Un aspecto ampliamente conocido de la economía global del siglo XXI es el surgimiento de los llamados países emergentes. Pero el realineamiento económico mundial de las dos últimas décadas va mucho más allá y representa una transformación de importancia histórica, comparable a la revolución industrial, de la que destacamos los siguientes aspectos:
1. El centro de gravedad de la economía internacional se desplaza rápidamente hacia Oriente y el Sur: aún más dramático, más de la mitad del crecimiento económico a nivel mundial en los últimos 15 años ha sido generado por los países emergentes y en desarrollo. Como consecuencia, las economías que no son miembros de la OCDE ya representan el 49% del PIB global, que según las proyecciones llegará al 57% en 2030. La crisis económica que ha golpeado fundamentalmente a los países de la OCDE ha acentuado estas tendencias.
2. La división tradicional entre países desarrollados y países en desarrollo ya no es tan significativa. Las enormes divergencias entre países requieren de una nueva clasificación que defina mejor su evolución económica. La OCDE
[Shifting Wealth: Perspectives on Global Development. 2010] propone una descripción dinámica del mundo, dividido en cuatro categorías basado en el crecimiento de las dos últimas décadas: países prósperos: los de la OCDE; países convergentes, con tasas de crecimiento per cápita que doblan las de la OCDE; países con dificultades (struggling), con tasas de crecimiento per cápita solo ligeramente superiores a la OCDE y; países pobres, que sufren bajas tasas de crecimiento y renta per cápita por debajo de los 950 dólares al final del periodo. Esta categorización va más allá de la tradicional división entre Norte y Sur, y proporciona una visión mucho más completa de la evolución dinámica del desarrollo global. Así, se muestra claramente que un grupo importante de países en desarrollo, entre los que destacan casi toda Asia, parte de Latinoamérica y amplias zonas de África, van convergiendo hacia niveles de riqueza de los países prósperos, otros están luchando para penetrar en ese selecto club, mientras que unos 25 países siguen sufriendo bajo el peso de la pobreza extrema, esencialmente en África Occidental y Central.
Muchas de las causas de este cambio estructural de la economía internacional son bien conocidas, otras no tanto. Primero, la apertura exterior de economías, anteriormente cerradas, como China, India y la URSS entre otras, produjo una sacudida en la oferta del mercado laboral mundial. Cerca de 1.500 millones de trabajadores se incorporaron a la economía de mercado en la década de 1990. Esto redujo el coste de numerosos bienes y servicios comerciados, posibilitando el despegue de varios países convergentes, principalmente en Asia. Segundo, el crecimiento en los países emergentes alimentó la demanda de materias primas y energía, lo que produjo una transferencia de riqueza hacia los países exportadores de estos productos, impulsando así el crecimiento en África, Latinoamérica y Oriente Próximo. Y tercero, muchos países emergentes han pasado de ser deudores a acreedores netos, acumulando grandes cantidades de divisas, especialmente China, lo que ha permitido mantener bajas las tasas de interés en los países desarrollados.
3. La creciente importancia del Sur para el Sur: la intensificación extraordinaria de los flujos económicos y financieros entre los gigantes emergentes y los países pobres, a través del comercio y la inversión extranjera directa, es una de las grandes novedades de esta nueva era. Es probable que esta tendencia continúe. En 2009 China se convirtió en el principal socio comercial de Brasil, India y Sudáfrica. Los países en desarrollo ahora mantienen cerca del 37% del comercio mundial, y el comercio intrasur representa alrededor de la mitad de ese total, constituyéndose potencialmente como el gran motor del crecimiento mundial en la próxima década.
4. La pobreza extrema se ha reducido en términos absolutos, pero ha aumentado la desigualdad al interior de los países. El realineamiento de la economía mundial ha permitido reducir el número de pobres en 120 millones durante los noventa y aproximadamente 300 millones en la primera mitad de la década del 2000. Solo en China, por ejemplo, entre 1990 y 2005 la pobreza extrema disminuyó del 60% al 16% de la población. A pesar de la reducción de la pobreza absoluta, la desigualdad a nivel global no se ha reducido. El aumento gigantesco de la desigualdad en países como China o India ha surgido de estructuras económicas duales, por la incorporación de muchos millones de trabajadores desde zonas rurales de bajísimos ingresos a los sectores urbanos impulsados por los servicios y las manufacturas. El aumento de la desigualdad también se ha producido en las grandes economías del norte, como EE UU o Reino Unido, y está en el origen estructural de la crisis financiera del 2008. Por el contrario, otros países como Brasil o Sudáfrica han sido capaces de crecer vigorosamente y reducir los niveles de desigualdad.
De la evolución descrita se desprende que la velocidad y magnitud de los cambios han sido más profundas de lo que se pensaba hace 30 años, cuando la ideología neoliberal comenzaba su dominio y se destacaban las oportunidades que la globalización ofrecía para el crecimiento y el desarrollo, y por tanto la necesidad de abrirse y adaptarse para aprovecharlas. Pero mientras las transformaciones han sido de mayor calado que el inicialmente previsto, las políticas de reforma y redistribución en los países de la OCDE no han sido a menudo suficientes para compensar los desafíos de la globalización, y la desigualdad y vulnerabilidad social han aumentado.
Veinte años después, los mercados financieros globales imponen su dictadura, muchos Gobiernos nacionales se ven impotentes y la ciudadanía apenas percibe diferencias en las salidas a las crisis entre Gobiernos progresistas y conservadores. Y es que aunque los problemas siguen siendo locales, las soluciones pasan por propuestas y políticas globales. En este sentido, se señalan tres áreas claves para un programa socialdemócrata de alcance global:
La primera prioridad es el establecimiento de una nueva gobernanza global: si los problemas del planeta cada vez son más globales, la responsabilidad y las soluciones deben compartirse entre todos. Pero la reforma de las instituciones internacionales no ha estado a la par con los cambios que se requieren para mejorar la gobernabilidad mundial. El resultado ha sido una pérdida de legitimidad profunda y una crisis en cuanto a su eficacia. La aparición del G-20 y los acuerdos que de ahí han surgido son pasos positivos, pero quedan todavía lejos de conformar un sistema de gobernabilidad global realmente democrático e inclusivo, y que debe incluir la reforma de la ONU.
En segundo lugar, hay que lograr instrumentos de fiscalidad internacional. La protección y promoción de los bienes públicos internacionales (cambio climático, investigación contra enfermedades de transmisión, lucha contra la pobreza, etcétera), requieren de fondos suficientes y predecibles para financiarlos. El establecimiento de figuras impositivas internacionales representa de mejor manera la búsqueda de soluciones globales a problemas de todos y debe ser un ámbito diferenciador para la socialdemocracia. El debate ha comenzado con los impuestos al carbono, a los bancos o a las transacciones financieras. Además, una nueva fiscalidad internacional debe llevar a la erradicación de los paraísos fiscales.
En tercer lugar, cuando las líneas divisorias entre países ricos y pobres se difuminan, también lo hacen las trayectorias de las migraciones humanas. Ya no es solo a los países de la OCDE donde emigran los trabajadores de los países pobres, sino que los flujos migratorios sur-sur se han vuelto casi tan importantes como los anteriores. Por eso, es necesario un acuerdo migratorio global, que considere a los emigrantes fundamentalmente como seres humanos protegidos por derechos elementales, al mismo tiempo que se aprovechan sus capacidades productivas en beneficio de todos.
Las tres propuestas mencionadas, junto a otras como el reforzamiento de la regulación de los mercados financieros, el establecimiento de un mínimo social global o un nuevo orden para el comercio internacional, deben constituir el eje de una agenda global socialdemócrata renovada, que muestre a los ciudadanos que dos décadas después, en la era de la globalización acelerada multipolar, existen aún diferencias entre las opciones de progreso y las conservadoras.
Reactivación de demanda versus desinflación
Hace 1 mes
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