martes, 15 de noviembre de 2011

Una austeridad que los europeos habían olvidado. Por Alan Cowell

Antes de morir de la enfermedad de Lou Gehrig en 2010, el historiador Tony Judt recordó sus días de infancia justo después de la Segunda Guerra Mundial en una Inglaterra debilitada, que lentamente renunciaba a su imperio y a su preeminencia.
"La ropa estuvo racionada hasta 1949; los muebles, baratos y simples, hasta 1952; los alimentos, hasta 1954", escribió, y concluyó que la austeridad en esa época "despojada y esquelética" no era tan sólo una condición económica: aspiraba a ser una ética pública. Y no ocurría sólo en Inglaterra. Un continente entero se tambaleaba, con sus ciudades y sus industrias en ruinas.

Mientras el comunismo soviético amenazaba con una invasión y se aproximaba la Guerra Fría, Europa occidental esperaba la salvación del Plan Marshall implementado por Estados Unidos. Los autos eran escasos y pequeños, las vacaciones eran modestas y los cinturones estaban bien ajustados.

Sin embargo, mientras enfrenta su enorme problema de deuda y una nueva austeridad amenaza con convertirse en escenario del default, Europa parece haber perdido de vista el hecho de que ya ha pasado por eso antes. Que la generación del baby boom echó raíz en las penurias de la posguerra y que, tal como Judt sugirió, la enorme prosperidad de los años más recientes era prácticamente inimaginable cuando la gente se debatía por librarse de la tétrica negrura de la guerra.

La diferencia ahora es que el gusto por la riqueza, la aspiración al progreso automático y la presunción de un horizonte en perpetua expansión se han convertido en universales, cimentados por el crecimiento de la Unión Europea y la adopción de una moneda única -el euro- que ha propagado un fermento de prosperidad en los 17 países de la UE que comparten esa moneda.

En la infancia de Judt, después de la demoledora privación provocada por una guerra mundial, la austeridad triunfó sobre el conflicto global. Ahora, el punto de partida es la prosperidad, ese mundo de ilusiones en el que los europeos llegaron a considerar la prosperidad como un estado del ser, un derecho de nacimiento.

Mientras los políticos enfrentan lenta y reticentemente la realidad de que los días de bonanza han terminado, lo que vuelve tan explosivo este desafío es que no es simplemente una cuestión de economía, sino una cuestión de expectativas y de divisiones culturales.

En las tierras del sur de Europa, habituadas a salir adelante con tretas y con mañas, la perspectiva de una época de penurias resulta mucho más amarga, ya que ilumina lo que los extranjeros consideran un fracaso nacional -totalmente previsible- para estar a la altura de las reglas del euroclub, que fueron ideadas y vigiladas por los inflexibles alemanes.

La austeridad moderna nunca podría ser descripta como una ética; para las naciones del sur de Europa, que se retuercen bajo la presión de las más ricas tierras del norte del continente, es una afrenta hacerse cargo del legado de la indisciplina económica. Y en el Norte, es un precio muy alto pagar por el rescate del sur despilfarrador. La austeridad es una bomba de tiempo que hace oír su tictac cada vez más alto.

"Ahora el efecto dominó se desplazará hacia el Oeste", escribió en The Guardian Costas Douzinas, un profesor de leyes en Londres, tras la caída del premier griego, Giorgios Papandreu. "El miedo al contagio de las elites no debe limitarse al euro; también deberían temer que la resistencia de los griegos pudiera propagarse por toda Europa", dijo. En cierto sentido, posiblemente esto ya esté ocurriendo. Acorralado, Silvio Berlusconi terminó renunciando el sábado.

Los recientes disturbios y manifestaciones en Londres y otras ciudades parecieron demostrar que el profundo abismo entre los que tienen y los que no tienen se ha magnificado por las desigualdades y envidias de una sociedad que ha construido sus novísimos altares al consumo y a la codicia.

Si ahora cunde el descontento ante la perspectiva de una austeridad moderna mucho menos onerosa que las penurias evocadas por Judt, también cunde la sensación de una compensación desigual durante los años de prosperidad en los que, en Inglaterra, el bienestar explotó hasta niveles de crédito y de consumo que ahora resultan inconcebibles.

Sin embargo, la lección para las elites europeas no consiste tanto en verse amenazadas por el descontento popular. Tanto Papandreu como Berlusconi sobrevivieron a la furia y a las denuncias. Lo que los hizo caer fue el mercado de la deuda global, que llevó el costo de los préstamos a niveles que excedían con mucho lo asequible.

En la época de Judt, la austeridad garantizaba un mínimo nivel de acceso a los artículos básicos, como un presagio de épocas mejores. Ahora, la austeridad implica la ausencia o la disminución del empleo, de las pensiones, de las comodidades y los beneficios que se han acumulado desde los días de la infancia de Judt? Un augurio, por tanto, de épocas mucho más oscuras.

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