(Este pequeño ensayo fue publicado por Aldo Ferrer hacia marzo de este año 2010 bajo la forma de tres notas consecutivas en varios diarios del país)
Durante más de 70 años, desde 1930 hasta la debacle del 2001/02, la economía estuvo sometida a dos restricciones: la externa y la fiscal. Además, en la mayor parte del período (1930-83), la ausencia de reglas para transar los conflictos provocó un escenario de inestabilidad política que agravó los desequilibrios. En el transcurso del siglo pasado predominaron restricciones de carácter externo, fiscal e institucional, que determinaron los déficits en el balance de pagos internacionales y las finanzas públicas, la volatilidad de la actividad económica, la inflación y el lento crecimiento.
Los problemas se agravaron a mediados de los 70, cuando estalló la violencia y comenzó el aumento incesante de la deuda. En ese escenario, el país quedó subordinado a los criterios de los mercados y las condicionalidades del FMI y se redujo radicalmente la libertad de maniobra. Hoy, Argentina ha logrado remover las restricciones externa, fiscal e institucional. Esto configura una realidad económica muy distinta a la del pasado, es decir, una nueva economía argentina. Subsiste, sin embargo, una cuarta restricción, resultado de las tres primeras: la social, consistente en la extrema desigualdad en la distribución de la riqueza y de las oportunidades. LAS TRES RESTRICCIONES. Bajo el modelo de la economía primaria exportadora, inaugurado a mediados del siglo XIX y clausurado con la crisis mundial de los años 30, los pagos internacionales eran la correa de transmisión entre el ciclo económico mundial y la actividad económica interna. Como lo destacó Raúl Prebisch, el modelo era inestable e implicaba la distribución desigual de los frutos de progreso técnico entre el “centro” (los países industriales) y la periferia (economías proveedores de productos primarios). Sin embargo, no existía una insuficiencia crónica de divisas para sostener ese régimen de acumulación y crecimiento ni un déficit fiscal persistente. En el plano institucional, desde la presidencia de Mitre hasta el golpe de Estado de 1930, la política se desenvolvió en el marco de la Constitución, perfeccionada bajo la Ley Sáenz Peña, no existieron, pues, restricciones externa, fiscal e institucional al desarrollo de la economía primaria exportadora. El problema se instaló en 1930, con la crisis mundial, el agotamiento del modelo agroexportador y el golpe de Estado. Comienza entonces la Industrialización Sustitutiva de Importaciones (ISI), con dos rasgos principales: una elevada proporción de abastecimientos importados de insumos y equipos y una baja capacidad de exportaciones de bienes de origen industrial. Es decir, la ISI operaba con un déficit en su balance de pagos internacionales. En una primera fase, la producción industrial permitió ahorrar divisas disminuyendo el coeficiente importaciones/PBI de 25% en 1929 a 10% hacia 1950. Por múltiples razones, este último resultó un piso de largo plazo. En consecuencia, el crecimiento de la economía dependía de la capacidad de pagos externos. Era entonces preciso generar divisas a través de las exportaciones de manufacturas industriales o, como sucedió en los hechos, apelar a los excedentes generados por el sector agropecuario. Debido a la convergencia de factores internos y externos, las exportaciones agropecuarias entraron en un prolongado período de estancamiento. En consecuencia, las fases de expansión de la actividad industrial y, consecuentemente, de aumento de su déficit de divisas, tropezaban con un “cuello de botella” en el balance de pagos, es decir, la “restricción externa”. Una vez que se agotaban las posibilidades de endeudamiento, el epílogo era el ajuste para restablecer el equilibrio perdido. En semejante escenario, las finanzas públicas incurrieron repetidamente en déficit. La restricción institucional provocó políticas erráticas que agravaron las otras dos: la externa y la fiscal. La consecuencia más evidente de estos hechos fue el desorden monetario y la inflación crónica que se instaló a partir de 1945. Así funcionó la economía argentina entre la década de 1930 y mediados de la de 1970, bajo las restricciones externa, fiscal e institucional. Era el régimen llamado de stop go, de contención-arranque. El sistema tuvo un desarrollo mediocre, pero no despreciable, particularmente en su último tramo. Los censos industriales de 1964 y 1974 revelan una transformación notable de la industria con fuertes aumentos de la productividad, el empleo y capacidad competitiva. En 1976, en el marco de la globalización financiera internacional, el gobierno de facto interrumpió el crecimiento manufacturero e introdujo un cambio radical en la naturaleza de las restricciones externa y fiscal. La liberación de la tasa de interés y del movimiento internacional de capitales insertaron a la economía argentina en el orden monetario globalizado y, consecuentemente, en la especulación financiera internacional. Lo hizo, además, con un instrumento peculiar, la “tablita”. La programación del ajuste del tipo de cambio a una tasa muy inferior a la de la inflación provocó una extraordinaria apreciación del peso y, consecuentemente, el drástico deterioro de la competitividad, el aumento de las importaciones y la escalada de elevados déficits “gemelos”, en el balance de pagos y en las finanzas públicas. La “tablita” proporcionó a los especuladores un seguro de cambio gratis y multiplicó las rentas de la llamada “industria financiera”. Esta estrategia provocó el aumento incesante y acumulativo de la deuda externa. Hasta 1976, la deuda había sido una respuesta a las insuficiencias transitorias del balance de pagos y resultado de la característica estructural de la economía argentina, es decir, el déficit de divisas de la ISI. Pero la deuda nunca alcanzó dimensiones inmanejables. Por esa misma razón, los acuerdos con el FMI eran siempre de duración transitoria, hasta que se restablecía el equilibrio de los pagos externos e iniciaba una nueva fase de auge (stop go). A partir de 1976, la deuda externa fue el componente central de la economía. Toda la política económica quedó subordinada a su refinanciación. En tales condiciones, la restricción externa no surgía del comportamiento de la economía real, sino de la posibilidad de acceder o no al crédito internacional. La imposibilidad de generar niveles de superávits primarios suficientes para pagar la deuda agravó el financiamiento del déficit con emisión monetaria y el impuesto inflacionario. El stop go de la economía real bajo la ISI pasó a ser el de la especulación financiera. El FMI adquirió, entonces, nuevos roles: dejó de ser el vigilante esporádico de las cuentas argentinas para asumir el rol de monitor permanente, con el agregado de promover las “reformas estructurales” del Consenso de Washington. Al final, la macroeconomía estalla bajo el impacto de los crecientes e inmanejables déficits del balance de pagos y las finanzas públicas. En 1983 culminó la experiencia iniciada en 1976. Las restricciones fiscal y externa eran entonces insoportables, como volverían a serlo, más tarde, en el epílogo de la misma estrategia en la década de 1990. Alfonsín condujo al país a su reencuentro con la democracia pero no logró zafar de la deuda y las restricciones externa y fiscal. Menem culminó la transformación iniciada en 1976. Adhirió incondicionalmente al paradigma neoliberal. El régimen de convertibilidad era la dolarización del sistema monetario y la renuncia a tener una política económica. Definitivamente, la marcha de la economía quedaba subordinada al movimiento de capitales especulativos. Al mismo tiempo, se transfirieron a manos privadas los activos principales. Los ingresos por las privatizaciones, más el reinicio de la corriente de capitales especulativos una vez concluida la crisis de la deuda latinoamericana provocaron un auge inicial de la economía. En este escenario, el tipo de cambio fijo permitió estabilizar el nivel general de precios. Pero la restricción externa se multiplicaba con la apreciación del peso, la pérdida de competitividad de la producción nacional y el aumento de la deuda. El apoyo del FMI y los “canjes y megacanjes”, generaron rentas extraordinarias en los intermediarios. Como lo anticipó el Grupo Fénix de la Universidad de Buenos Aires en setiembre de 1991, el sistema se encaminaba inexorablemente al derrumbe de la seguridad jurídica, es decir, de los contratos entre residentes denominados en dólares y al default sobre la deuda externa. Las restricciones externa y fiscal bajo la ISI no impidieron un crecimiento considerable de la economía argentina y una mejora de las condiciones sociales. En cambio, bajo el paradigma neoliberal, el período 1976-2001/02, fue el peor de la historia económica argentina.
Las restricciones externa y fiscal que prevalecieron durante más de 70 años y analizamos en la nota anterior (publicada por El Sol el lunes 29 de marzo) influyeron en la formación de la opinión pública y las ideas económicas. Las aguas se dividieron en torno de la determinación de las causas y consecuencias de esos problemas. Para la visión nacional del desarrollo, era posible e imprescindible resolver la restricción externa, profundizando el desarrollo industrial y la capacidad exportadora de manufacturas y de productos primarios. En el enfoque del desarrollismo ortodoxo, cuyo mayor exponente fue Rogelio Frigerio, lo fundamental era integrar las cadenas de valor con el pleno desarrollo de las industrias de base (acero, aluminio y celulosa, entre otras) y el autoabastecimiento energético. El capital extranjero era un instrumento del necesario shock inversor y transformador de la estructura y la inserción internacional del país. Como recordé en mi nota en Buenos Aires Económico del 8 de mayo del 2008, en un diálogo que mantuvimos hace años, Frigerio escuchó la reiteración de mi argumento sobre la importancia relativa del ahorro interno y el capital extranjero. Su comentario fue que la cuestión no era cuán importante eran uno u otro, sino que, en las condiciones prevalecientes en el gobierno de Frondizi, no había posibilidad alguna de reorientar la inversión del ahorro interno hacia los objetivos estratégicos del desarrollo. Por lo tanto, el shock inversor había que producirlo con inversiones externas dirigidas a los objetivos buscados. El enfoque desarrollista aperturista y más apoyado en los recursos propios tomaba nota de los límites de la Industrialización Sustitutiva de Importaciones (ISI), aun con el pleno y necesario desarrollo de las industrias de base y el autoabastecimiento energético. Era entonces preciso, también, exportar manufacturas de creciente valor agregado, con la participación de las tecnologías de frontera, como la microelectrónica y la informática. Se trataba, entonces, de formar una “economía integrada y abierta”, con una amplia base de sustentación en los recursos naturales y la industria, con capacidad de gestionar el conocimiento en todo el arco de las tecnologías disponibles y la capacidad original de innovación. En este escenario del pensamiento del desarrollo nacional, se debatió la relación campo-industria dentro de una estructura desequilibrada, según la expresión de Marcelo Diamand, quien demandaba otorgar condiciones de competitividad a toda la producción de bienes sujetos a la competencia internacional, a través de tipos de cambio diferenciales y otros instrumentos de política económica. Dentro de estas perspectivas, la eliminación de la restricción externa permitía aumentar el ahorro interno, consolidar la solvencia fiscal y los equilibrios macroeconómicos y, por lo tanto, fundar, en los recursos propios, la fuente fundamental de la acumulación, fortaleciendo el protagonismo de las empresas argentinas. Pero las restricciones externa y fiscal promovieron otro tipo de respuesta, la de cuño liberal, la cual, con el agregado dominante de la dimensión financiera y su preferencia por las paridades sobrevaluadas, constituyó la versión neoliberal de la ortodoxia. Este enfoque tuvo éxito en generalizar el convencimiento de que el país no puede funcionar sin crédito externo y que el ahorro interno es insuficiente para sostener una tasa elevada de acumulación de capital. De ese modo, una preocupación dominante de la política económica fue atraer capital extranjero como inversiones privadas directas y créditos internacionales. El objetivo era, entonces, “transmitir señales amistosas a los mercados” para atraer capitales foráneos. En plena crisis del 2001/2002, este enfoque culminó con la propuesta de la banca offshore y la dolarización del sistema monetario. Es decir, el abandono definitivo de la conducción nacional de la política económica y la subordinación plena del país a los dictados del FMI y los mercados financieros. Sumergidos en el orden global, terminaríamos con la “restricción externa” porque el país pasaría a ser un apéndice del sistema mundial. De paso, acabaríamos con los disparates de los que piensan que el país puede crecer, sin restricción externa, descansando en sus propios recursos, que cada país tiene la globalización que se merece en virtud de la fortaleza de su densidad nacional y que Argentina puede estar plenamente integrada al mundo en el comando de su propio destino. LA RESOLUCIÓN DE LAS RESTRICCIONES EXTERNA, FISCAL E INSTITUCIONAL. En los últimos años se ha producido un cambio radical en el comportamiento de la economía. Desde la salida de la crisis del 2001/2002, los pagos internacionales vienen operando con un elevado superávit en el balance comercial y en la cuenta corriente del balance de pagos. Este último registra ocho años consecutivos positivos, hecho inédito en la historia económica del país. En el 2009 alcanzó 3% del PBI y cabe esperar un superávit semejante en el 2010. A su vez, la balanza comercial registra saldos positivos anuales superiores a los u$s15.000 millones. Estos hechos obedecen a causas múltiples. Una de ellas es el notable incremento del volumen de la producción rural, particularmente de cereales y oleaginosas, con el fuerte aumento de las exportaciones favorecido, al mismo tiempo, por las tendencias expansivas del mercado mundial de alimentos. Otra, el abandono de la convertibilidad y la apreciación del peso, que estimuló la producción de manufacturas de origen industrial, tanto para el mercado interno como el internacional. Como esta década el superávit externo se sostuvo a pesar de un crecimiento acumulado del PBI de más de 60% y un aumento comparable del producto manufacturero, cabe concluir que la restricción externa y el ciclo de stop and go de la ISI son problemas del pasado. Las tendencias actuales de la economía mundial y la dotación de recursos de nuestro país sugieren que perdurará el superávit en los pagos internacionales. Si en este contexto se mantiene un tipo de cambio de equilibrio desarrollista (TCED), cabe suponer que la economía nacional funciona ahora con un superávit externo estructural, de largo plazo. ¿Y qué sucede con la restricción externa y el ciclo derivado de la deuda externa? Entre el 2003 y la actualidad, la relación deuda externa pública y privada/ PBI bajó de 160 a 40 por ciento. Desde el momento en que se logró salir del default, con el exitoso canje de deuda del 2005, el pago al FMI y encuadrar los pagos dentro de límites manejables con recursos propios, también aquí se produjo un cambio radical. En el sector privado no financiero, el coeficiente de endeudamiento bajó 70% y la cartera irregular con los bancos locales de 22 a 7%; es decir, la restricción externa y el ciclo stop and go de la deuda serían, también, problemas del pasado. La solución de la restricción externa facilitó resolver la restricción fiscal derivada de los déficits crónicos de las finanzas públicas. La recaudación tributaria nacional aumentó en 10 puntos del PBI para ubicarse cerca de 30% del producto, proporción razonable en una economía del ingreso medio argentino. En esto influyeron el aumento de la actividad económica y la mejora en la gestión administrativa del sistema tributario. Del lado del gasto, la quita sobre la deuda resultante del canje contuvo los servicios en límites manejables para el presupuesto. En el mismo sentido operó la incorporación, en la esfera pública, de los recursos del sistema previsional, que constituyen parte principal del ahorro interno. El comportamiento de las finanzas públicas desde la salida de la crisis del 2001/2002 demuestra que la restricción fiscal puede ser, también, un problema superado. Estos cambios ocurren en un escenario político institucional también distinto. Desde el regreso definitivo a la democracia en 1983, Argentina se está acostumbrando a resolver sus problemas en el marco de la Constitución, con tensiones, pero en paz y sin violencia. El país tuvo en el pasado una “restricción institucional”, agregada a las externa y fiscal. Ahora, aquella puede ser también un problema del pasado. En la experiencia reciente, aun los temas más polémicos (por ejemplo, la resolución 125, las reformas de los regímenes previsional y de medios audiovisuales y el uso de las reservas del Banco Central), se procesan conforme las reglas constitucionales y la división de poderes propia de una sociedad democrática. En las últimas dos notas destaqué que los cambios producidos en el transcurso de esta primera década del siglo XXI han dado a luz una nueva economía argentina, liberada, simultáneamente, de las tres restricciones (externa, fiscal e institucional) que, en el pasado, malograron su desarrollo. Si la transformación no se frustra por la repetición de las decisiones del pasado, la nueva economía argentina permite recuperar la conducción soberana del proceso de desarrollo y la renovación profunda de las ideas económicas. Detengámonos, brevemente, en estas dos cuestiones. LIBERTAD DE MANIOBRA DE LA POLÍTICA ECONÓMICA. Es ahora posible sostener los equilibrios macroeconómicos, en los pagos internacionales, la moneda y las finanzas públicas, con recursos propios. Esto proporciona capacidad operatoria y autonomía a la política económica y permite la existencia de un Estado desarrollista. En tales condiciones, el objetivo deja de ser “transmitir señales amistosas a los mercados” y satisfacer las condicionalidades y “reformas estructurales” promovidas por el FMI. Al recuperar la conducción soberana de la economía nacional, el objetivo es sostener, simultáneamente, los equilibrios macro e impulsar el desarrollo económico y social. En la nueva realidad, la política económica tiene suficiente fortaleza para resistir tensiones como, por ejemplo, una crisis mundial de gran escala como la actual, sin que la economía nacional descarrile. LAS IDEAS ECONÓMICAS. Vimos cómo la interpretación de las restricciones externa y fiscal influyeron en las ideas económicas en nuestro país. El enfoque ortodoxo sustenta en tales restricciones la dependencia inevitable del país del financiamiento externo y, consecuentemente, del monitoreo de los mercados y el FMI. En consecuencia, serían imposibles, en Argentina, políticas nacionales de desarrollo, al estilo, por ejemplo, de la de los Tigres Asiáticos y China. En otros términos, nuestro país sería “estructuralmente” impotente para proponerse y ejecutar con éxito un proyecto nacional de desarrollo, abierto e integrado al mundo, en el ejercicio soberano de su política económica. La visión ortodoxa rechaza la posibilidad de un país parado en sus propios recursos, una política económica autónoma y, en definitiva, un Estado desarrollista. La realidad actual demuele los fundamentos del imaginario neoliberal de un sistema subordinado a restricciones supuestamente insalvables y, consecuentemente, al monitoreo externo. Hace ya muchos años que sostengo que los criterios del FMI y los mercados son instrumentos de las visiones e intereses locales asociados a la estructura productiva del país periférico y dependiente. La visión ortodoxa ha experimentado una suma de calamidades. En efecto, se han sumado, en su contra, hechos categóricos. A saber: la debacle producida por sus políticas que culminaron en el caos del 2001/02 y la recuperación posterior del país parado en sus propios recursos y políticas soberanas. A su vez, el descrédito del imaginario neoliberal en el orden global, por la monumental crisis desatada por las políticas de ese cuño, debilitaron el marco de referencia externo de la ortodoxia criolla. En esta materia, la situación actual es semejante a la de la década de 1930, cuando el derrumbe de la ortodoxia neoclásica dio lugar, en los países industriales, a la revolución teórica keynesiana y, poco después, en América latina, al pensamiento estructuralista y la propuesta desarrollista. La confrontación de ideas económicas y el actual debate sobre el curso de la política económica en Argentina forma parte de una polémica mucho más amplia a nivel global, y en América latina en particular. Como sucedió con Keynes en la caída de 1930, la visión ortodoxa está sujeta en la actualidad a la revisión crítica desde la academia de los países centrales a través, por ejemplo, de economistas como Stiglitz, Krugman y Rodrick e, incluso, de dirigentes conservadores, como el presidente Sarkozy. En América latina, y en particular en Brasil, tiene también lugar un áspero debate sobre estas cuestiones. En la visión de un economista brasileño, el ex ministro de Hacienda Luiz Carlos Bresser Pereira, es preciso un “nuevo desarrollismo” que rescate el pensamiento estructuralista latinoamericano, fundado, principalmente, en Raúl Prebisch y Celso Furtado. Según Bresser, ese nuevo desarrollismo se sustenta en tres ejes: tipo de cambio competitivo, solvencia fiscal y un Estado desarrollista, capaz de promover el desarrollo y el cambio social fundado, esencialmente, en la movilización del ahorro y recursos internos. Conviene ubicar el tratamiento de todos los problemas actuales en el escenario abierto por el surgimiento de una nueva economía argentina. Sin embargo, la discusión de cuestiones como el uso de las reservas del Banco Central, el canje de los holdout y la “vuelta a los mercados”, se realiza conforme a la experiencia del pasado, es decir, la vigencia de las restricciones externa y fiscal, actualmente inexistentes. De este modo, el financiamiento externo se coloca en el centro del escenario, a pesar de que el país cuenta con una tasa de ahorro interno del orden de 30% del PBI y un sustantivo superávit en sus pagos internacionales. En tales condiciones, el objetivo necesario y posible no es “volver a los mercados”, sino retener y reciclar los recursos propios en el proceso productivo. Es decir, afirmar el convencimiento de que el lugar más seguro y rentable para invertir el ahorro argentino es el propio país. Entonces, los mercados volverán solos sin ir a su encuentro con “señales amistosas” innecesarias. El debate actual sobre la situación y el rumbo de la economía argentina debe encuadrarse en la nueva realidad abierta por la resolución de las restricciones externa, fiscal e institucional. Es preciso tomar nota de las posibilidades que se abren, en el nuevo contexto, a un país con el potencial del nuestro. En el escenario mundial, son pocos los países que cuenten con la siguientes constelación de factores: un territorio de gran dimensión (el octavo más grande del mundo) ampliamente dotado de recursos naturales diversos; producción excedentaria en dos sectores esenciales: alimentos y energía y una población de respetable nivel cultural capaz de gestionar los conocimientos de frontera (recordemos al Invap y la revolución tecnológica en agricultura). Esto, en un contexto en el cual se han eliminado las restricciones externa, fiscal e institucional. Argentina está ahora en condiciones de enfrentar la eliminación de la restricción fundamental que aún subsiste: la desigualdad en las condiciones de vida de la población y en las oportunidades de despliegue de las capacidades individuales. Este es el desafío que enfrenta la República, en estos inicios del Tercer Centenario de la Revolución de Mayo.
Durante más de 70 años, desde 1930 hasta la debacle del 2001/02, la economía estuvo sometida a dos restricciones: la externa y la fiscal. Además, en la mayor parte del período (1930-83), la ausencia de reglas para transar los conflictos provocó un escenario de inestabilidad política que agravó los desequilibrios. En el transcurso del siglo pasado predominaron restricciones de carácter externo, fiscal e institucional, que determinaron los déficits en el balance de pagos internacionales y las finanzas públicas, la volatilidad de la actividad económica, la inflación y el lento crecimiento.
Los problemas se agravaron a mediados de los 70, cuando estalló la violencia y comenzó el aumento incesante de la deuda. En ese escenario, el país quedó subordinado a los criterios de los mercados y las condicionalidades del FMI y se redujo radicalmente la libertad de maniobra. Hoy, Argentina ha logrado remover las restricciones externa, fiscal e institucional. Esto configura una realidad económica muy distinta a la del pasado, es decir, una nueva economía argentina. Subsiste, sin embargo, una cuarta restricción, resultado de las tres primeras: la social, consistente en la extrema desigualdad en la distribución de la riqueza y de las oportunidades. LAS TRES RESTRICCIONES. Bajo el modelo de la economía primaria exportadora, inaugurado a mediados del siglo XIX y clausurado con la crisis mundial de los años 30, los pagos internacionales eran la correa de transmisión entre el ciclo económico mundial y la actividad económica interna. Como lo destacó Raúl Prebisch, el modelo era inestable e implicaba la distribución desigual de los frutos de progreso técnico entre el “centro” (los países industriales) y la periferia (economías proveedores de productos primarios). Sin embargo, no existía una insuficiencia crónica de divisas para sostener ese régimen de acumulación y crecimiento ni un déficit fiscal persistente. En el plano institucional, desde la presidencia de Mitre hasta el golpe de Estado de 1930, la política se desenvolvió en el marco de la Constitución, perfeccionada bajo la Ley Sáenz Peña, no existieron, pues, restricciones externa, fiscal e institucional al desarrollo de la economía primaria exportadora. El problema se instaló en 1930, con la crisis mundial, el agotamiento del modelo agroexportador y el golpe de Estado. Comienza entonces la Industrialización Sustitutiva de Importaciones (ISI), con dos rasgos principales: una elevada proporción de abastecimientos importados de insumos y equipos y una baja capacidad de exportaciones de bienes de origen industrial. Es decir, la ISI operaba con un déficit en su balance de pagos internacionales. En una primera fase, la producción industrial permitió ahorrar divisas disminuyendo el coeficiente importaciones/PBI de 25% en 1929 a 10% hacia 1950. Por múltiples razones, este último resultó un piso de largo plazo. En consecuencia, el crecimiento de la economía dependía de la capacidad de pagos externos. Era entonces preciso generar divisas a través de las exportaciones de manufacturas industriales o, como sucedió en los hechos, apelar a los excedentes generados por el sector agropecuario. Debido a la convergencia de factores internos y externos, las exportaciones agropecuarias entraron en un prolongado período de estancamiento. En consecuencia, las fases de expansión de la actividad industrial y, consecuentemente, de aumento de su déficit de divisas, tropezaban con un “cuello de botella” en el balance de pagos, es decir, la “restricción externa”. Una vez que se agotaban las posibilidades de endeudamiento, el epílogo era el ajuste para restablecer el equilibrio perdido. En semejante escenario, las finanzas públicas incurrieron repetidamente en déficit. La restricción institucional provocó políticas erráticas que agravaron las otras dos: la externa y la fiscal. La consecuencia más evidente de estos hechos fue el desorden monetario y la inflación crónica que se instaló a partir de 1945. Así funcionó la economía argentina entre la década de 1930 y mediados de la de 1970, bajo las restricciones externa, fiscal e institucional. Era el régimen llamado de stop go, de contención-arranque. El sistema tuvo un desarrollo mediocre, pero no despreciable, particularmente en su último tramo. Los censos industriales de 1964 y 1974 revelan una transformación notable de la industria con fuertes aumentos de la productividad, el empleo y capacidad competitiva. En 1976, en el marco de la globalización financiera internacional, el gobierno de facto interrumpió el crecimiento manufacturero e introdujo un cambio radical en la naturaleza de las restricciones externa y fiscal. La liberación de la tasa de interés y del movimiento internacional de capitales insertaron a la economía argentina en el orden monetario globalizado y, consecuentemente, en la especulación financiera internacional. Lo hizo, además, con un instrumento peculiar, la “tablita”. La programación del ajuste del tipo de cambio a una tasa muy inferior a la de la inflación provocó una extraordinaria apreciación del peso y, consecuentemente, el drástico deterioro de la competitividad, el aumento de las importaciones y la escalada de elevados déficits “gemelos”, en el balance de pagos y en las finanzas públicas. La “tablita” proporcionó a los especuladores un seguro de cambio gratis y multiplicó las rentas de la llamada “industria financiera”. Esta estrategia provocó el aumento incesante y acumulativo de la deuda externa. Hasta 1976, la deuda había sido una respuesta a las insuficiencias transitorias del balance de pagos y resultado de la característica estructural de la economía argentina, es decir, el déficit de divisas de la ISI. Pero la deuda nunca alcanzó dimensiones inmanejables. Por esa misma razón, los acuerdos con el FMI eran siempre de duración transitoria, hasta que se restablecía el equilibrio de los pagos externos e iniciaba una nueva fase de auge (stop go). A partir de 1976, la deuda externa fue el componente central de la economía. Toda la política económica quedó subordinada a su refinanciación. En tales condiciones, la restricción externa no surgía del comportamiento de la economía real, sino de la posibilidad de acceder o no al crédito internacional. La imposibilidad de generar niveles de superávits primarios suficientes para pagar la deuda agravó el financiamiento del déficit con emisión monetaria y el impuesto inflacionario. El stop go de la economía real bajo la ISI pasó a ser el de la especulación financiera. El FMI adquirió, entonces, nuevos roles: dejó de ser el vigilante esporádico de las cuentas argentinas para asumir el rol de monitor permanente, con el agregado de promover las “reformas estructurales” del Consenso de Washington. Al final, la macroeconomía estalla bajo el impacto de los crecientes e inmanejables déficits del balance de pagos y las finanzas públicas. En 1983 culminó la experiencia iniciada en 1976. Las restricciones fiscal y externa eran entonces insoportables, como volverían a serlo, más tarde, en el epílogo de la misma estrategia en la década de 1990. Alfonsín condujo al país a su reencuentro con la democracia pero no logró zafar de la deuda y las restricciones externa y fiscal. Menem culminó la transformación iniciada en 1976. Adhirió incondicionalmente al paradigma neoliberal. El régimen de convertibilidad era la dolarización del sistema monetario y la renuncia a tener una política económica. Definitivamente, la marcha de la economía quedaba subordinada al movimiento de capitales especulativos. Al mismo tiempo, se transfirieron a manos privadas los activos principales. Los ingresos por las privatizaciones, más el reinicio de la corriente de capitales especulativos una vez concluida la crisis de la deuda latinoamericana provocaron un auge inicial de la economía. En este escenario, el tipo de cambio fijo permitió estabilizar el nivel general de precios. Pero la restricción externa se multiplicaba con la apreciación del peso, la pérdida de competitividad de la producción nacional y el aumento de la deuda. El apoyo del FMI y los “canjes y megacanjes”, generaron rentas extraordinarias en los intermediarios. Como lo anticipó el Grupo Fénix de la Universidad de Buenos Aires en setiembre de 1991, el sistema se encaminaba inexorablemente al derrumbe de la seguridad jurídica, es decir, de los contratos entre residentes denominados en dólares y al default sobre la deuda externa. Las restricciones externa y fiscal bajo la ISI no impidieron un crecimiento considerable de la economía argentina y una mejora de las condiciones sociales. En cambio, bajo el paradigma neoliberal, el período 1976-2001/02, fue el peor de la historia económica argentina.
Las restricciones externa y fiscal que prevalecieron durante más de 70 años y analizamos en la nota anterior (publicada por El Sol el lunes 29 de marzo) influyeron en la formación de la opinión pública y las ideas económicas. Las aguas se dividieron en torno de la determinación de las causas y consecuencias de esos problemas. Para la visión nacional del desarrollo, era posible e imprescindible resolver la restricción externa, profundizando el desarrollo industrial y la capacidad exportadora de manufacturas y de productos primarios. En el enfoque del desarrollismo ortodoxo, cuyo mayor exponente fue Rogelio Frigerio, lo fundamental era integrar las cadenas de valor con el pleno desarrollo de las industrias de base (acero, aluminio y celulosa, entre otras) y el autoabastecimiento energético. El capital extranjero era un instrumento del necesario shock inversor y transformador de la estructura y la inserción internacional del país. Como recordé en mi nota en Buenos Aires Económico del 8 de mayo del 2008, en un diálogo que mantuvimos hace años, Frigerio escuchó la reiteración de mi argumento sobre la importancia relativa del ahorro interno y el capital extranjero. Su comentario fue que la cuestión no era cuán importante eran uno u otro, sino que, en las condiciones prevalecientes en el gobierno de Frondizi, no había posibilidad alguna de reorientar la inversión del ahorro interno hacia los objetivos estratégicos del desarrollo. Por lo tanto, el shock inversor había que producirlo con inversiones externas dirigidas a los objetivos buscados. El enfoque desarrollista aperturista y más apoyado en los recursos propios tomaba nota de los límites de la Industrialización Sustitutiva de Importaciones (ISI), aun con el pleno y necesario desarrollo de las industrias de base y el autoabastecimiento energético. Era entonces preciso, también, exportar manufacturas de creciente valor agregado, con la participación de las tecnologías de frontera, como la microelectrónica y la informática. Se trataba, entonces, de formar una “economía integrada y abierta”, con una amplia base de sustentación en los recursos naturales y la industria, con capacidad de gestionar el conocimiento en todo el arco de las tecnologías disponibles y la capacidad original de innovación. En este escenario del pensamiento del desarrollo nacional, se debatió la relación campo-industria dentro de una estructura desequilibrada, según la expresión de Marcelo Diamand, quien demandaba otorgar condiciones de competitividad a toda la producción de bienes sujetos a la competencia internacional, a través de tipos de cambio diferenciales y otros instrumentos de política económica. Dentro de estas perspectivas, la eliminación de la restricción externa permitía aumentar el ahorro interno, consolidar la solvencia fiscal y los equilibrios macroeconómicos y, por lo tanto, fundar, en los recursos propios, la fuente fundamental de la acumulación, fortaleciendo el protagonismo de las empresas argentinas. Pero las restricciones externa y fiscal promovieron otro tipo de respuesta, la de cuño liberal, la cual, con el agregado dominante de la dimensión financiera y su preferencia por las paridades sobrevaluadas, constituyó la versión neoliberal de la ortodoxia. Este enfoque tuvo éxito en generalizar el convencimiento de que el país no puede funcionar sin crédito externo y que el ahorro interno es insuficiente para sostener una tasa elevada de acumulación de capital. De ese modo, una preocupación dominante de la política económica fue atraer capital extranjero como inversiones privadas directas y créditos internacionales. El objetivo era, entonces, “transmitir señales amistosas a los mercados” para atraer capitales foráneos. En plena crisis del 2001/2002, este enfoque culminó con la propuesta de la banca offshore y la dolarización del sistema monetario. Es decir, el abandono definitivo de la conducción nacional de la política económica y la subordinación plena del país a los dictados del FMI y los mercados financieros. Sumergidos en el orden global, terminaríamos con la “restricción externa” porque el país pasaría a ser un apéndice del sistema mundial. De paso, acabaríamos con los disparates de los que piensan que el país puede crecer, sin restricción externa, descansando en sus propios recursos, que cada país tiene la globalización que se merece en virtud de la fortaleza de su densidad nacional y que Argentina puede estar plenamente integrada al mundo en el comando de su propio destino. LA RESOLUCIÓN DE LAS RESTRICCIONES EXTERNA, FISCAL E INSTITUCIONAL. En los últimos años se ha producido un cambio radical en el comportamiento de la economía. Desde la salida de la crisis del 2001/2002, los pagos internacionales vienen operando con un elevado superávit en el balance comercial y en la cuenta corriente del balance de pagos. Este último registra ocho años consecutivos positivos, hecho inédito en la historia económica del país. En el 2009 alcanzó 3% del PBI y cabe esperar un superávit semejante en el 2010. A su vez, la balanza comercial registra saldos positivos anuales superiores a los u$s15.000 millones. Estos hechos obedecen a causas múltiples. Una de ellas es el notable incremento del volumen de la producción rural, particularmente de cereales y oleaginosas, con el fuerte aumento de las exportaciones favorecido, al mismo tiempo, por las tendencias expansivas del mercado mundial de alimentos. Otra, el abandono de la convertibilidad y la apreciación del peso, que estimuló la producción de manufacturas de origen industrial, tanto para el mercado interno como el internacional. Como esta década el superávit externo se sostuvo a pesar de un crecimiento acumulado del PBI de más de 60% y un aumento comparable del producto manufacturero, cabe concluir que la restricción externa y el ciclo de stop and go de la ISI son problemas del pasado. Las tendencias actuales de la economía mundial y la dotación de recursos de nuestro país sugieren que perdurará el superávit en los pagos internacionales. Si en este contexto se mantiene un tipo de cambio de equilibrio desarrollista (TCED), cabe suponer que la economía nacional funciona ahora con un superávit externo estructural, de largo plazo. ¿Y qué sucede con la restricción externa y el ciclo derivado de la deuda externa? Entre el 2003 y la actualidad, la relación deuda externa pública y privada/ PBI bajó de 160 a 40 por ciento. Desde el momento en que se logró salir del default, con el exitoso canje de deuda del 2005, el pago al FMI y encuadrar los pagos dentro de límites manejables con recursos propios, también aquí se produjo un cambio radical. En el sector privado no financiero, el coeficiente de endeudamiento bajó 70% y la cartera irregular con los bancos locales de 22 a 7%; es decir, la restricción externa y el ciclo stop and go de la deuda serían, también, problemas del pasado. La solución de la restricción externa facilitó resolver la restricción fiscal derivada de los déficits crónicos de las finanzas públicas. La recaudación tributaria nacional aumentó en 10 puntos del PBI para ubicarse cerca de 30% del producto, proporción razonable en una economía del ingreso medio argentino. En esto influyeron el aumento de la actividad económica y la mejora en la gestión administrativa del sistema tributario. Del lado del gasto, la quita sobre la deuda resultante del canje contuvo los servicios en límites manejables para el presupuesto. En el mismo sentido operó la incorporación, en la esfera pública, de los recursos del sistema previsional, que constituyen parte principal del ahorro interno. El comportamiento de las finanzas públicas desde la salida de la crisis del 2001/2002 demuestra que la restricción fiscal puede ser, también, un problema superado. Estos cambios ocurren en un escenario político institucional también distinto. Desde el regreso definitivo a la democracia en 1983, Argentina se está acostumbrando a resolver sus problemas en el marco de la Constitución, con tensiones, pero en paz y sin violencia. El país tuvo en el pasado una “restricción institucional”, agregada a las externa y fiscal. Ahora, aquella puede ser también un problema del pasado. En la experiencia reciente, aun los temas más polémicos (por ejemplo, la resolución 125, las reformas de los regímenes previsional y de medios audiovisuales y el uso de las reservas del Banco Central), se procesan conforme las reglas constitucionales y la división de poderes propia de una sociedad democrática. En las últimas dos notas destaqué que los cambios producidos en el transcurso de esta primera década del siglo XXI han dado a luz una nueva economía argentina, liberada, simultáneamente, de las tres restricciones (externa, fiscal e institucional) que, en el pasado, malograron su desarrollo. Si la transformación no se frustra por la repetición de las decisiones del pasado, la nueva economía argentina permite recuperar la conducción soberana del proceso de desarrollo y la renovación profunda de las ideas económicas. Detengámonos, brevemente, en estas dos cuestiones. LIBERTAD DE MANIOBRA DE LA POLÍTICA ECONÓMICA. Es ahora posible sostener los equilibrios macroeconómicos, en los pagos internacionales, la moneda y las finanzas públicas, con recursos propios. Esto proporciona capacidad operatoria y autonomía a la política económica y permite la existencia de un Estado desarrollista. En tales condiciones, el objetivo deja de ser “transmitir señales amistosas a los mercados” y satisfacer las condicionalidades y “reformas estructurales” promovidas por el FMI. Al recuperar la conducción soberana de la economía nacional, el objetivo es sostener, simultáneamente, los equilibrios macro e impulsar el desarrollo económico y social. En la nueva realidad, la política económica tiene suficiente fortaleza para resistir tensiones como, por ejemplo, una crisis mundial de gran escala como la actual, sin que la economía nacional descarrile. LAS IDEAS ECONÓMICAS. Vimos cómo la interpretación de las restricciones externa y fiscal influyeron en las ideas económicas en nuestro país. El enfoque ortodoxo sustenta en tales restricciones la dependencia inevitable del país del financiamiento externo y, consecuentemente, del monitoreo de los mercados y el FMI. En consecuencia, serían imposibles, en Argentina, políticas nacionales de desarrollo, al estilo, por ejemplo, de la de los Tigres Asiáticos y China. En otros términos, nuestro país sería “estructuralmente” impotente para proponerse y ejecutar con éxito un proyecto nacional de desarrollo, abierto e integrado al mundo, en el ejercicio soberano de su política económica. La visión ortodoxa rechaza la posibilidad de un país parado en sus propios recursos, una política económica autónoma y, en definitiva, un Estado desarrollista. La realidad actual demuele los fundamentos del imaginario neoliberal de un sistema subordinado a restricciones supuestamente insalvables y, consecuentemente, al monitoreo externo. Hace ya muchos años que sostengo que los criterios del FMI y los mercados son instrumentos de las visiones e intereses locales asociados a la estructura productiva del país periférico y dependiente. La visión ortodoxa ha experimentado una suma de calamidades. En efecto, se han sumado, en su contra, hechos categóricos. A saber: la debacle producida por sus políticas que culminaron en el caos del 2001/02 y la recuperación posterior del país parado en sus propios recursos y políticas soberanas. A su vez, el descrédito del imaginario neoliberal en el orden global, por la monumental crisis desatada por las políticas de ese cuño, debilitaron el marco de referencia externo de la ortodoxia criolla. En esta materia, la situación actual es semejante a la de la década de 1930, cuando el derrumbe de la ortodoxia neoclásica dio lugar, en los países industriales, a la revolución teórica keynesiana y, poco después, en América latina, al pensamiento estructuralista y la propuesta desarrollista. La confrontación de ideas económicas y el actual debate sobre el curso de la política económica en Argentina forma parte de una polémica mucho más amplia a nivel global, y en América latina en particular. Como sucedió con Keynes en la caída de 1930, la visión ortodoxa está sujeta en la actualidad a la revisión crítica desde la academia de los países centrales a través, por ejemplo, de economistas como Stiglitz, Krugman y Rodrick e, incluso, de dirigentes conservadores, como el presidente Sarkozy. En América latina, y en particular en Brasil, tiene también lugar un áspero debate sobre estas cuestiones. En la visión de un economista brasileño, el ex ministro de Hacienda Luiz Carlos Bresser Pereira, es preciso un “nuevo desarrollismo” que rescate el pensamiento estructuralista latinoamericano, fundado, principalmente, en Raúl Prebisch y Celso Furtado. Según Bresser, ese nuevo desarrollismo se sustenta en tres ejes: tipo de cambio competitivo, solvencia fiscal y un Estado desarrollista, capaz de promover el desarrollo y el cambio social fundado, esencialmente, en la movilización del ahorro y recursos internos. Conviene ubicar el tratamiento de todos los problemas actuales en el escenario abierto por el surgimiento de una nueva economía argentina. Sin embargo, la discusión de cuestiones como el uso de las reservas del Banco Central, el canje de los holdout y la “vuelta a los mercados”, se realiza conforme a la experiencia del pasado, es decir, la vigencia de las restricciones externa y fiscal, actualmente inexistentes. De este modo, el financiamiento externo se coloca en el centro del escenario, a pesar de que el país cuenta con una tasa de ahorro interno del orden de 30% del PBI y un sustantivo superávit en sus pagos internacionales. En tales condiciones, el objetivo necesario y posible no es “volver a los mercados”, sino retener y reciclar los recursos propios en el proceso productivo. Es decir, afirmar el convencimiento de que el lugar más seguro y rentable para invertir el ahorro argentino es el propio país. Entonces, los mercados volverán solos sin ir a su encuentro con “señales amistosas” innecesarias. El debate actual sobre la situación y el rumbo de la economía argentina debe encuadrarse en la nueva realidad abierta por la resolución de las restricciones externa, fiscal e institucional. Es preciso tomar nota de las posibilidades que se abren, en el nuevo contexto, a un país con el potencial del nuestro. En el escenario mundial, son pocos los países que cuenten con la siguientes constelación de factores: un territorio de gran dimensión (el octavo más grande del mundo) ampliamente dotado de recursos naturales diversos; producción excedentaria en dos sectores esenciales: alimentos y energía y una población de respetable nivel cultural capaz de gestionar los conocimientos de frontera (recordemos al Invap y la revolución tecnológica en agricultura). Esto, en un contexto en el cual se han eliminado las restricciones externa, fiscal e institucional. Argentina está ahora en condiciones de enfrentar la eliminación de la restricción fundamental que aún subsiste: la desigualdad en las condiciones de vida de la población y en las oportunidades de despliegue de las capacidades individuales. Este es el desafío que enfrenta la República, en estos inicios del Tercer Centenario de la Revolución de Mayo.
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