miércoles, 12 de diciembre de 2012

La industrialización es un sueño eterno. Por Eduardo Levy Yeyati


"La economía argentina se está industrializando a tasas inéditas en la historia", declaraba recientemente el viceministro de Economía, Axel Kicillof, ante el Senado. "Argentina, en contraste con lo que sucede en Brasil, no ha podido mantener en pie su parque industrial tras la crisis global de 2008", decía casi al mismo tiempo la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff.

Ninguna de estas proposiciones es verdadera o falsa en términos absolutos; son apenas expresiones imprecisas y políticas de una realidad poco alentadora.
¿Cómo medir el tamaño de la industria y su evolución reciente de manera comparada (sin excedernos en soporíferas consideraciones metodológicas)? Una forma simple es mirar su contribución en tres frentes: el producto, las exportaciones y el empleo.
¿Cómo medir el tamaño de la industria y su evolución reciente de manera comparada (sin excedernos en soporíferas consideraciones metodológicas)?
El porcentaje del PBI asignado a la industria por el Indec pasó, en términos reales, de un mínimo de 15,4% en 2002 a un máximo de 16,8% en 2006, para descender luego a niveles cercanos al 16% -ligeramente por debajo del promedio de la década de los 90. Para mal o para bien, en esto no estamos solos: la misma pendiente negativa se observa en otras economías de la región como Chile, México e incluso Brasil, o en productores de commodites más avanzados como Canadá o Australia.
Es cierto que la participación de la industria medida a precios corrientes creció con la devaluación hasta su máximo de 25% en 2003 (bien por arriba del promedio regional) pero viene cayendo fuerte desde entonces. Y este empinado sube y baja se debe menos a los vaivenes de la industrialización que al contraste entre servicios subsidiados (con tarifas parcialmente congeladas) y manufacturas (primero beneficiadas por la devaluación y luego castigadas por la apreciación).
Por su parte, la participación de la industria (excluyendo metales no ferrosos) en las exportaciones está actualmente en un nivel comparable al de 1998 (34,9% hoy, contra el 32,4% de entonces) y apenas por encima del de los vecinos -aunque, a diferencia de ellos, la Argentina logró al menos mitigar la caída.
Por último, el porcentaje de empleo industrial registrado siguió el mismo patrón y hoy muestra un nivel similar a la participación de la industria en el PBI. Y la formalidad laboral industrial no es ni mejor ni peor que la del sector privado en su conjunto: progresó (de 50% a 60%) en los años de recuperación del empleo y se estancó en 2008. En otras palabras, nuestra industria no sería ni menos informal ni más intensiva en trabajo que el resto de la economía.
Nuestra industria no sería ni menos informal ni más intensiva en trabajo que el resto de la economía.
En suma, para volver al comienzo, el desempeño industrial argentino no se distingue demasiado del brasileño ni del resto los productores de bienes primarios: en todos ellos, la industria ha venido perdiendo terreno.
¿Por qué? Simplificando, uno podría atribuir esta realidad deslucida a dos factores relacionados: escala y competitividad.
En relación al primero, hay que señalar que la industrialización está hoy determinada por la capacidad de integrar redes globales mediante el desarrollo de segmentos competitivos. Más breve: se gana escala haciendo muchas partes para el mercado global antes que productos completos para nuestro mercado doméstico, un patrón que contradice el modelo de sustitución de cadenas productivas completas, como en el régimen de Tierra del Fuego.
Por su parte, el costo laboral en la industria se ubica hoy casi un 30% por encima del valor de 2001: los aumentos salariales superaron con creces el incremento de productividad. La oferta laboral argentina, de salarios medios altos y productividad modesta, en un contexto de fuerte competencia global en manufacturas con países de bajos salarios como China y sus economías satélite, contradice un modelo industrializador basado en protección cambiaria y arancelaria. Compensar los mayores salarios (proteger cada una de las ramas industriales) sería demasiado costoso -como se vio este año con el efecto contractivo e inflacionario de los controles a las importaciones.
Naturalmente, la solución no pasa por buscar los salarios chinos sino por sostener y mejorar los salarios argentinos con ganancias de productividad en otras dimensiones: escala, con integración regional, y calidad del trabajo, con más y mejor educación.
De nuevo, en esto no estamos solos: si la explosión de clase media en Sudamérica reflejó en parte una bienvenida mejora salarial, la agonía de las exportaciones industriales señala que la productividad no acompañó esas mejoras. Pero la mayoría de estos países parten de un diagnóstico correcto. Han advertido que para crecer sin viento de cola hace falta apuntar recursos a la educación, la infraestructura, el financiamiento y el buen funcionamiento de los mercados. En suma, a la competitividad.
En cambio, aferrarse a la nostalgia del modelo sesentista de industrialización, ahora que la desaparición de la protección cambiaria elevó su costo fiscal, no haría más que contribuir a la primarización de la economía..

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