Tengo un amigo al que ayer le entregaron el recibo del sueldo de noviembre. Azorado por el volumen de los descuentos de Ganancias y cargas sociales, preguntó a la gerencia de Recursos Humanos cuánto había pagado la empresa, además, por aportes patronales derivados de su puesto de trabajo.
Hizo números. Y concluyó en que, del total del costo laboral insumido en su empleo, el 44,7 por ciento fue a parar al Estado y a sus satélites: Anses, Pami, riesgos de trabajo, obra social y una larga ristra. Sólo por Ganancias le descontaron el equivalente al 24 por ciento del sueldo neto. Lo mismo les sucederá a cientos de miles de empleados intermedios en esta semana.
“Mañana mismo quiero que haya escuelas públicas suecas, que se dupliquen las rutas (y no quiero ver un bache) y más vale que no vuelva a ver a un chiquito pidiendo en el semáforo”, estalló este amigo, sumido en la impotencia.
Es una sensación generalizada. A una porción importante de ciudadanos ya no nos queda imaginación para explicarnos en qué se va la plata que, en proporciones cada vez mayores, va a parar a los distintos niveles del Estado.
Hablemos en pesos corrientes –quiere decir que no consideramos la inflación en ningún caso– para ver cómo fue este proceso entre 2003 y 2011:
Por 4,9 veces se multiplicó el producto interno bruto (PIB), es decir, la suma de servicios y bienes que produce toda la economía, según Indec.
Por 8 veces se multiplicó el gasto público total del Gobierno nacional.
Por 7,3 veces se multiplicó el gasto público total de la Provincia de Córdoba.
Por 7,4 veces se multiplicó el gasto público total de la Municipalidad de Córdoba.
En definitiva, en números gruesos, el crecimiento del tamaño del Estado casi duplicó el crecimiento de la economía.
¿En qué se gastaron la plata los presidentes, gobernadores e intendentes? La asignación universal por hijo, por ejemplo, no alcanza a explicarlo. En 2011 insumió sólo el 2,5 por ciento del gasto nacional total. Aunque el porcentaje sería bastante inferior si se consideran las asignaciones familiares que la Anses dejó de pagarles a cientos de miles de asalariados por el efecto inflación.
¿Alguien nota una mejora concluyente en la calidad de las escuelas, en el ausentismo docente, en la seguridad, en la diplomacia argentina, en el acceso al crédito, en las universidades, en la recolección de basura, en la cantidad de buenas rutas y calles, en las infraestructuras eléctricas y gasíferas, en los transportes públicos? ¿Cuándo nos van a dar algo a cambio de los impuestos? ¿Cuándo piensan mejorar la eficiencia estatal?
Lo único que parece mejorar es la imaginación de los gobiernos para inventar nuevos tributos: la “gran Río Cuarto”, en honor al municipio del país que lideró esta práctica que ahora emula la Municipalidad de Córdoba con el “impuesto a la subidita” del auto a la cochera (ver información en A7 ).
Claro, a Ramón Mestre y a José Manuel de la Sota no les queda otra que inventar tasas especiales al barrio más mugriento (que genera más basura que otro) o elucubrar nuevas tasas específicas al campo, aunque ya se hayan quedado sin nombres para bautizarlos de tantos que hay.
En cambio, para Cristina Fernández, todo es más sencillo. Sus diputados pueden regalarle fondos provinciales, paga deudas con dólares del Banco Central y, sobre todo, tiene la impresora billetes. Nos cobra el impuesto inflacionario, que no reparte.
Por supuesto, la economía que sostiene la parafernalia de planes y programas de cuyos resultados jamás sabremos nada es cada vez más raquítica. El crédito ha desaparecido de los pocos lugares que solía frecuentar, los costos se disparan y la economía es cada vez menos competitiva. Eso se llama riesgo de estrangulamiento.
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