lunes, 16 de mayo de 2011

Un oportuno viraje del FMI. Por Joseph Stiglitz

La reunión anual de primavera del FMI fue notable ya que marcó el intento del Fondo de distanciarse de sus dogmas de años sobre controles de capital y flexibilidad del mercado labora l. Parece que un nuevo FMI –gradual y cautelosamente– surge bajo el liderazgo de Dominique Strauss-Kahn.
Poco más de 13 años antes, en la reunión de Hong Kong de 1997, el Fondo había intentado enmendar su carta para ganar más margen de acción y poder empujar a los países hacia una liberalización del mercado de capitales . El momento no podría haber sido menos oportuno: la crisis de Asia recién se estaba gestando, una crisis que fue, en gran medida, el resultado de la liberalización del mercado de capitales en una región que, dada su elevada tasa de ahorros, no la necesitaba en absoluto.

Esa postura era la defendida por los mercados financieros de Occidente, y por los ministros de Finanzas occidentales que tan fieles les son. La desregulación financiera en EE.UU. fue una causa importante de la crisis global que estalló en 2008, y la liberalización financiera y del mercado de capitales en otras partes ayudó a propagar por el mundo ese trauma “made in USA”.
La crisis demostró que los mercados libres y descontrolados no son ni eficientes ni estables. Tampoco necesariamente sirvieron de mucho a la hora de fijar precios (basta con ver la burbuja inmobiliaria), incluyendo los tipos de cambio (que son simplemente el precio de una moneda en términos de otra).
Islandia mostró que responder a la crisis imponiendo controles de capital podía ayudar a países chicos a manejar su impacto. Y el “alivio cuantitativo” (QE1) de la Reserva Federal de EEE.UU. tornó inevitable el deceso de la ideología de los mercados sin control: el dinero va hacia donde los mercados piensan que los retornos son más altos. Frente al auge de los mercados emergentes, y con EE.UU. y Europa de capa caída, era evidente que gran parte de la nueva liquidez que se estaba creando encontraría su destino en los mercados emergentes. Esto resultó especialmente cierto dado que el conducto de crédito de EE.UU. seguía obturado y muchos bancos comunitarios y regionales todavía estaban en situación precaria.
El resultante incremento de dinero que ingresó en los mercados emergentes significó que hasta los ministros de Finanzas y los gobernadores de los bancos centrales que se oponen ideológicamente a intervenir creen que no tienen otra opción que hacerlo. De hecho, país tras país ahora optaron por intervenir de una manera u otra para impedir que el valor de sus monedas se fuera a las nubes.
Ahora el FMI bendijo ese tipo de intervenciones; pero, como concesión para aquellos que todavía no están convencidos, sugiere que se las debería utilizar solamente como un último recurso.
Por el contrario, deberíamos haber aprendido de la crisis que los mercados financieros necesitan regulación, y que los flujos de capital transfronterizos son particularmente peligrosos. Estas regulaciones deberían ser una parte esencial de cualquier sistema para asegurar la estabilidad financiera; recurrir a ellas sólo como un último recurso es una receta para una continua inestabilidad.
Existe un amplio rango de herramientas de gestión de cuentas de capital, y lo mejor es que los países usen una canasta de esas herramientas. Aún si no son plenamente efectivas, normalmente son mucho mejor que nada.
Pero un cambio aún más importante es el vínculo que el FMI finalmente trazó entre desigualdad e inestabilidad. Esta crisis fue, en gran medida, el resultado del esfuerzo por parte de Estados Unidos de estimular una economía debilitada por una mayor desigualdad a través de tasas de interés bajas y una regulación laxa (que hicieron que mucha gente pidiera prestado mucho más allá de sus posibilidades). Deshacer las consecuencias de este endeudamiento excesivo llevará años. Pero, como nos recuerda otro estudio del FMI, éste no es un patrón nuevo.
La crisis también puso a prueba los dogmas de larga data que responsabilizan a la rigidez del mercado laboral por el desempleo, ya que a los países con salarios más flexibles, como EE.UU. les fue peor que a las economías del norte de Europa, entre ellas Alemania. Por cierto, conforme los salarios se debiliten, a los trabajadores les resultará aún más difícil devolver lo que deben, y los problemas en el mercado inmobiliario se agravarán. El consumo seguirá siendo limitado, mientras que una recuperación sólida y sostenible no puede basarse en otra burbuja alimentada por deuda.
Tan desigual como era EE.UU.antes de la Gran Recesión, la crisis, y la manera en que fue manejada, llevó a una desigualdad de ingresos aún mayor, haciendo que la recuperación fuera mucho más difícil. EE.UU. se está preparando para su propia versión de un mal japonés.
Sin embargo, existen soluciones para este dilema: fortalecer la negociación colectiva, reestructurar las hipotecas, utilizar la zanahoria y el garrote para que los bancos vuelvan a prestar dinero, reestructurar las políticas impositivas y de gasto para estimular la economía hoy meidante inversiones a largo plazo, e implementar políticas sociales que aseguren oportunidades para todos. Hoy, con casi una cuarta parte de los ingresos totales y el 40% de la riqueza en manos del 1% que más gana, Estados Unidos hoy es menos una “tierra de oportunidades” que incluso la “vieja” Europa.
Para los progresistas, estos datos abismales son parte de la letanía habitual de frustración y furia justificada. Lo que es nuevo es que el FMI se sumó al coro. Como concluyó Strauss-Kahn en su discurso en la Brookings Institution poco antes de la reciente reunión del Fondo: “En definitiva, el empleo y la igualdad son los pilares de la estabilidad y la prosperidad económica, de la estabilidad y de la paz política. Esto está en el corazón del mandato del FMI. Se lo debe colocar en el corazón de la agenda política”.
Strauss-Kahn está demostrando ser un líder sagaz del FMI. Sólo nos queda esperar que los gobiernos y los mercados financieros presten atención a sus palabras.

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