(Publicado en suplemento económico del diario Página 12, Domingo 14/10/2012)
La crisis desatada a fines de 2001 representó el fin del ciclo de la convertibilidad. Un período que representó un enorme retroceso, tanto en las condiciones de vida de gran parte de la población argentina como en el desarrollo productivo.
La drástica caída verificada en el empleo industrial y la persistencia –durante casi una década– de una tasa de desempleo abierto de dos dígitos, fueron dos de sus heridas más dolorosas. Parte del costo de un esquema económico que tuvo como eje el control de la inflación y la irrestricta liberación de los mercados, mientras se proclamaba que “sobraba un tercio de argentinos”.
A un costo social sin precedentes, la Argentina se liberó de un gravoso cepo intelectual, al que estuvo sometida desde largo tiempo atrás (en especial, tras la hiperinflación de 1989-1990). Se crearon así las condiciones para adoptar un régimen de política económica que apuntara al crecimiento y a la inclusión social.
Este nuevo patrón se encuentra todavía en vías de consolidación y demanda definiciones acerca del perfil productivo a adoptar hacia adelante. En algunas áreas –como es el caso del transporte– aún se observa, además, una ausencia notoria de nuevas políticas. Asimismo, superada la instancia más crítica de inicios de la pasada década, existen todavía muchas demandas sociales pendientes, tales como la provisión de soluciones habitacionales suficientes y la formalización de un amplio estrato de trabajadores en la “economía negra”.
Ello no quita la importancia que han tenido diversas reformas que, claramente, han apuntado a políticas públicas nuevas y muy eficaces para responder a las necesidades de las mayorías. Nos referimos aquí, entre otras, a la renegociación de la deuda externa; a las transferencias sociales masivas de impacto redistributivo; a la supresión del inviable y costoso régimen previsional privado, reemplazado por una política inclusiva y solidaria; a la modificación de normas monetarias y cambiarias heredadas de la convertibilidad; al impulso a la educación y al desarrollo científico y tecnológico; a la jerarquización de las inversiones públicas; y al activismo que el Estado está mostrando en el plano energético.
Si bien los datos estadísticos disponibles señalan cambios positivos en la distribución del ingreso, a la par de un crecimiento significativo en la actividad productiva, este nuevo patrón en proceso de definición presenta dificultades. Entre ellas, un proceso inflacionario que se ha iniciado un quinquenio atrás y que, si bien muestra un ritmo administrable, alcanza hoy índices superiores a los deseables.
Además de los conocidos impactos que todo proceso de este tipo tiene sobre los perceptores de ingresos fijos –como es principalmente el caso de los trabajadores asalariados–, la inflación estrecha el horizonte de decisión de las personas y empresas, desestimulando la toma de riesgos a plazos largos. Asimismo existen concretas preocupaciones por el retraso que la inflación tiende a generar en el tipo de cambio real y en los niveles reales de tarifas de servicios públicos. Las razones precedentes conducen a reconocer la importancia de esta cuestión.
Por cierto, los distintos procesos inflacionarios de la Argentina obedecieron en el último siglo a causas diversas, y su magnitud alcanzó niveles muy disímiles. La decisión del Plan Fénix de tomar posición –una vez más– acerca de este tema obedece a que, por la magnitud adquirida los últimos años, la inflación ha vuelto a instalarse como una cuestión central entre las preocupaciones sociales y exige la adopción de políticas eficaces para su morigeración y control. Nuestra historia enseña, sin embargo, que de la mano de argumentos antiinflacionarios se han gestado en el pasado planes de ajuste que implicaron graves retrocesos productivos y sociales, con serias consecuencias ulteriores en el terreno político–institucional. Es imperativo entonces que esto no ocurra, para beneficio de la expansión productiva en curso, de los sectores sociales más vulnerables y del proceso de afianzamiento y extensión de nuestra democracia.
Cualquier esfuerzo que procure reducir la inflación debe comenzar por cuantificar su magnitud, determinar sus causas, evaluar los resultados negativos producidos en el pasado como consecuencia de la aplicación de políticas antiinflacionarias de matriz ortodoxa y, finalmente, proponer una estrategia alternativa.
No es fácil determinar cuál ha sido el ritmo real de incremento de precios que ha tenido lugar en la Argentina durante los últimos años. Las cifras que ofrece el Indec han perdido credibilidad, las provinciales no cubren un territorio de suficiente significación y las que publican las consultoras privadas exageran, en general, las tasas de inflación reales (además de aplicar en algunos casos metodologías inaceptables, de poca seriedad). De acuerdo con la evolución del índice de precios implícitos del PBI, la inflación actual se ubicaría en el entorno del 20 por ciento anual, en tanto que el promedio del incremento de precios, según siete institutos provinciales de estadísticas, resulta aproximadamente del 23 por ciento. Ambos valores se hallan muy lejos de los que estima el Indec –-y, también, bastante por debajo de muchas “estimaciones” irresponsablemente difundidas por medios masivos de comunicación– y justifican la actual preocupación. Va de suyo que esta situación debe ser corregida, sin más dilaciones.
Causas
Para comprender la especificidad del fenómeno es preciso analizar sus causas y sus mecanismos de propagación. El análisis económico tradicional suele distinguir tres clases de inflación: de demanda, originada por un exceso de la demanda global respecto de la oferta global de productos y servicios; de costos, usualmente derivada del aumento de la tasa de salarios e insumos a un ritmo mayor que la productividad del trabajo asalariado; y la estructural, causada por el cambio de los precios relativos en sectores con inflexibilidad a la baja de los precios monetarios. Más allá de este análisis tradicional y avanzando en el tema, podría afirmarse que el fenómeno primario tiene origen en una inflación de carácter “estructural”, que presenta como mecanismos de propagación a la inflación “de costos” y también a la “de demanda”.
Las presiones inflacionarias se deben a problemas de la estructura del sistema económico argentino. Entre ellos: a) el incremento de los precios relativos de alimentos, energía y otros insumos en el mercado mundial, que tiene impacto sobre el nivel de precios internos y se traslada fuertemente al consumo de los sectores más carenciados; b) las deficiencias en la tasa de formación de capital, así como en su asignación; y c) las serias inequidades persistentes en el sistema tributario. Si estas fallas estructurales no se corrigen, resulta imposible atenuar el proceso inflacionario, por más “ajustes” que se intenten, debido a la multiplicidad de causas que operan de modo simultáneo.
Si bien los cambios positivos en la distribución del ingreso no son necesariamente inflacionarios, la puja distributiva tiende a provocar el incremento en los precios. Sobre todo cuando los empresarios, en particular los formadores de precios, reajustan sus márgenes de ganancia. Esto, en especial, que sucede con frecuencia, tiene un fuerte impacto sobre el resto de la economía, en los sectores en los que predominan los comportamientos oligopólicos (en mercados dominados por unas pocas empresas, no sujetas a competencia relevante alguna); al respecto, es menester recordar el elevado nivel de concentración que presenta hoy día la economía argentina, donde las ventas de las primeras mil empresas representan más del 70 por ciento del Producto Interno Bruto. En este sentido, las expectativas de incremento de precios –fuertemente exacerbadas por la experiencia económica histórica del país– generan un comportamiento “cultural” inflacionario que opera como crucial mecanismo de propagación y acaba suscitando “profecías autocumplidas”.
Al respecto importa subrayar que el ritmo actual de crecimiento de los precios dista de encontrarse en un nivel de “espiralización”; vale decir, de incrementos cada vez más fuertes, resultantes de las expectativas a futuro acerca de su trayectoria. Este fenómeno fue fundamental en el período de muy alta inflación que sufrió la Argentina entre 1975 y 1990. De hecho, el temor a la “espiralización” es lo que, por lo general, incentiva la adopción de políticas antiinflacionarias en todos los países. Esto, dicho sea de paso, desmiente los toscos diagnósticos monetaristas que atribuyen el crecimiento de los precios, en exclusividad, a la emisión monetaria. Si estos diagnósticos fueran valederos, combatir la inflación sería una tarea trivial.
Políticas posibles
El fracaso de las políticas de shock y ajuste recesivo nos lleva a considerar como alternativa conveniente una estrategia gradual de combate a la inflación. Esta estrategia deberá tener en cuenta la multiplicidad de causas que la provocan: factores inerciales, expectativas, puja distributiva, oscilaciones del tipo de cambio, sectores monopólicos u oligopólicos formadores de precios, entre otras.
Toda política antiinflacionaria eficiente debería satisfacer, al menos, dos criterios básicos: a) actuar conjuntamente sobre las causas de la inflación y sus mecanismos de propagación, diferenciando entre unos y otros; y b) incidir sobre la inflación sin crear o agravar otros desequilibrios y, especialmente, sin producir desempleo. Las políticas antiinflacionarias usuales no cumplen con estos requisitos; por ejemplo, las políticas monetarias restrictivas no actúan sobre la inflación estructural y las clásicas políticas fiscales “de ajuste” tienden a generar desocupación.
El verdadero enemigo del crecimiento con equidad es la desocupación, que a la vez implica la subutilización de recursos y marginación social. El empleo no debe ser la variable de ajuste antiinflacionario. Por el contrario, debe tenderse a una situación de plena ocupación con empleos de calidad y salarios dignos. El aumento de la productividad logrará, a su vez, mayor y más calificado empleo. Existe una confluencia virtuosa entre el combate a la inflación estructural y la expansión económica. Las restricciones de la estructura productiva no se combaten entonces comprimiendo la actividad sino expandiéndola (vale decir, haciendo lo contrario de lo que hoy resulta usual en los países de la Europa en crisis).
En las actuales condiciones, a los dos requisitos mencionados debe sumarse la necesidad de que la política antiinflacionaria tome en cuenta que los mercados de productos han dejado de ser en gran medida mercados nacionales, restringidos a cada país –como supone el enfoque keynesiano de la política económica– para tender a convertirse en mercados mundiales de productos y factores. Por ello es necesario administrar con prudencia y realismo la incidencia local de los precios internacionales, tratando de regular sus impactos de acuerdo con las necesidades del desarrollo interno y de la equidad distributiva. Dadas las nuevas condiciones en que tienden a desenvolverse los mercados, se corre el riesgo de la “primarización” de las exportaciones y la consiguiente orientación privilegiada (o casi exclusiva) de las inversiones hacia los sectores productores de materias primas. Este escenario puede dar lugar a una versión actualizada de la “enfermedad holandesa”; vale decir, la circunstancia en la que un boom de precios de las materias primas lleva a una situación de fortalecimiento del poder adquisitivo de la moneda nacional que termina impactando severamente sobre la capacidad de producir y exportar manufacturas y, de ese modo, “desindustrializando” al país. Por lo tanto, dado el riesgo de esta peligrosa situación, las políticas de tipo de cambio diferenciado se encuentran ampliamente justificadas y no deben ser abandonadas.
Por otra parte, una reducción indebida, excesiva, imprudente o puramente fiscalista del gasto público tendría efectos adversos sobre el nivel general de actividad económica, como los que están experimentando hoy los países europeos, afectados por la grave crisis en la que se encuentran inmersos. En cambio resulta fundamental redireccionar el gasto, sin reducir su nivel y buscando mantener el nivel de ocupación, mejorar la distribución del ingreso y adoptar medidas de política fiscal que tiendan a sostener el nivel de los recursos estatales. También debería modificarse gradualmente, pero sin vacilaciones, la política de subsidios del gobierno nacional –tal como comenzó a hacerse hace algunos meses– para sostener los cambios positivos ya logrados en la distribución del ingreso y evitar la continuidad de transferencias injustificadas que subsidian el consumo de los sectores de altos ingresos (energía y transporte, entre otros). Como una política de este tipo implica impactos sobre los precios, exige una gradualidad en su aplicación, que debería discriminar con cuidado entre los distintos tramos de ingresos.
El incremento de la provisión de bienes públicos, materiales e inmateriales, resulta otra vía importante para combatir la inflación, ya que esta oferta se halla a cubierto de las tendencias en los mercados externos y constituye, sobre todo, una responsabilidad del Estado. La moderna noción de bienes públicos incluye no solamente los bienes públicos materiales (los que integran el “dominio público”) sino, también, los inmateriales o intangibles, como lo son la educación, la salud, la Justicia, la seguridad, la protección social y el derecho a la información y a la pluralidad de opiniones. Una mayor y mejor provisión de bienes públicos actúa con eficacia estabilizadora sobre las tres clases de inflación: sobre la inflación “de demanda”, elevando la oferta de bienes disponibles; sobre la “de costos”, acrecentando la productividad del trabajo; y sobre “la estructural”, aumentando la movilidad de los recursos productivos entre regiones y entre industrias. Por iguales vías, los efectos sobre el nivel y la calidad de la ocupación también pueden resultar positivos.
La política antiinflacionaria debe definirse cualitativamente, como una acción continua y sistemática dirigida a corregir y, en lo posible, a prevenir los desequilibrios coyunturales y estructurales que la generan. No debería descuidarse el campo de la política de ingresos y la influencia que ésta debe tener a la hora de acordarse precios y salarios entre los distintos sectores de la sociedad. Resulta obvio que la instrumentación de una política de moderación de la inflación requiere tiempo, además de un cuidadoso análisis que contemple tanto las consecuencias inmediatas como los efectos de largo plazo.
Sin duda alguna, la crisis que sufren los países centrales nos afecta directa o indirectamente. Por ello deben aislarse –y esto llevará tiempo– los efectos del crecimiento de los precios, sobre todo los salarios que van a la zaga de los restantes. Por todas estas razones alentamos la continuidad de muchas de las políticas encaradas, en particular la fuerte inversión que compromete al Estado en la búsqueda de una competencia apoyada en el desarrollo científico-tecnológico.
En suma: la política antiinflacionaria deberá tener en cuenta la complejidad que muestran las circunstancias y los factores señalados en este texto y, en consecuencia, debe ser ubicada en su justo lugar, cuidando su consistencia con el cumplimiento de los objetivos de desarrollo con equidad. La inflación no es el único gran problema a vencer, pero resulta indispensable encarar un programa de mediano plazo adecuado para neutralizarla.
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