La visita de mi amiga Dilma a la Argentina reavivó el debate respecto del desbalance comercial que tiene nuestro país con Brasil.
En los últimos años la relación entre el real y el peso pasó de prácticamente 1 a 1 a casi 2,50 a uno a favor nuestro, y considerando, además, que nuestro gobierno prohibió ventas al vecino país, el déficit con Brasil es más un problema argentino.
De todas maneras, considerar el balance comercial en forma parcial, con cada país, carece de sentido. Es como en su caso. Usted, si trabaja, seguramente, tiene un “superávit comercial” con la empresa que lo tiene empleado y “déficit comercial” con el autoservicio chino de la esquina. Imagínese que usted se presenta ante el vecino chino y le dice que quiere “reducir su déficit comercial”, pidiéndole que contrate sus servicios. Obviamente, esto sería absurdo.
Por eso, corresponde mirar el balance comercial de manera integral y no con cada país. Más allá que haya que trabajar para levantar arbitrarias barreras comerciales o contrarrestar incentivos que generan ventajas artificiales a favor de algún país en perjuicio de otros.
Dicho esto, puede pasar al tema de fondo: nuestro balance comercial total. El balance comercial refleja la diferencia entre lo que el país produce internamente y lo que consume e invierte. Si el país tiene superávit comercial, ello significa que produce más de lo que consume o invierte, de manera que le vende al resto del mundo la diferencia. Inversamente, un país con déficit comercial consume e invierte más de lo que produce, de manera que tiene que importar la diferencia. Esa diferencia se “financia” con ahorro del resto del mundo, que puede tomar la forma de un préstamo o de inversión extranjera, entre otras.
La Argentina ha sido, estructuralmente, un país con déficit comercial, derivado de que el populismo predominante siempre ha incentivado más el crecimiento del consumo que el de la producción. Como consumíamos más de lo que producíamos, ese “desbalance” de importaciones debía ser financiado o bien con endeudamiento, o bien con ingreso de capitales propios o de inversores extranjeros. Cuando ese financiamiento se agotaba, no había posibilidad de hacer crecer más el consumo por el lado de las cantidades y toda la expansión populista se traducía en explosión inflacionaria y crisis externa que llevaba a una megadevaluación para bajar el salario real y reducir el consumo interno, generar superávit comercial por caída de importaciones, pagar el endeudamiento previo (o defaultear) y volver a empezar. A esto se lo llamó nuestras “crisis recurrentes de sector externo”.
Pero un día se produjo una “revolución productiva” y apareció el yuyito, la soja, cuyo boom de cantidades y precios es el nuevo “mecanismo de financiamiento” de las importaciones.
Permítanme ilustrar con algunos números. En el clímax de la década del 90 (97/98), la Argentina tuvo un déficit comercial de unos US$ 5 mil millones. Pero descontando las exportaciones de productos primarios y manufacturas de ese origen, el déficit se hubiera elevado a ¡US$ 20 mil millones! En 2010, el país tuvo un superávit de US$ 12 mil millones, pero descontando las exportaciones ya mencionadas, el déficit hubiera sido de ¡US$ 26 mil millones!
Entre 1998 y 2010 las exportaciones agrícolas y sus manufacturas pasaron de US$ 15 mil millones a US$ 40 mil millones.
Es decir: no es sólo la mejora de los precios; es, sobre todo, el violento cambio en las cantidades. La soja ha permitido “levantar” la restricción externa. O mejor dicho, alejar el momento de la crisis. Dado que el populismo exacerbado está haciendo crecer las importaciones más rápido que la producción y los precios agrícolas, obligando a un incipiente regreso al endeudamiento externo y con presiones inflacionarias crecientes.
La soja ayuda a extender el ciclo positivo, pero no puede hacer milagros si el populismo sigue descontrolado expandiendo el consumo y desincentivando la producción.
Reactivación de demanda versus desinflación
Hace 1 mes
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