miércoles, 17 de octubre de 2012

Es hora de reconocer la inflación. Por Alieto Aldo Guadagni


La inflación es un fenómeno que castiga principalmente a los más pobres, ya que ellos carecen de activos de refugio (moneda extranjera, tierras, propiedades). Éste es el motivo por el cual nadie que esté verdaderamente preocupado por la inclusión social y la equidad distributiva puede distraerse cuando una economía ingresa en una fase inflacionaria, que inevitablemente agudizará la desigualdad en la distribución del ingreso.

Por esto, el mundo se vio obligado a aprender a controlar la inflación en las últimas décadas. Recordemos que hacia fines de la década del 80 la inflación era un flagelo muy generalizado, sobre todo entre los países en desarrollo. Prácticamente todas las naciones aprendieron muy rápido la lección y fueron capaces de definir nuevas políticas que resultaron eficaces para reducir la inflación sin enfriar la economía, superando así un viejo debate entre diversas escuelas económicas, del cual participaron, con distintas visiones, Paul Samuelson y Milton Friedman. En nuestro país el debate se dio entre los llamados "estructuralistas" y "monetaristas" en las décadas del 60 y del 70.
Lo cierto es que el mundo pudo avanzar significativamente a partir de esos años en controlar la inflación sin enfriar la economía con procesos recesivos. Es evidente que hoy son muchos los problemas económicos que mundialmente subsisten, pero la inflación dejó de ser un azote global.
Hoy, en América latina el promedio de inflación (excluido nuestro país) no llega al 6%. En cuanto a la Argentina, no se puede dar una cifra precisa, ya que el gobierno nacional, que es quien tiene los recursos humanos y técnicos para estimar la inflación sobre la base de datos de muestras estadísticas representativas, lamentablemente ha decidido falsear la información. Pero es evidente que ahora estamos entre los tres primeros países con más alta inflación entre las 184 naciones de las cuales hay información estadística.
Recordemos que el estallido de la convertibilidad a fines de 2001 impulsó en nuestro país una brusca aceleración inflacionaria originada por la gran devaluación del peso, que alcanzó su máxima expresión en 2002 con niveles cercanos al 80% de aumento en los precios mayoristas, pero gracias a la sensata política fiscal y monetaria de esos años (Duhalde-Néstor Kirchner) la inflación comenzó a ceder significativamente, de forma tal que hacia 2006 ya se había reducido al 10% anual sin necesidad de enfriar la economía, que, por el contrario, crecía fuertemente. Pero a partir de ese año, con la salida del ministro Roberto Lavagna, dejó de prestarse debida atención a la fiebre inflacionaria y se creyó que para afrontar este serio problema simplemente alcanzaba con la utilización de un falso termómetro.
Ya pasaron más de cinco años, y si bien es evidente que estamos por suerte muy lejos de amenazantes escenarios hiperinflacionarios como los que caracterizaron gravísimos episodios de alzas de precios en las décadas del 70 y del 80, ya es hora de que el Gobierno asuma de una vez la realidad, como es su obligación, y disponga que el Indec deje de ocultar la verdad (ya que nadie le cree) y defina sin demora una nueva política para derogar el impuesto inflacionario por ineficiente, pero sobre todo por injustamente regresivo y socialmente excluyente.
La inflación debe ser encarada sin demoras, porque el actual nivel inflacionario esta desalentando cada vez más el ahorro en nuestra propia moneda, ya que impulsa la fuga hacia el exterior, representada por el dólar. Al mismo tiempo esta inflación mina, a través de la suba de costos en dólares, la competitividad de nuestras actividades productivas, particularmente las manufacturas industriales y agroindustriales, y afecta especialmente las economías regionales del interior del país.
La buena noticia es que, por suerte y por ahora, para reducir la inflación no hay que enfriar nada. Simplemente hay que actuar con la misma prudencia y sensatez con la que actúa la gran mayoría de nuestros vecinos en este hemisferio.
Si el Gobierno sigue distraído y no reconoce responsablemente la realidad inflacionaria, corremos el riesgo de que cuando se despierte y decida encararla ya sea tarde y tengamos entonces que afrontar una recesión, que siempre impulsa un aumento del desempleo y la pobreza.
Un modelo económico con inclusión social no puede imponer la inflación, que es el más regresivo de todos los impuestos.

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