En estos días de abuso del término relato, gran parte de los análisis, declaraciones y alertas expresados en clave explicativas sobre la reforma de la Carta Orgánica del Banco Central expresan ideas y conceptos del pensamiento neoliberal, hasta en quienes piensan que no integran esa corriente.
En los últimos años han aparecido decenas de jóvenes economistas que desafían el discurso ortodoxo, con estudios y conocimientos técnicos actualizados, que quedan excluidos del relato hegemónico, que no es otro que el del poder económico. Es difícil encontrar voces discordantes, y si aparecen son en ámbitos periféricos, en el reclamado debate en el espacio público, en especial en la cuestión económica, que ahora tiene un capítulo importante con la reforma financiera que comenzó a tratarse en el Congreso. Esto tiene su explicación en que el dominante es el poder económico y, por lo tanto, sus voceros tradicionales y ocasionales también lo son. Por ese motivo las dos observaciones que se han reiterado hasta el cansancio, y que se seguirán repitiendo, es que los cambios propuestos generarán más inflación por la supuesta mayor emisión monetaria y por la utilización de reservas para pagar deuda.Sentencias contundentes coreadas como verdades absolutas, cuando no existen evidencias de su confirmación, terminan confundiendo en la tarea de comprensión de las características del actual proceso económico y de esta reforma financiera, en particular. Preconceptos, a veces interesados para defender privilegios y otras por anteojeras ideológicas, se instalan en el saber convencional ante la carencia de oportunas réplicas. La noción referida a emisión de dinero igual inflación, en cualquier circunstancia y contexto, es uno de los mayores éxitos de la ortodoxia en cuanto a influencia en la sociedad sobre el abordaje de temas económicos. Es una idea marcada a fuego en el sentido común que asocia en forma lineal emisión monetaria con inflación. Es tan fuerte ese mandato que hasta las pruebas empíricas que lo contradicen quedan marginadas en cualquier escenario de debate. Resulta extraño teniendo en cuenta el fracaso de la visión monetarista, aquí en el pasado y ahora en el mundo desarrollado. Es la muestra de la preponderancia de esa corriente de pensamiento representativa de los intereses del poder económico estrechamente ligado a las finanzas. Una sencilla interpelación, al menos, les exigiría a sus miembros un esfuerzo intelectual para defender esa posición. ¿Por qué en Estados Unidos y en Europa, que han emitido descontroladamente desde el 2008, y lo siguen haciendo, no se produjo un desborde de precios?
Existen varias razones para explicarlo, pero lo interesante sería que expongan específicamente una respuesta sobre el concepto emisión de dinero=inflación, sin postulados evasivos. La Reserva Federal o el Banco Central Europeo adelantan que luego de superar la crisis implementarán una política de absorción de esos fondos. Son definiciones a futuro, lo concreto es por qué no subieron los precios en esos países si en los últimos tres años hubo una expansión fenomenal de los medios de pago, como debería haber pasado según los monetaristas, además de una tasa de interés cercana a cero, en una deliberada estrategia de relajamiento monetario.
El rezago temporal entre la emisión y el impacto de precios, argumento que exhiben los ortodoxos para alertar sobre el inquietante devenir, queda neutralizado porque ya desde fines de 2008 la banca central estadounidense no ha detenido su frenética emisión de dólares. Tres años es un tiempo suficiente para evaluar la teórica transferencia de esa expansión hacia índices inflacionarios. El Quantitative Easing, como se denomina en la jerga de especialistas la ronda de impresión de billetes por parte de la FED, ya tiene dos episodios, y ya se especula con un tercero para este año. En el primero, que comenzó en los últimos meses de 2008, representó una expansión equivalente al impactante 90 por ciento de la base monetaria para comprar los denominados “activos tóxicos” del sector privado (créditos subprime y otros instrumentos financieros respaldados por hipotecas). El segundo, implementado el año pasado, fue equivalente al 30 por ciento de la base monetaria, ya ampliada por la ronda anterior, para comprar bonos del Tesoro de Estados Unidos. Ben Bernanke, titular de la Reserva Federal, dejó trascender que se viene el tercer capítulo de masiva emisión de dólares.
Todavía está por verse cuál será el impacto de esta crisis en la economía estadounidense, incluyendo su efecto en los precios internos. También cómo se reordenará el poder económico mundial y el rol de la moneda de aceptación universal en el nuevo mapa de las potencias, actuales y emergentes. Pero la emisión de dinero como motor principal e inmediato de la inflación no se ha comprobado. Esta es una oportuna referencia para debatir sobre el origen de las tensiones inflacionarias, que evidentemente no es por la emisión monetaria y sí por factores estructurales, siendo uno de ellos la puja distributiva.
Esas cifras de expansión monetaria de la FED, como también las que surgen del comportamiento del Banco Central Europeo y de otras bancas centrales, como la británica, son contundentes para desmoronar la idea simplista, y a esta altura anacrónica, de emisión=inflación. La cantidad de dinero de una economía no tiene una relación directa con la inflación, sino que ésta responde a otras cuestiones que incluyen lo monetario, aunque lo exceden. Este último aspecto no brinda una causa-efecto lineal con la evolución de precios, sino que en la magnitud monetaria intervienen la tasa de interés, la tasa del crecimiento económico, el grado de utilización de los factores de producción, el grado de monetización, la velocidad de circulación de los medios de pago. Economistas heterodoxos que se dedican a enseñar en el mundo académico y a la investigación explican que quienes piensan que la banca central puede controlar la cantidad de circulante dejaron de leer sobre economía hace más de años. Afirman que ningún ortodoxo serio en el mundo habla hoy de la cantidad de dinero como una variable que pueda ser controlada por la banca central. Explican que lo que puede hacer la autoridad monetaria en ese sentido es manejar la tasa de interés o el tipo de cambio, no la cantidad de dinero en circulación. Destacan que la experiencia mundial enseña que las metas cuantitativas no son una herramienta óptima para gestionar la política monetaria. Mencionan que el fracaso de ese enfoque llevó rápidamente a su abandono, no sólo en Estados Unidos, sino también en la mayoría de los países desarrollados.
Como se mencionó, los millonarios paquetes de rescate de las bancas centrales de las potencias como el financiamiento a los gobiernos de esos países en crisis, que implican la emisión de dólares y euros en cantidad, son pruebas contundentes de que esa concepción ortodoxa tan arraigada en el debate doméstico que atribuye la inflación a la emisión monetaria ha quedado desactualizada. La inestabilidad de la velocidad de circulación del dinero sumada a la volatilidad de la demanda de dinero reveló la imposibilidad de controlar la cantidad de dinero. Por ese motivo, uno de los principales instrumentos de política monetaria de las bancas centrales pasó a ser la tasa de interés.
Otra crítica ortodoxa a la reforma financiera que modifica la Carta Orgánica del Banco Central y parte de la ley de convertibilidad apunta a que el pago de deuda con reservas alimenta el proceso inflacionario. Aquí no aparece esa identidad básica monetarista, sino la advertencia de la disminución del respaldo en divisas de la base monetaria, lo que derivaría en un desborde de precios. Se trata de la estrategia de dispersar miedos, como si todavía estuviera vigente la convertibilidad en una muestra más de la imposibilidad que expresan ciertos representantes de la ortodoxia para comprender la dinámica de los procesos económicos. Desde que se empezó a cancelar deuda con reservas no subió la de por sí elevada tasa de variación de precios, tanto la confeccionada por el Indec o por las consultoras privadas. Lo que sí sucedió con esa política financiera fue la ampliación de los márgenes de autonomía de la política económica. Y, fundamentalmente, la ruptura de la restricción ortodoxa de que los dólares de las reservas sólo deben ser aplicados para financiar la fuga de capitales.
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