El Gobierno destaca recurrentemente la importancia y la necesidad de preservar "el modelo". Agradece a aquellos que lo ratifican, como ocurrió con Hugo Moyano en estos días, y hasta reclamará el voto de los ciudadanos con el mismo fin. Quizás valga la pena, entonces, pensar con algún grado de detalle en lo que significa dicho "modelo".
Entre 2003 y 2011, el PBI argentino habrá crecido a una ritmo anual del 6,5%. Esa cifra duplica al promedio histórico. Se trata de uno de los ciclos más exitosos de la historia económica del país, sólo superado por los 1903-1911 (7,6% de crecimiento anual) y 1918-1926 (6,9%). Esto, sumado al recuerdo aún fresco de la depresión 1998-2002, es un elemento imprescindible a la hora de explicar el amplio respaldo del que goza el oficialismo.
Todos estamos a favor del crecimiento, como estamos a favor de la educación o la salud. Pero sostener que el mismo constituye de por sí un modelo es similar a pensar que la selección de fútbol tenía un plan de juego bien definido en el Mundial 2010 después de las victorias contra Nigeria, Corea y Grecia.
Dado que muchas veces la Presidenta ha recomendado al resto del mundo la adopción de nuestra fórmula, es interesante analizar qué nos diferencia de otros y qué es lo que deberían ellos modificar para sumarse a este carro del éxito.
Centrémonos en América del Sur, que es donde habitamos. Entre 2003 y 2010 la región creció a una tasa anual promedio del 4,7%. El país que más lo hizo fue Perú (6,6% anual) seguido de cerca por la Argentina (6,4%), mientras los menos dinámicos alcanzaron "sólo" un 4% anual (Brasil y Chile). Hasta 2006 la economía argentina duplicó la tasa de crecimiento promedio, debido en parte a que estábamos recuperando la caída acumulada del 20% del PBI que había tenido lugar. Pero entre 2007-2010 nuestro país muestra una evolución similar o inferior a la de sus pares, superando únicamente a Venezuela, Chile y Ecuador.
Las semejanzas no terminan allí. Nuestras exportaciones subieron, pero un poco menos que el conjunto (166% vs 224%), y Chile nos sobrepasó como segundo exportador de la región. Nuestras reservas crecieron 398%, pero esta cifra también está por debajo del 437% que se verificó para el total de América del Sur. Por el contrario, nuestro desempleo de 7,8% es apenas superior al promedio regional de 7,4% y la pobreza también (23,6% contra 21,8%).
Como se ve, el muy buen desempeño económico ha sido una regla más que la excepción. Y en la raíz de tanto parecido hay un común denominador: la mejora en los precios de los principales productos exportados por la región que, luego de permanecer relativamente estables durante varias décadas, a partir de 2003 comenzaron a subir a una velocidad inusitada y acumularon un crecimiento de nada menos que el 150%. Ello permitió a todos los países de la región eludir sus históricas restricciones para el crecimiento sostenido.
Lo que sí ha diferido en años recientes son las políticas fiscales adoptadas en este contexto de bonanza. Porque mientras entre 2003 y 2006, el gasto público argentino en relación al PBI mostró una evolución idéntica a la de sus vecinos, desde 2007 su crecimiento triplicó al de los demás países. Y una de las consecuencias más evidentes de ese manejo fiscal pro-cíclico es su impacto en la evolución de los precios: la Argentina ya lleva siete años con inflación de dos dígitos, y en 2010 quintuplicó el promedio de los países de la región (excluyendo a Venezuela, que junto a nuestro país lideran el ranking mundial de inflación).
En la campaña presidencial de 2007, no sin cierta rimbombancia, Cristina Fernández de Kirchner bautizó al esquema económico vigente en nuestro país como un "modelo de acumulación con matriz diversificada, tipo de cambio competitivo e inclusión social". Sin embargo, para poder hablar de un verdadero modelo es preciso, cuanto menos, cumplir con un requisito básico: la consistencia interna.
En ese sentido, la preocupación que denota la Asignación Universal por Hijo es incompatible con el desdén por la inflación y su impacto en el componente de "inclusión social". La suba de precios también genera una pérdida sistemática de competitividad de la moneda: ignorarla y pretender tener mantener un "tipo de cambio competitivo" es otra incoherencia que redunda luego en primitivas limitaciones a las importaciones. Y en este contexto de miopía y discreción a la hora de gestionar, la inversión sufre y es difícil que se detone un proceso "de acumulación" y de "diversificación productiva".
Más allá de algunos éxitos indudables de estos años, lo cierto es que no estamos frente a un Nuevo Desarrollismo. Por suerte, el mundo y las ventajas que para nosotros entraña nos evitan urgencias de otros tiempos y nos dan aún el tiempo necesario para pensar e implementar un verdadero modelo de desarrollo. Aprovecharlo depende enteramente de nosotros.
Reactivación de demanda versus desinflación
Hace 1 mes
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