(Publicado en diario La Nación - 15/04/2012)
En el debate público más superficial, es frecuente asociar linealmente los resultados económicos a determinados enfoques ideológicos. Así, oscilamos de manera pendular de un extremo a otro del arco de políticas públicas, donde la hiperinflación de fines de los 80 fue la excusa perfecta para un "tsunami privatizador" que arrasó las funciones regulatorias del Estado sin medir consecuencias sociales, y la crisis de 2002 parece otorgar un "aura de eficacia divina" a cualquier iniciativa que rotule como "estatal", ya sea para administrar los recursos previsionales, para dirigir el crédito privado (Carta Orgánica BCRA) o gerenciar empresas de energía.
Son simplificaciones útiles para hilvanar algún ligero discurso "tribunero" o justificar extravagantes medidas de política sin sustento técnico, pero menos válidas para diseñar una estrategia económica o un programa de gobierno.
Bajo ese enfoque, es frecuente proyectar lo transitorio como permanente, rebatiendo cualquier advertencia crítica respecto del futuro con la palpable prepotencia del presente. Una sociedad particularmente refractaria a las malas noticias ("que no me corten los subsidios") y con una altísima "tasa de impaciencia" ("quiero todo ya"), es terreno fértil para los experimentos populistas del tipo "gaste hoy, alguien pagará mañana".
El esquema provee rédito político en la abundancia (47% de apoyo popular en 2007, 54% en 2011, con la economía creciendo al 8% anual), pero cruje en la escasez (29% de votos en las elecciones parlamentarias del recesivo 2009). Ya sin los pilares que sostenían el régimen macroeconómico (superávit fiscal y externo, y tipo de cambio competitivo), medidas menos simpáticas aparecen cuando se ponen de manifiesto las carencias: de divisas (cepo cambiario), de fondos públicos ("abordaje" sucesivo de Anses, Banco Central) o de energía ("demonizar" a un tercero para autoexculpar una política energética insólita).
En la coyuntura, la principal fuente de incertidumbre es la probable reacción del Gobierno ante dilemas de escasez. Dos prioridades dominan la política económica actual: que no falten dólares y "que no decaiga" el nivel de actividad. Como no hay un plan integral, sino reacciones espasmódicas, los objetivos chocan: las restricciones a la demanda de dólares (para atesorar, para importar o para girar dividendos) afectan el crecimiento (cae la inversión, porque nadie quiere entrar en una fiesta si no está seguro de poder salir), y la emisión monetaria y liberación de reservas para financiar el exceso de gasto público promueven la demanda de dólares. La inflación, las cuentas fiscales, el ritmo de emisión y la previsibilidad de reglas del juego serán el "residuo" necesario para alcanzar esos objetivos.
Algunas inconsistencias de la descapitalización se manifiestan de manera trágica. El récord de recaudación tributaria y subsidios al transporte no fue suficiente para prevenir el accidente de Once, pero tampoco para construir normas de seguridad. En los países serios también hay accidentes, pero ningún tren arranca con las puertas abiertas. Si no lo hicimos tras 8 años de crecimiento a tasas chinas, ¿cuándo? Otras se incuban más silenciosamente, como el régimen previsional con crecientes pasivos contingentes y una relación beneficiarios/aportantes insostenible a mediano plazo; algunas no pueden disimularse mucho en las señales de precios, como el de la carne, y otras se manifiestan de manera rotunda en las cuentas públicas y externas, como el déficit energético.
Con las reservas fuertemente decrecientes (18% menos de petróleo y 50% menos de gas que en 1999), caída de producción (33% en petróleo y 13% en gas, respecto de sendos picos de 1998 y 2004) y exploración (50% entre décadas), fin del autoabastecimiento e importaciones exponenciales (US$ 3000 millones de déficit en 2011), el dilema público-privado, presente desde el descubrimiento del primer yacimiento petrolero en 1907, no parece admitir respuestas dogmáticas. Aun concediendo presunta pericia al Gobierno para explotar una empresa energética (aunque Aerolíneas o Enarsa desalientan el optimismo), la tendencia del desbalance es tan pronunciada, la magnitud de los recursos necesarios tan abultada, y la maduración de la inversión tan dilatada en el tiempo, que difícilmente pueda abordarse una solución estructural sin la concurrencia del sector privado. La inversión -de altísimo riesgo- no se atrae con un revólver, ni con retórica edulcorada, subsidios arbitrarios ($ 42.000 millones en 2011) o regímenes tarifarios alejados de los parámetros internacionales (el precio al productor equivale a un tercio del costo del gas importado), sino con previsibilidad y esquemas regulatorios consistentes y perdurables.
Aun con la falta de perspectiva de la inmediatez analítica, la experiencia regional contemporánea pone en evidencia que no hay una "receta única" del desarrollo. Se puede crecer con baja inflación, atrayendo inversión y sin hipotecar el futuro liquidando los stocks previsionales, de reservas monetarias y energéticas. Proyectar la foto a la película no sólo podría ser prematuro, sino traicionero. Sería imperdonable que los libros de historia tuvieran que reseñar la etapa actual, con condiciones internacionales inéditamente favorables para nuestro país, como una nueva oportunidad perdida....
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