miércoles, 4 de enero de 2012

Las razones de la crisis global. Por Juan J. Llach

Hace ya tres años y medio que se busca con poco éxito a los culpables de la crisis global. Siguen prófugos porque todavía hay pocos estudios objetivos y sobran explicaciones ideológicas del tipo "¿vieron que teníamos razón?".
Los heterodoxos culpan a los excesos de un sistema financiero poco o mal regulado, a los movimientos internacionales de capitales, al neoliberalismo y su retirada del Estado y, algo menos, a la globalización comercial. Los ortodoxos responsabilizan a las políticas fiscales y monetarias expansivas (a la Greenspan) y también a un Estado de Bienestar demasiado generoso e insolvente, sobre todo en Europa. Ambos tienen su parte de razón, porque ha habido fallas del Estado y también del mercado. Su justo balance llevará todavía mucho tiempo, pero el propósito aquí no es "dictar" un fallo salomónico, sino presentar una interpretación alternativa.
Es bueno comenzar preguntándose por qué, desde hace un par de décadas, les ha ido tanto mejor a los países emergentes que a los desarrollados. ¿Por qué ningún país emergente fuera de Europa sufrió con fuerza la Gran Recesión? ¿Por qué entre los 22 los países que todavía no han recuperado su producto bruto de cuatro años atrás hay 11 desarrollados -todos europeos, salvo Japón-: cinco de Europa oriental y seis islas caribeñas? Fuera de estas últimas, ningún país de Africa, América latina o Asia se encuentra en tal situación. Más aún, ellos han crecido rápidamente entre 2007 y 2011, con tasas anuales de 8,1% en Asia; 4,7% en Africa al sur del Sahara; 3,9% en Medio Oriente y Africa del Norte; 3,3% en América latina y 2% en Europa oriental y la ex URSS.
La razón de estos éxitos es que desde hace una, dos o tres décadas, según los casos, la mayoría de los emergentes ha optado por un bajo endeudamiento, basado en la solvencia fiscal y una tendencia al superávit o equilibrio del balance de pagos; una baja inflación y tipo de cambio administrado, para así evitar fuertes apreciaciones o devaluaciones; la atracción de inversiones reales, y un sesgo exportador apoyado en una razonable apertura de la economía, sin desmedro de políticas industriales selectivas para algunos sectores.
En la mayoría de los países todo esto se ha hecho en un contexto de consolidación o instauración de la democracia y con muy variable intervención del Estado, lo que impide encasillar tales políticas en la ortodoxia o en la heterodoxia; se destaca en cambio su sentido común. Políticas análogas, y aquí comienza la paradoja, fueron seguidas por los países desarrollados en las tres o cuatro décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, y ello les permitió crecer más sostenida y rápidamente que los emergentes. En esa misma época, la mayoría de los países emergentes realizaba políticas opuestas, caracterizadas por el endeudamiento, la insolvencia fiscal y el déficit del balance de pagos; la alta inflación, con ciclos violentos de depreciación y apreciación monetaria; el desinterés o la hostilidad hacia la inversión externa; la tendencia a cerrar la economía, a endiosar la sustitución de importaciones y a incentivar discrecionalmente a muchos sectores económicos y la omnipresencia del Estado, todo esto hecho frecuentemente por regímenes autoritarios y aun totalitarios. Tal era la verdadera heterodoxia, y sus resultados fueron desastrosos en casi todo el mundo emergente, pese a que hoy pretendan revalidarla países como Venezuela.
El notable contraste entre uno y otro enfoque evidencia el largo y exitoso camino recorrido por los emergentes, que ha permitido a muchos de ellos empezar a converger con los niveles de vida de los países desarrollados y, en casos como Corea, Singapur o Taiwan, llegar al desarrollo.
Desde hace unos veinte o treinta años algunos países desarrollados empezaron a cambiar las políticas que los habían llevado al éxito, al basar sus economías cada vez más en el endeudamiento público, privado o ambos, y comprometer así su crecimiento futuro. Se discute si las verdaderas causas de este extravío fueron el shock petrolero de 1973, la globalización financiera o las políticas de privatización y desregulación iniciadas por Reagan y Thatcher. Aunque todo esto puede haber jugado su papel, difícilmente existan causas comunes a todo el mundo desarrollado, porque hay países que han crecido más que otros y el impacto de la Gran Recesión ha sido también muy diverso. La principal línea divisoria entre unos y otros es el recurso al endeudamiento excesivo del Estado y/o del sector privado. A quienes menos se endeudaron les ha ido claramente mucho mejor.
Los más endeudados han mostrado tres facetas distintas, a veces combinadas entre sí. Una es la de enormes déficits del balance de pagos y el consecuente endeudamiento externo, que sólo entre 2004 y 2008 aumentó 50% o más del PBI en países como Eslovenia, España, Grecia, Irlanda, Islandia, Portugal, los bálticos y varios de Europa oriental. Hubo enormes entradas de capitales especulativos dirigidos en buena medida a inversiones inmobiliarias apalancadas con crédito que contenían la semilla de su propia destrucción, la burbuja de precios. Un segundo caso es el de países que en los años previos a la crisis acumularon grandes déficits fiscales y un gran aumento de la deuda pública. Tal es el caso de Italia o Japón, pero Grecia y Portugal también se anotaron aquí. La tercera categoría comprende a los países cuyo problema central era un desarrollo desproporcionado y artificioso del sistema financiero que, como se mostró cuando hubo que salir a salvar los bancos, siempre es una fuente potencial de endeudamiento público futuro. Caben aquí Estados Unidos, el Reino Unido, Islandia e Irlanda. Los países desarrollados que no cayeron en ninguna de estas tres categorías atravesaron mejor la crisis y están mejor hoy, como Singapur, Taiwan, Israel, Corea, Hong Kong, Australia, Eslovaquia, Suiza, Suecia, Austria, Canadá, Alemania y Holanda.
El factor común a los tres casos es un exceso consumista de gastos públicos, privados o ambos, financiado con un endeudamiento que impone pesada e injusta carga a las generaciones futuras, o sea, a los jóvenes de hoy.
¿Cómo no lo advirtieron ni los economistas ortodoxos ni los heterodoxos? Los primeros, porque creen que los mercados y sus agentes económicos racionales rarísima vez se equivocan, y estimaban que los problemas que existían se irían arreglando por sí solos si los gobiernos no interferían demasiado. Los heterodoxos, especialmente los más keynesianos, porque siempre consideran políticamente incorrecto advertir públicamente durante los auges que es necesario poner en práctica políticas monetarias o fiscales menos expansivas o aun restrictivas. Que estas lecciones están lejos de haberse aprendido se ha visto en la Argentina de los últimos años, al recomendarse políticas expansivas cuando se estaba creciendo al 8%. Los excesos y silencios mencionados mutilan también las soluciones. Japón todavía está pagando con un endeudamiento opresivo su burbuja de 1986-91. Y países desarrollados que hoy necesitarían como el agua políticas fiscales expansivas no pueden recurrir a ellas por el peso de su deuda -no obstante Krugman o Stiglitz-, lo que no implica justificar los equivocados ajustes fiscales que están aplicando.
¿Qué decir de la Argentina frente a comportamientos tan diversos? En materia de endeudamiento público y privado, estamos en clara ventaja. En cambio, las políticas económicas se distancian crecientemente de las de los emergentes exitosos y se acercan a las que llevaron al fracaso durante décadas. Esto se ve en la alta inflación, la tendencia a una apreciación monetaria difícil de corregir, el déficit fiscal, la ausencia de superávit externo, condiciones poco propicias para las inversiones de mucho capital, sustitución de importaciones a cualquier costo, en desmedro de la exportación y con el peor de los instrumentos, que son las autorizaciones a dedo para importar o exportar.
Cuanto más demoren en corregirse estos errores, menos sostenible y más expuesto a la necesidad de endeudarse será el crecimiento del país. Pero a casi nadie preocupa esto hoy, porque ocurrirá en el "largo plazo argentino", o sea, dentro de dos o tres años.

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