Hace pocos días se cumplieron 20 años del lanzamiento, durante el gobierno de Carlos Menem, del plan de convertibilidad diseñado por Domingo Cavallo. En estos tiempos de abundancia de recursos generados por el precio de las materias primas en el mercado internacional, resulta difícil recordar cuál era la situación y cuáles eran los problemas de la economía argentina veinte años atrás. En los días que corren han proliferado los maestros ciruela que, con ligereza y liviandad y muchas veces con desconocimiento o mala fe, rotulan el plan de convertibilidad como una negra etapa de la economía nacional que llevó al país a “la peor crisis de toda la historia” cuando, hacia fines de 2001, estalló en una gran devaluación y reacomodamiento de las variables económicas y los precios relativos.
Los años de la convertibilidad están siendo instalados, por la cultura oficial y el pensamiento único, como un tiempo en que se destruyó la economía nacional, especialmente la industria, se entregó el patrimonio argentino al capital extranjero, se endeudó al país hasta niveles incompatibles con la existencia misma de la nación. Esta visión de la convertibilidad se corresponde con la defensa de la estrategia económica actual, si puede decirse que existe alguna, que se desarrolla en una situación completamente favorable y, en consecuencia, completamente distinta a la existente hace 20 años. Al asumir Menem su gobierno, la situación económica de Argentina era desesperante. El gobierno de Alfonsín no había logrado encarrilar la economía y en los últimos meses de su gestión se había desencadenado una hiperinflación que concluyó con masivos asaltos a los supermercados, enfrentamientos armados, muertos y heridos en todo el país. La situación de la economía era deplorable y lo había sido en los años anteriores. El país no encontraba respuesta y cada día que pasaba se hundía un poco más. Al comienzo del gobierno de Menem, una nueva hiperfinflación auguraba un panorama complejo para el nuevo gobierno. El horizonte económico era confuso y desalentador. Había fracasado ya Raúl Alfonsín y, en abril de 1991, estaba fracasando Menem que había asumido el poder anticipadamente en julio de 1989. En diciembre de 1990 el gobierno había apelado al recurso extremo de incautar los plazos fijos de los ahorristas y reemplazarlos por bonos del estado que se cotizaban a la mitad de su valor en el mercado secundario, lo que configuraba una virtual expropiación. El economista Juan José Llach describe en estos términos la evolución del sector industrial argentino durante los años previos a la convertibilidad: “El periodo 1975/1990 se caracteriza: 1) por el estancamiento de las actividades manufactureras, perdiendo más del 5% de su participación en el PBI, 2) no generación de nuevos empleos en un contexto de serias dificultades estructurales en el mercado de trabajo, y 3) los niveles de inversión son menores a la amortización del capital, produciéndose la descapitalización del sector”. Es en esa circunstancia compleja y declinante que Menem lanza el Plan de Convertibilidad. Sin rumbo En realidad, el país no encontraba un rumbo económico desde el derrocamiento de Perón en 1955. Pero, además, los últimos años de Perón en el poder previos a su caída, ya habían significado, de su propio puño, una rectificación de su política económica fundacional de la posguerra. Desde mediados del siglo veinte el país se movía a los tumbos, al ritmo de los sucesivos cambios de gobierno y los breves espasmos que cada cuatro o cinco años significaban nuevos y definitivos rumbos que apenas duraban un par de años. El plan económico de Carlos Menem, del cual el régimen de convertibilidad constituía apenas un aspecto, significó un replanteo drástico en relación con algunos problemas fundamentales de la economía a los que a lo largo de varias décadas ningún gobierno, ni civil ni militar, había logrado darle solución. Uno de ellos era la inflación. El otro, estrechamente vinculado, era el de las empresas públicas y la dimensión y funcionamiento del estado. La convertibilidad, el establecimiento de una paridad fija entre la moneda nacional y la principal moneda extranjera, fue un recurso dramático para generar confianza en el nuevo programa económico y detener la inflación que amenazaba con hacer caer al gobierno y continuar deteriorando aún más la situación política y social del país. El mes anterior al lanzamiento de la Convertibilidad y aún con Domingo Cavallo como canciller, se había firmado el Acuerdo de Asunción, que dejaba constituido el MERCOSUR, bloque económico integrado por Brasil, Paraguay y Uruguay, además de Argentina. Se trató de una decisión estratégica de la que pocos hoy se acuerdan. Podría decirse de paso que ambas medidas de política económica constituyeron un abierto desafío al odiado liberalismo. En el caso del MERCOSUR, en razón de establecer condiciones comerciales especiales para un grupo de países en el mercado global. En el caso de la convertibilidad, por fijar un tipo de cambio inmodificable cuando lo que aconseja la doctrina liberal es la libre flotación, que era lo que hasta ese momento había promovido Cavallo desde la Fundación Mediterránea. Digamos también de paso que antes de 1991, varias veces el gobierno de Alfonsín intentó detener la inflación, sin éxito. Su esfuerzo más serio fue el Plan Austral, que también establecía un tipo de cambio fijo entre la moneda nacional (el austral) y el dólar: un dólar era equivalente a 80 centavos de austral. Lo que sucedió fue que el programa fracasó y esa relación duró pocos meses. Pero está claro que todo programa de estabilidad que se intentara debía contemplar entre sus propuestas una relación estable entre el peso y el dólar. El impacto del nuevo programa sobre la economía fue inmediato y claramente benéfico. Hasta podría decirse que, a partir de él hay un antes y un después en la economía argentina. La inflación desapareció y ello permitió una serie de cambios importantes en las transacciones. La moneda nacional recuperó su estabilidad, renació el crédito a largo plazo (incluso el hipotecario, hoy desaparecido), el consumo aumentó en forma notable, se recuperó el presupuesto como herramienta de política económica en manos del estado y éste logró controlar la evolución de la economía y sus principales variables, que era algo que el paquidérmico estado anterior a la reforma de Menem-Cavallo no lograba hacer. Los números de la convertibilidad Todos los números importantes que puedan analizarse de los años de la convertibilidad, son concluyentes: el PBI creció el 50% entre puntas y la industria lo hizo otro tanto. La producción agraria también aumentó en forma espectacular, las exportaciones pasaron de 9.000 a 27.000 millones de dólares, la inversión se recuperó y la capacidad de generación eléctrica aumentó en forma notable, situación de la cual se beneficia claramente el gobierno actual. Todos los críticos del programa económico de esos años omiten hablar de estas cifras fundamentales. Y evitan decir también que la economía posterior a Menem transita por carriles que, en lo esencial, no se han modificado pues la estabilidad se ha transformado en un concepto valorado por el conjunto de la sociedad, el presupuesto nacional continúa siendo una ley fundamental para el estado y los cambios tecnológicos introducidos en el agro han permitido que Argentina se eleve a la cúspide de la producción primaria a escala global, con los beneficios que esto significa. Los críticos de la convertibilidad (ya hemos dicho que esta es una denominación simplificada del programa económico que rigió entre 1991 y 1999) omiten señalar también la situación en la que se encontraba el país al momento del lanzamiento del plan. Tampoco se aclara que el plan de reforma del estado y privatizaciones fue apoyado explícitamente por la mayoría del pueblo argentino, que respaldó a Carlos Menem con su voto en 1989, 1991, 1993, 1994 y 1995, para no dejar lugar a dudas sobre qué era lo que quería la sociedad argentina de ese momento. Incluso sus rivales políticos tuvieron que aceptar que la convertibilidad había logrado resultados formidables durante su vigencia. Todos recordamos la confesión de Carlos Chacho Álvarez en relación a su arrepentimiento por no haber votado, como legislador, las leyes que sustentaban la convertibilidad. A tal punto había consenso en la sociedad argentina sobre este programa económico que en 1999 las elecciones presidenciales mostraban a los candidatos de la oposición (la fórmula era De la Rúa – Álvarez) prometiendo “un peso, un dólar” como muestra certera de que la convertibilidad no sería atacada ni abolida. Pero luego, tras el estallido ocurrido dos años después de que Menem abandonara el poder, todos aprovechan para, con manifiesto anacronismo, sindicar en la convertibilidad y en las reformas económicas de “los noventa”, la eclosión y sus consecuencias sociales inmediatas. Los críticos Quienes critican a la convertibilidad refuerzan los aspectos ideológicos por encima de los técnico-económicos. Y, sobre todo, omiten tomar en cuenta los resultados del programa de reformas, que fueron importantes. Todos los sabios de hoy, todos los que hoy critican el programa de los noventa, fueron absolutamente incapaces de parar la inflación y reformular el estado. Esto también vale para el peronismo, que tampoco pudo hacerlo en los setenta y que, además, cuando en el gobierno de Alfonsín, Rodolfo Terragno intentaba de algún modo sacarle al estado el peso insostenible de las empresas públicas, era el peronismo (incluso el cercano a Menem) el que se oponía a cualquier forma de privatización en nombre de la defensa de la soberanía y el patrimonio nacional. La pretensión de que las reformas al estado realizadas en la Argentina y en muchos otros países del mundo durante los noventa constituyeron un acatamiento a las recomendaciones realizadas por el economista norteamericano John Williamson en lo que se conoció como el Consenso de Washington, carece de seriedad y es una simplificación ideologista que supone que las fuerzas económicas pueden manipularse con facilidad y que la adopción de una u otra estrategia es una elección sin condicionamiento ni contexto alguno. El mundo de comienzos de los años noventa estaba impregnado del formidable fracaso de un sistema que hizo de la intervención del estado, de la existencia extendida de empresas públicas y de la planificación económica, su estrategia esencial. En efecto, la caída del muro de Berlín y las reformas propuestas por Gorbachov para la Unión Soviética nos abrían un panorama en el que eran las fuerzas del mercado y no el estado el nuevo elemento dinamizador de la economía y la sociedad. Fue por eso que el recetario de Williamson tiene impacto mediático y es tomado como referencia. En realidad, desde siempre los países más desarrollados procuran un clima de libertad sin restricciones en el comercio internacional, en lo que atañe a sus exportaciones de mercancías y capitales, aunque se cuidan muy bien de ofrecer sus mercados sin restricciones a las exportaciones de otros países. Como fuere, en el caso de la Argentina había motivos propios, locales, para encarar reformas de fondo en el estado nacional y en los provinciales y municipales cuyos recursos ya no alcanzaban a sostener un aparato ineficiente, voluminoso y sumamente costoso. Esa reforma fue la que encaró Carlos Menem con el apoyo de la mayoría del pueblo argentino. Y sus resultados fueron notables y permitieron que gobiernos posteriores pudieran moverse en un clima económico mucho más favorable al que encontró el propio Menem al momento de asumir el poder. Recordemos, por ejemplo, que Alfonsín dejó 120 millones de dólares de reservas y que, al retirarse Menem, esa cifra había crecido a 25.000 millones de dólares. Desde la cúspide de la bonanza internacional que hoy favorece a la economía argentina, la convertibilidad es mirada por desdén aún por quienes fueron sus más fervorosos partidarios, como muchos de los que hoy integran el gobierno kirchnerista. Sin embargo, se están revirtiendo peligrosamente algunos de logros de aquellos años. La inflación, por ejemplo, ha retornado. La holgura actual promueve la frivolidad e incluso la estupidez: el ministro de economía ha dicho que la inflación es un problema para la clase media alta, no para los argentinos de menores recursos. Asimismo, el gasto público se ha expandido hasta niveles incompatibles con equilibrios macroeconómicos que resultan insoslayables en toda economía que pretenda crecer con bases sólidas. Los elevados subsidios, muchos de ellos irracionales y regresivos en materia de distribución del ingreso, la inflación y el retraso cambiario significan una acumulación de tensiones que, en algún momento no muy lejano, demandará un ajuste en forma inevitable. Probablemente será ese momento en que la estabilidad lograda por la convertibilidad sea recordada con nostalgia.
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