Excepto por la década del 70, la segunda mitad del siglo XX estuvo caracterizada por alimentos baratos. Esta etapa parece haber finalizado en los últimos años. Después del pico de 2008 y del descenso asociado a la crisis financiera internacional, los precios de los commodities agrícolas han retomado su senda de crecimiento: desde mediados del año pasado, el valor de la soja ha subido casi 50%. La variación positiva para el maíz y el trigo es de alrededor del 90%.
Esta suba generalizada de las materias primas alimenticias es consecuencia de elementos diversos. La depreciación del dólar a nivel global es una. Los factores climáticos también inciden. Y la suba del precio del petróleo y sus derivados genera dos efectos adicionales. Por un lado, eleva los costos de la producción agrícola y de su transporte debido al impacto en el precio de los fertilizantes y el combustible. Por el otro, vuelve a incentivar la utilización de ciertos biocombustibles en cuya producción participan cultivos que, de otra manera, serían destinados a la alimentación.
Pero el motor más importante del alza está relacionado, sin dudas, con el incremento de la demanda global. El crecimiento económico de países densamente poblados como China e India ha modificado su estructura productiva y social: las migraciones hacia las ciudades, el aumento del ingreso y la reducción de la indigencia han enriquecido la dieta de cientos de millones de personas.
Claramente, la suba de los precios internacionales de los alimentos representa una oportunidad para los países exportadores de dichos productos. Pero para muchas otras naciones y para el mundo en general constituye también un serio riesgo en materia de seguridad alimentaria (con impactos potenciales como mayor desnutrición o hambrunas) y de reversión del terreno ganado frente a la pobreza.
Para entender la profundidad del problema y por qué es tan grave para los países menos desarrollados es útil incorporar dos consideraciones: contrariamente a lo que parece creer el ministro Amado Boudou, los más pobres destinan una proporción mayor de sus ingresos a la compra de alimentos. Pero, además, el impacto del alza de las materias primas es mucho mayor y más directo para los sectores más vulnerables y de dietas más primitivas y menos elaboradas. La lógica es sencilla: cuanto más procesados son los alimentos que se consumen, menor es la relevancia del insumo original en el costo total. Para quien come un choclo el aumento del maíz es evidente. Pero la hamburguesa de una cadena de comidas rápidas posee otros ingredientes en su producción más allá de la carne surgida de feedlots (en los cuales se utiliza maíz): también existen los empleados, el gasto en publicidad, el empaque, el alquiler, el gas y la electricidad, por mencionar algunos.
El efecto que pueden tener todos estos factores queda claro al mirar lo que ocurre en la Argentina. En el primer semestre de 2010, los precios internacionales de las materias primas agrícolas aún seguían padeciendo inestabilidad y cayeron casi 10%. Sin embargo, la variación de precios experimentada en los alimentos en nuestra economía fue de 31%, diez veces más que promedio de América latina (excluyendo Venezuela).
Independientemente de los problemas locales con la inflación, lo cierto es que el incremento del precio de los commodities agrícolas posee consecuencias muy amplias. Más allá de la falta de apertura y participación política, de la ausencia de derechos ciudadanos extendidos, de la corrupción de sus gobernantes y de su ineficacia en brindar mejoras sostenidas en la calidad de vida de sus ciudadanos, los episodios que se están viviendo en Egipto, Túnez y otras partes del mundo árabe también guardan relación con el alza del precio de la comida.
Así como los países centrales no prestan la debida atención al empeoramiento de ciertos procesos políticos y sociales en vastas regiones del planeta hasta que es muy tarde, también pareciera haber cierta distracción general con la dinámica de la producción de alimentos. Por ejemplo, los últimos datos disponibles del Banco Mundial muestran que la participación de los proyectos destinados a la agricultura y el desarrollo rural en el total de préstamos de la entidad es la mitad que hace treinta años.
La suba del precio de los alimentos va a poner al mundo frente a desafíos mayúsculos en un futuro no muy lejano. Ya no se trata sólo de cómo producir más sino también de cómo cubrir a las poblaciones más vulnerables, cómo distribuir las rentas extraordinarias que surgirán y, finalmente, cómo administrar correctamente recursos naturales limitados como la tierra fértil y el agua que, junto con la energía, constituyen la fuente de todo lo demás.
Pero el motor más importante del alza está relacionado, sin dudas, con el incremento de la demanda global. El crecimiento económico de países densamente poblados como China e India ha modificado su estructura productiva y social: las migraciones hacia las ciudades, el aumento del ingreso y la reducción de la indigencia han enriquecido la dieta de cientos de millones de personas.
Claramente, la suba de los precios internacionales de los alimentos representa una oportunidad para los países exportadores de dichos productos. Pero para muchas otras naciones y para el mundo en general constituye también un serio riesgo en materia de seguridad alimentaria (con impactos potenciales como mayor desnutrición o hambrunas) y de reversión del terreno ganado frente a la pobreza.
Para entender la profundidad del problema y por qué es tan grave para los países menos desarrollados es útil incorporar dos consideraciones: contrariamente a lo que parece creer el ministro Amado Boudou, los más pobres destinan una proporción mayor de sus ingresos a la compra de alimentos. Pero, además, el impacto del alza de las materias primas es mucho mayor y más directo para los sectores más vulnerables y de dietas más primitivas y menos elaboradas. La lógica es sencilla: cuanto más procesados son los alimentos que se consumen, menor es la relevancia del insumo original en el costo total. Para quien come un choclo el aumento del maíz es evidente. Pero la hamburguesa de una cadena de comidas rápidas posee otros ingredientes en su producción más allá de la carne surgida de feedlots (en los cuales se utiliza maíz): también existen los empleados, el gasto en publicidad, el empaque, el alquiler, el gas y la electricidad, por mencionar algunos.
El efecto que pueden tener todos estos factores queda claro al mirar lo que ocurre en la Argentina. En el primer semestre de 2010, los precios internacionales de las materias primas agrícolas aún seguían padeciendo inestabilidad y cayeron casi 10%. Sin embargo, la variación de precios experimentada en los alimentos en nuestra economía fue de 31%, diez veces más que promedio de América latina (excluyendo Venezuela).
Independientemente de los problemas locales con la inflación, lo cierto es que el incremento del precio de los commodities agrícolas posee consecuencias muy amplias. Más allá de la falta de apertura y participación política, de la ausencia de derechos ciudadanos extendidos, de la corrupción de sus gobernantes y de su ineficacia en brindar mejoras sostenidas en la calidad de vida de sus ciudadanos, los episodios que se están viviendo en Egipto, Túnez y otras partes del mundo árabe también guardan relación con el alza del precio de la comida.
Así como los países centrales no prestan la debida atención al empeoramiento de ciertos procesos políticos y sociales en vastas regiones del planeta hasta que es muy tarde, también pareciera haber cierta distracción general con la dinámica de la producción de alimentos. Por ejemplo, los últimos datos disponibles del Banco Mundial muestran que la participación de los proyectos destinados a la agricultura y el desarrollo rural en el total de préstamos de la entidad es la mitad que hace treinta años.
La suba del precio de los alimentos va a poner al mundo frente a desafíos mayúsculos en un futuro no muy lejano. Ya no se trata sólo de cómo producir más sino también de cómo cubrir a las poblaciones más vulnerables, cómo distribuir las rentas extraordinarias que surgirán y, finalmente, cómo administrar correctamente recursos naturales limitados como la tierra fértil y el agua que, junto con la energía, constituyen la fuente de todo lo demás.
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