Llegué a Paris a mediados de junio y hasta agosto viajé por una Europa que revivió temores olvidados desde la Guerra Fría, en los 50. Fue un verano inhóspito, interminablemente lluvioso con anulación de reservas hoteleras y escenas televisivas de bañistas frustrados caminando de impermeable en playas batidas por el viento. Entre el mal verano y las noticias económicas, los europeos parecían una familia que se entera de la enfermedaad inesperada y posiblemente grave del padre-padrone.
El Imperio, por boca de su presidente, había anunciado estar a tres días de declarar el default de su gigantesca deuda, a menos que los partidos (ambos conservadores) no se pusieran de acuerdo en el Congreso... Cuando se alcanza ese punto se puede dudar de que el Imperio persista todavía, por lo menos se lo siente gravemente herido. Desde las socialdemocracias hasta el capitalismo bancario y empresarial, y la gauche divine, todo el espectro político europeo se sentía conmovido y sin respuestas claras. Las televisiones se veían inundadas con programas de sociólogos y economistas. “¿Estaríamos ante el colapso del sistema occidental?” pregunta un periodista de izquierda, y le responde un ex ministro de finanzas: “El capitalismo no puede extinguirse, desde el hacha de piedra en adelante está ligado a la humanidad como el combustible de toda sobrevivencia. Los actores y las formas pueden cambiar, sea capitalismo privado o estatal o mixto. Si no son los norteamericanos, serán los chinos quienes tomen la posta, u otra expresión de poder económico coherente y dominante”.
Los chinos ya son vistos como posibles garantes de última instancia de un sistema económico deteriorado. No hay que interpretar que la irrupción poderosa de los chinos sea para adueñarse del capitalismo. Es el capitalismo el que en su perpetuum mobile necesita ahora a los chinos y prepara tal vez un nuevo sistema, un nuevo orden integrando la energía del “gigante que despertó”, según la famosa frase de Napoleón.
Sarkozy anunciaba recortes presupuestarios que afectaban a la gente de la educación y la cultura. Los restaurantes ofrecían precios rebajados nada habituales. A la semana tuve que viajar a Florencia para un encuentro en la editorial Vallecchi. Me fui enterando de la inquietud grave de los italianos. En uno de los cafés de la Piazza della Signoria me reí leyendo la transcripción de los diálogos telefónicos (robados) de Berlusconi con proveedores de escort-girls. Era autodestructivo y contradictorio, porque Italia necesitaba al primer ministro y a su ministro Tremonti como pilares para el plan de ajuste de la deuda mayor europea. Berlusconi, pese a burlas y sonrisas por su inconducta íntima, trabajaba duramente con Sarkozy y Merkel y el momento no era para hipocresías. Como si las costumbres personales de Berlusconi no tuviesen que ver con el conocido hedonismo económico de la espléndida Italia.
En la otra página de La Stampa, el tema de los “indignados” españoles que se extendían de la Puerta del Sol a todas las capitales hasta ocupar el Puente de Brooklin y Wall Street. Estos jóvenes vivieron una alegre estupidez crítica desde el fracaso del ’68 parisien y Woodstock. Se transformaron en un estridente lumpen musical, sin saber lo que querían, por izquierdas o por derechas. Zapatillas calientes, remeras sudadas, cerveza y rock. Vivir con las novias sucesivas en el cuarto del fondo de la casa de los padres...
Reclaman ante un sistema que trataron de demoler sin saber sustituirlo. Millones de jóvenes en la deriva existencial. Eran la prueba de la quiebra generacional horizontal, entre padres e hijos, que divide a los pueblos más desarrollados de Occidente. La deuda de bienestar y de absorción de marginalidad parece no estar ya en los cálculos del actual capitalismo ecuménico y financierista. Los “jóvenes indignados” son el testimonio mundial de la quiebra del contrato social...
La tarde es fresca. Un rayo de sol tardío dora el hombro del David de Michelangelo en el frente del Palazzo Vecchio. Maquiavelo, los Médicis, el renacimiento hacia la modernidad hoy en crisis. Y en la página central del día, los griegos, los difusores vía Roma del logos occidental. Escandalosamente deudores, jubilados juveniles, ociosos trabajadores de la industria del turismo.
El socialismo marxista perdió su round histórico por fracaso económico-productivo y el capitalismo del bienestar resultó anegado por el financierismo especulador, sin saber respetar y crear trabajo en esta etapa crítica. Los norteamericanos se sienten aliviados al regodearse con la “debilidad venusina” de los europeos y escamotear el origen de la crisis en la permisividad de la Reserva Federal y la quiebra de Lehman Brothers.
Pedí un bitter y sentí que Occidente era un atleta cansado.
El politólogo italiano Marco Tarchi se pregunta si la crisis occidental no es más bien una enfermedad espiritual que exige la fundación de ese nuevo orden mundial, un nuevo Nomos de la Tierra. Las recientes décadas de capitalismo anglosajón se fueron transformando en un olvido del factor humano. El contrato moral del capitalismo tiene como fundamento la creatividad, la libertad de mercados y el factor de trabajo y de la promoción humana de la sociedad de bienestar. Pero hemos alcanzado el auge amoral y asocial del financierismo totalitario. ¿Podrán ser los chinos los definidores de nuevo orden más justo, humano y natural?
La pregunta que se impone es muy turbadora. ¿Querrán los chinos ser capitalistas? Así como parecen haber aplicado el comunismo marxista a partir de 1949, no como una visión finalista, sino como un adecuado instrumento dictatorial para reorganizar esa China desastrada por un siglo y medio de lamentable dominación occidental. Muerto Mao en 1976, dos años después se fue afirmando Deng Tsiaoping, quien va a definir el espectacular viraje económico que ya ubica a China como la segunda potencia mundial.
Hay todo derecho a preguntarse si el capitalismo como materialismo occidental, desbordado de su metafísica, y hasta de su ética original de bienestar, libertad creadora y empresa, puede ser algo respetable para una cultura milenaria que aúna el pragmatismo confuciano con la espiritualidad taoísta y búdica. El capitalismo anglosajón se precipita en un descarado financierismo fagocitador y en un mercantilismo sin freno ante el ya invadido equilibrio medioambiental y ecológico.
A lo lejos, frente al museo de los Uffizi, se ve la cola clara, desabrigada, veraniega, de turistas que tendrán que cumplir con la obligación de admirar el “Nacimiento de Venus”, los otros Boticelli, a Piero della Francesca y a Lippi. Después, la bendición de los pies en remojo y la cena de la excursión.
Ya en París, observé que se vivía de cerca la crisis de las revueltas en el mundo árabe del Mediterráneo, que la prensa occidental saluda con entusiasmo como expresión de liberalismo y de inaugural “modernidad”. A los pocos días de terminar la acción militar de la OTAN, Francia y Gran Bretaña en Libia, el gobierno instalado por los europeos estableció la Sharia, la legislación islámica rigurosa...
Israel siente a sus espaldas el poder islámico, ya sin la contención de las vituperadas dictaduras como la de Mubarak o Kadafi. Se agrega un nuevo capítulo centrado en Irán.
Seguramente se preparan grandes cambios en el mundo pero estamos muy lejos todavía de la “implosión occidental”. En realidad el crack financiero no está acompañado de una quiebra de las estructuras productivas europeas. Es una fiebre alta, pero no una enfermedad incurable ni terminal.
Niall Ferguson, el brillante polemista británico escribió en marzo del 2010 esta frase: “Cualquiera de estos días podrá aparecer una mala noticia aparentemente casual, probablemente originada en alguna calificadora económica internacional, y se divulgará la poca sostenibilidad de la economía de Estados Unidos”. En su artículo hace una comparación con la sorpresiva inflación del sistema soviético entre 1989 y 1991. “Los imperios caen cuando la gente deja de creer”, afirma Ferguson, “Cuando se desilusiona del dios que fabricó, del consumismo, la tecnolatría y, en concreto, cuando acepta la exclusión. Lo peor que puede pasarle a este Occidente lacerado por el mercantilismo es dudar de su fuerza renovadora, de su formidable creatividad.”
Al revés de lo que se piensa, cuando se nubla el mito, lo que muere es la realidad. “Si el sol dudase apenas un instante, se apagaría” escribió William Blake.
Tomo el avión de regreso con la seguridad de que tal vez los meses de verano nórdico del 2011 puedan ser –lamentablemente– históricos. Una especie de supercrisis económica con posibles peligrosas fugas hacia la violencia internacional.
En la tranquilidad del avión recuerdo la Signoria, una cena en la Tratoría da Mario con su fama de risottos y bistecca fiorentina y vinos de Montalcino ya elogiados por Maquiavelo en sus días de pobreza y exilio final (pese a haber inventado la Realpolitik del “puro poder”).
La palabra “Argentina” fue repetidamente usada en estas semanas por periodistas y parlamentarios como paradigma de desastre administrativo y financiero. Era ya un estúpido lugar común. Pensé que nos habían empatado y sobrepasado de lejos.
Pensé que por suerte no habíamos llegado al centro de la perfección occidental de las “potencias centrales”.
Reactivación de demanda versus desinflación
Hace 1 mes
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