Alienta que el profesor Nouriel Roubini haya cambiado de opinión, dejando de lado el pronóstico de una recaída de la economía global y previendo, en cambio, una desaceleración en el segundo semestre, lo que sería lógico, porque el mundo ha estado creciendo al 5%, una tasa probablemente insostenible sin riesgos de burbujas. Puede mantenerse, así, un moderado optimismo sobre la economía global, claramente mayor para los países emergentes, los socios estratégicos de la Argentina. Pero ¡cuánto mejor estaríamos hoy de haberse mostrado mayores y más acertados consensos en la cumbre que acaba de finalizar!
Juan J. Llach es economista y sociólogo. Fue ministro de Educación de la Nación.
Por cuerda separada, en la crucial cuestión de una nueva regulación financiera globalmente coordinada, EEUU llegó a Toronto con un acuerdo que se aprobará en el Congreso sobre una reforma que moderará excesos en la toma de riesgos, limitará las compensaciones a los ejecutivos bancarios, brindará mayor protección a los consumidores, dará más transparencia a los mercados de derivados, buscará alternativas para el problema de "demasiado grande para quebrar" y asegurará que al menos parte de los costos de las bancarrotas no sean pagados por los contribuyentes. Mucho más limitadamente, Europa anunció que publicará los resultados de las pruebas de fortaleza de sus bancos, las que deberán incluir la evaluación de los riesgos soberanos, pero no hizo aun concesiones sobre capitales mínimos, paraísos fiscales, fondos de cobertura y calificadoras de riesgo. Hay una sorda pero clara guerra por el negocio bancario entre Europa y los EEUU.
En un contexto como el descrito el comunicado final no podía ser sino diplomático. Su síntesis es "consolidación fiscal -nuevo nombre del ajuste- afín al crecimiento". EEUU y los keynesianos encontrarán aquí y allá párrafos a su gusto sobre la necesidad de continuar con los programas de estímulo, crear condiciones para una robusta demanda interna y reducir la dependencia de la demanda externa en los países superavitarios, claro mensaje a Alemania y China. Los ortodoxos y los europeos -sobre todo los alemanes- subrayarán los párrafos que exhortan a programas fiscales a medida para cada país y llaman a reducir a la mitad los déficits fiscales para el 2013 y a estabilizar o disminuir la relación deuda/PIB para 2016. En la cuestión financiera se reconoció que falta mucho por hacer, algo obvio, reiterando la larga lista de deberes antes mencionada al respecto de la fase preparatoria. Fue más relevante el compromiso de no imponer nuevas barreras al comercio -advertencia clara para la Argentina y otros países- ni medidas de promoción de exportaciones incompatibles con la OMC hasta 2013, llamándose en cambio más vagamente a finalizar la fonda Doha "tan pronto como sea posible". Por último, se decidió aumentar en 350 mil millones de dólares el capital de los bancos de desarrollo, lo que en el caso del BID permitirá llevar la cartera de préstamos anuales desde 6.700 a 12.000 millones de dólares, una buena noticia.
Un grande y peligroso experimento global se ha puesto así en marcha, el de seguir apostando por la globalización económica y aun financiera sin suficientes regulaciones mundiales comunes ni menos aun con una autoridad capaz de hacer cumplir las obligaciones. No es el mejor escenario, y debe recordarse que la salida de la peor crisis global desde 1929 se inició en abril de 2009, después de la reunión del G20 en Londres, cuando se dieron claras señales de coordinación de las políticas fiscales y monetarias más el mensaje de que se haría todo lo necesario para evitar los defaults soberanos y las quiebras de bancos, hasta nuevo aviso. Nada semejante ocurrió ahora. Claramente no era fácil, porque las urgencias no son las mismas de entonces y aprietan de modo diferente a unos y otros. Las garantías siguen de algún modo en pie, pero más discrecionales, como se mostró en las vacilaciones sobre Grecia y otros países. La mayor laxitud de los EEUU es posible porque, como se vio claramente a lo largo de esta crisis, su moneda sigue siendo, y por lejos, la de mayor demanda global. Esto les permite conservar el recurso de una emisión no inflacionaria de dinero si las cosas se agravaran. Europa está en situación distinta, ya que la demanda de euros ha caído claramente y, como se vio con la crisis griega, aun los bonos de países europeos importantes pueden sufrir el castigo de los mercados. Pero también es cierto que moderadas señales del Banco Europeo de mayor distensión monetaria podrían dar lugar a un poco más de inflación allí, para hacer más llevadera la reducción de los déficit, y también para afianzar la competitividad buscada en la reciente visión Europa 2020, documento que marca una fuerte apuesta al acceso a la sociedad del conocimiento, apuntando a invertir al 3% el PIB en ciencia y tecnología.
Como contracara de tantos desatinos al fin se ha "oficializado" el nuevo y decisivo rol de los países emergentes. Trichet les reconoce haber sido la fuente de fortaleza de la economía global y Ben Bernanke dice que ella dependerá cada vez más de los emergentes para mantener un crecimiento fuerte y lograr estabilidad económica y financiera. Aunque ellos no son inmunes a tantos desacuerdos empieza a perfilarse un nuevo escenario en el que Europa crezca poco pero el restante 80% de la economía global pueda compensarlo, cumpliéndose así los pronósticos coincidentes del FMI y la OECD de un crecimiento mundial mayor al 4% en 2010 y 2011. Ayudará a la continuidad de la recuperación el hecho de que los desequilibrios de balances de pagos se estén reduciendo, dado que ellos fueron los generadores de la excesiva liquidez que dio lugar a los excesos financieros depredadores, sobre todo por el exceso de gasto de los EEUU y el exceso de ahorros de los petroleros y los asiáticos, con China a la cabeza. Pero esta mejora se ha producido hasta ahora más bien por la vía negativa de una reducción del comercio, por lo que los desequilibrios pueden volver a aumentar si se afianza la recuperación. El camino no estará exento pues de turbulencias, aun fuertes, porque con bajo crecimiento aumentan los riesgos de contagios fiscales y financieros en Europa y de allí al mundo. Alienta que el propio Nouriel Roubini haya cambiado de opinión, dejando de lado el pronóstico de una recaída de la economía global y previendo en cambio una desaceleración en el segundo semestre, lo que sería lógico porque el mundo ha estado creciendo al 5%, una tasa probablemente insostenible sin riesgos de burbujas. Puede mantenerse así un moderado optimismo sobre la economía global, y claramente mayor para los países emergentes, los socios estratégicos de la Argentina. Pero cuanto mejor estaríamos hoy de haberse mostrado mayores y más acertados consensos en la cumbre que acaba de finalizar.
RARA vez se hicieron tantos esfuerzos por "marcar la cancha" como en los días previos al encuentro de jefes de Estado del G-20 en Toronto, el pasado fin de semana. Se evidenció el choque entre dos culturas económicas. La norteamericana, que privilegia el combate a la recesión por la memoria de la Gran Depresión, y la europea, que teme más a la inflación, por el recuerdo de las hiperinflaciones de posguerra. El presidente Obama escribió a sus pares del G-20 que era necesario volver a coordinar políticas globales y mantener los estímulos para reforzar la recuperación, dejando para el mediano plazo la reducción de los déficits fiscales. Economistas como Paul Krugman también advirtieron sobre el riesgo de una trampa deflacionaria si se quitan los estímulos. La canciller Merkel respondió defendiendo los ajustes presupuestarios europeos como el mejor camino para generar confianza e inducir más gasto, y también el modelo exportador alemán, desechando así un mayor impulso a la demanda interna. Sobrevuelan los pájaros agoreros de los EE.UU. en 1937 y de Japón en los noventa, cuando se recayó en la recesión al cesar los estímulos fiscales. El FMI se pronunció algo más a favor de los EE.UU., y estimó, con el Banco Mundial, que con coordinación más reformas el PBI global aumentaría 8% más, se crearían 52 millones de empleos y casi 100 millones de personas saldrían de la pobreza. China hizo su parte y anunció al fin formalmente la flotación administrada del yuan, sin que deba esperarse una rápida apreciación de su moneda. Pero, huelgas inéditas mediante, lanzó también una campaña incitando al pueblo a consumir, claro indicio del mayor papel que se dará en Asia al mercado interno de aquí en más. Gran noticia para América del Sur.
Por cuerda separada, en la crucial cuestión de una nueva regulación financiera globalmente coordinada, Estados Unidos llegó a Toronto con un acuerdo, que se aprobará en el Congreso, sobre una reforma que moderará excesos en la toma de riesgos, limitará las compensaciones a los ejecutivos bancarios, brindará mayor protección a los consumidores, dará más transparencia a los mercados de derivados, buscará alternativas para el problema de "demasiado grande para quebrar" y asegurará que al menos parte de los costos de las bancarrotas no sean pagados por los contribuyentes.
Mucho más limitadamente, Europa anunció que publicará los resultados de las pruebas de fortaleza de sus bancos, que deberán incluir la evaluación de los riesgos soberanos, pero no hizo aún concesiones sobre capitales mínimos, paraísos fiscales, fondos de cobertura y calificadoras de riesgo. Hay una sorda pero clara guerra por el negocio bancario entre Europa y los Estados Unidos.
En un contexto como el descripto, el comunicado final no podía haber sido sino diplomático. Su síntesis es "consolidación fiscal -nuevo nombre del ajuste- afín con el crecimiento". EE.UU. y los keynesianos encontrarán aquí y allá párrafos a su gusto sobre la necesidad de continuar con los programas de estímulo, crear condiciones para una robusta demanda interna y reducir la dependencia de la demanda externa en los países superavitarios, claro mensaje a Alemania y China.
Los ortodoxos y los europeos -sobre todo, los alemanes- subrayarán los párrafos que exhortan a adoptar programas fiscales a medida para cada país y llaman a reducir a la mitad los déficits fiscales para 2013 y a estabilizar o disminuir la relación deuda-PBI para 2016. En la cuestión financiera se reconoció que falta mucho por hacer -algo obvio-, reiterando la larga lista de deberes antes mencionada al respecto de la fase preparatoria.
Fue más relevante el compromiso de no imponer nuevas barreras al comercio -advertencia clara para la Argentina y otros países- ni medidas de promoción de exportaciones incompatibles con la OMC hasta 2013. En cambio, se llamó más vagamente a finalizar la Ronda de Doha "tan pronto como sea posible". Por último, se decidió aumentar en 350.000 millones de dólares el capital de los bancos de desarrollo, lo que en el caso del BID permitirá llevar la cartera de préstamos anuales de 6700 a 12.000 millones de dólares, una buena noticia.
Un grande y peligroso experimento global se ha puesto, así, en marcha: el de seguir apostando por la globalización económica y aun financiera sin suficientes regulaciones mundiales comunes y, menos aún, con una autoridad capaz de hacer cumplir las obligaciones. No es el mejor escenario, y debe recordarse que la salida de la peor crisis global desde 1929 se inició en abril de 2009, después de la reunión del G-20 en Londres, cuando se dieron claras señales de coordinación de las políticas fiscales y monetarias, además del mensaje de que se haría todo lo necesario para evitar los defaults soberanos y las quiebras de bancos hasta nuevo aviso. Nada semejante ocurrió ahora. Claramente no era fácil, porque las urgencias no son las mismas de entonces y aprietan de modo diferente a unos y otros. Las garantías siguen, de algún modo, en pie, pero son más discrecionales, como se mostró en las vacilaciones sobre Grecia y otros países. La mayor laxitud de los EE.UU. es posible porque, como se vio claramente a lo largo de esta crisis, su moneda sigue siendo, y por lejos, la de mayor demanda global. Esto les permite conservar el recurso de una emisión no inflacionaria de dinero si las cosas se agravan. Europa está en situación distinta, ya que la demanda de euros ha caído claramente y, como se vio con la crisis griega, aun los bonos de países europeos importantes pueden sufrir el castigo de los mercados. Pero también es cierto que moderadas señales del Banco Europeo de mayor distensión monetaria podrían dar lugar a un poco más de inflación allí, para hacer más llevadera la reducción del déficit y también para afianzar la competitividad buscada en la reciente visión de Europa 2020, documento que marca una fuerte apuesta al acceso a la sociedad del conocimiento, apuntando a invertir el 3% del PBI en ciencia y tecnología.
Como contracara de tantos desatinos, al fin se ha "oficializado" el nuevo y decisivo papel de los países emergentes. Trichet, el presidente del Banco Central Europeo, les reconoce haber sido la fuente de fortaleza de la economía global, y Ben Bernanke dice que ella dependerá cada vez más de los emergentes para mantener un crecimiento fuerte y lograr estabilidad. Aunque ellos no son inmunes a tantos desacuerdos, empieza a perfilarse un nuevo escenario en el que Europa crezca poco, pero el restante 80% de la economía global pueda compensarla. Así se cumplirían los pronósticos coincidentes del FMI y la OCDE de un crecimiento mundial superior al 4% en 2010 y 2011. Ayudará a la continuidad de la recuperación el hecho de que los desequilibrios de balances de pagos se estén reduciendo, dado que ellos fueron los generadores de la excesiva liquidez que dio lugar a los excesos financieros depredadores, sobre todo por el desmedido gasto de los EE.UU. y los ahorros de los países petroleros y los asiáticos, con China a la cabeza. Pero esta mejora se ha producido hasta ahora más bien por la vía negativa de una reducción del comercio, por lo que los desequilibrios pueden volver a aumentar si se afianza la recuperación. El camino no estará exento, pues, de turbulencias, aún fuertes, porque con bajo crecimiento aumentan los riesgos de contagios fiscales y financieros en Europa, y de allí al mundo. Alienta que el profesor Nouriel Roubini haya cambiado de opinión, dejando de lado el pronóstico de una recaída de la economía global y previendo, en cambio, una desaceleración en el segundo semestre, lo que sería lógico, porque el mundo ha estado creciendo al 5%, una tasa probablemente insostenible sin riesgos de burbujas. Puede mantenerse, así, un moderado optimismo sobre la economía global, claramente mayor para los países emergentes, los socios estratégicos de la Argentina. Pero ¡cuánto mejor estaríamos hoy de haberse mostrado mayores y más acertados consensos en la cumbre que acaba de finalizar!
Juan J. Llach es economista y sociólogo. Fue ministro de Educación de la Nación.
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